La buena acción
Hace algunos años, estando yo en el último mes de embarazo y pleno verano, pensamos salir a dar una "vuelta del perro" con mi esposo.
Tomamos el colectivo hasta la estación, que se encuentra a unas treinta cuadras, miramos vidrieras y pasamos por el museo.
Como siempre, nos quedamos escuchando a los músicos que habitualmente tocan saxo o violín en la peatonal y, contentos con el paseito, nos sentamos a tomar un helado en la plaza frente a la Catedral.
Para este momento, mis pies semejaban dos globos de cumpleaños y las cintas de las sandalias, se me incrustaban en la piel. Estaba algo cansada, así que íbamos a regresar a casa cuando se acercó un anciano vagabundo, de los que esperan fuera de las iglesias y le pidió a mi esposo dinero para poder comer algo, ya que no había desayunado. Yo soy mas intuitiva y me pareció que nos estaba mintiendo, pero mi esposo, que no soporta ver que alguien tiene hambre, le dio todo el dinero que teníamos sin pensarlo dos veces ni hacer caso a mis advertencias:
—Clau ¡Pobre viejo!, imaginate cuando seamos viejos nosotros.
¡Ya estaba hecho! Así que, ¿para qué protestar si no había vuelta atrás?
Tomé impulso resignada a caminar a casa, con tan mala pata que al girar en la cuadra nos encontramos con el "viejito" saliendo de un negocio en el que había comprado cigarrillos y botellas de vino con nuestro aporte y nosotros no teníamos ni para el viaje en ómnibus.
Al reconocernos, nos ofreció una risa burlona y se fue cantando un tanguito con sus mercaderías bajo el brazo.
Decir "te lo dije" sobraba, así que me saqué las sandalias y "en patas" emprendimos el regreso a casa.
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