La llave


Mi primer trabajo importante después de la secundaria, fue como secretaria en un Estudio Jurídico. Por la tarde atendía la oficina y la mañana, la ocupaba con trámites en Tribunales.

En un viaje de esas épocas, en las que el grueso de las personas se movilizaba en transporte público y por lo mismo absolutamente congestionado perdí la cartera en la que, entre otras cosas, llevaba las llaves del trabajo.

Al día siguiente era sábado y yo debía trabajar hasta las 13 horas. Normalmente abría el Estudio media hora antes de que llegara mi jefe para recibir a la gente, pero en esta ocasión llegué después que él y le informé de la pérdida.

La mañana transcurrió normalmente y al atender al último cliente, mi jefe se retiró a una importante reunión en la capital. Yo me quedé terminando unos escritos y ninguno de los dos recordó el asunto de la llave. Terminadas mis tareas y, preparada para irme a casa, debía cerrar la puerta... y no tenía con qué. Cabe aclarar que treinta y pico de años atrás, los teléfonos eran instrumentos que se encontraban con cuenta gotas, de modo que no podía avisar a mi casa lo que me pasaba ni llamar a nadie para que me ayude.

La casa de mi jefe se encontraba a dos cuadras y hasta allí fui de una corrida, para buscar una solución. Solo estaba la mucama, quien me entregó una gran cantidad de ejemplares para probar y... ninguna servía. Resignada, volví al Estudio —en algún momento el jefe iría a su casa y se enteraría.

Mientras tanto, al no tener novedades, mi padre comenzó a buscarme por todos los lugares conocidos, llegando hasta el Cuartel de Bomberos (único sitio con teléfono en toda la zona).

Su lógica lo llevó a pensar que a lo mejor fui hasta el lugar para hacer una llamada, en lugar de pasar por mi trabajo. Finalmente, a las cinco de la tarde, el abogado pasó a buscar unos documentos por el Estudio antes de ir a su casa y me preguntó que hacía todavía allí. 

El resto del sábado se me pasó durmiendo.

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