Humo...en mis ojos


Comenzaré mencionando el detalle que, entre que conocí a mi esposo y nos casamos, distó una diferencia de cuatro meses.

Nuestras posesiones materiales consistían en: una cama de mimbre, una mesita, un antiguo calentador a kerosene y una innumerable cantidad de cajas de cartón repleta de gran variedad de cosas, todo esto,  en medio de un mono ambiente de 4x4.

En este recuerdo, la noche en cuestión era típica de un crudo invierno. Mi esposo había salido para el trabajo en turno de noche y yo, que nunca conseguí ganar la lucha contra el frío, no podía dejar de temblar.

Cuando era niña, mi madre solía colocar un ladrillo caliente a los pies en mi cama, de modo que al acostarme siempre estaba calentita. Con esta idea busqué un ladrillo y quise replicar aquella confortable sensación. Calenté el ladrillo, lo envolví en diarios y lo coloqué entre las sábanas, mientras ordenaba ropa de las cajas.

Al poco tiempo, la habitación se vio envuelta en una nube de humo negro y espeso. Corrí para quitar el ladrillo, pero no fue necesario ya que este había traspasado el colchón formando un gran agujero y caído debajo de la cama.

Otra de las cosas que nunca vencí es el miedo a la oscuridad, por lo que me negaba a salir al patio y sólo atinaba a tratar de respirar por una ventanilla que tenía la puerta y, fue por allí mismo, que tiré el ladrillo una vez que conseguí sacarlo de donde se encontraba.

Por supuesto, todo quedó impregnado de olor a humo y veteado de cenizas. Desde esa noche preferí colocarme varios pares de medias, gorros, ponchos y cualquier cosa que encontrara para abrigarme cuando mi esposo tenía la mala idea de dejarme para irse a trabajar.

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