Desayuno con pan
Mamá parte el pan. De la profunda herida de la miga, estalla el volcán de vapores y, se encolumna en una ascensión divina camino al cielo raso.
Interpongo mi mano, para que el tímido rayo de luz, que se cuela fino por la ventana de la cocina, se empaste con la humedad y haga las veces de prisma descomponiendo los colores bajo el asombro nuevo de mis ojos.
—¡No comas pan que todavía está caliente! —ordena mamá en tono docente—. Después te duele la panza —me recuerda.
Muy lejos de estas intensiones, vuelan mis ideas:
¿Qué tal se vería la manteca derretida, resbalando por la corteza crujiente?
¿Cuántos colores despertará la miel de su sueño dorado?
De pronto y sin aviso, la cocina se ve invadida por el aroma inconfundible del café con leche.
Mamá me sirve cantando un enorme tazón, en el que una vaca sonríe gloriosa.
¡Toda la espuma de la leche se quedó en el borde jugando en un mar de loza!
Es como una invitación a masticar las burbujas o acercar el dedo y hacerlas explotar.
¿Cómo se harán los agujeros del queso con agujeros?
¿Cómo se puede volver a la infancia, cuándo hace tanto que de ella se ha partido?
Esta lluvia tibia y confidente me entiende bien y me acompaña al cerrar los ojos para volver a casa.
—No juegues con la comida nena, que ya es hora de ir a la escuela.
—Sí mamá... sí mamá...
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