4. La raíz (parte 2)



(1876)

Cuatro años antes.

Se abre la puerta con su ruido inexistente, la luz penetra dando color a la nieve que cubre el suelo como piso que destapa el alma. Aprieta con mayor fuerza el pomo con su cuerpo una vez dentro de la estancia adornada de telas siendo trabajadas en la pared y cuerdas donde reposan dejando verse algunas ya pintadas. El ambiente la tranquiliza levemente haciendo que sus comisuras sean elevadas en una sonrisa leve.

—¿Es una broma? —inquiere dudosa, posa su mirada a Layrus que solo la esquiva frunciendo el cejo sin que ella lo perciba.

—Es hora de irte. —Deja caer los hombres mirando el techo adornado de piedras pegadas que ayudaban a imaginar las estrellas.

Se mantiene rígida controlando su exaltación, con su mano izquierda rasguña su pierna cubierta por su pantalón de campaña (ropa especial para caserías), tensa los músculos de su rostro que no logran mantener una expresión. No se esperaba que ese fuera el motivo de la llamada. Esa era la razón de las miradas y las despedidas, todos lo sabían, menos ella, hasta ese instante.

—No entiendo —emite con voz pausada, conteniendo la ira que se calaba en aquellos momentos.

Permaneció en silencio, aún con la mirada al techo; no puede mirarla, para él es un suicidio, el dolor que le causaba decirlo no le daban palabras para explicar sus motivos, sonríe dejando caer su mirada al suelo. El velo se destaparía, él era consciente de que sabría las razones y los odiaría más.

—Lo harás. —Retoma la compostura, su voz ahora es dura.

—No.

Aprieta su mandíbula.

—Es hora de alistarte, no podremos contenerte aquí, es nuestro suicidio tenerte con nosotros aparentando normalidad a una bestia... —lo dijo, con un dolor palpitante, con las mismas ganas que tuvo de decir: "no es verdad", aunque era lo contrario, lo era, y no podía seguir mintiendo.

—Es una adulta y por tanto ya debe comprender que las decisiones se deben aceptar sin más, no tenemos que tolerar los berrinches por ningún motivo y menos por este. Minaliel acata la orden. —Interrumpe la consejera de Layrus que apenas entra en la estancia, no puede evitar entrometerse. Ignora a su hurón juguetear con su cabello ensortijado, este se ubica en su cuello como bufanda gris con una pluma de cola y emite un sonido inaudible a los oídos de su madre, que ahora solo mira a Minaliel rompiéndose en pedazos ante la noticia.

—Correcto. —Lo ve tan calmado que toma impulso para atacarlo con palabras, sin embargo al segundo paso ante la mano de su jefe pidiéndole claramente que no fuera a realizar nada.

—Layrus... —murmura a penas en un sonido inaudible, dejando ver llorando, derramando riachuelos ante sus mejillas pálidas que bajan lentamente rosando su rostro con cierta calidez. Su nariz esta helada y roja, sus pestañas mojadas, su vista es nublosa, sus cejas se acercan dejando ver su rostro suplicando no irse como un último intento.

—Lo siento por decirlo de esta manera... Te vas y olvídate que creciste aquí, ya no eres uno de nosotros, ahora tu compañía es la del bosque, si es que no te matan cuando entres a él.

Su rostro se torna inexpresivo y decepcionado. Los mira una última vez sin dejar mostrar emoción alguna, jala la puerta con suavidad y se marcha dejando sus huellas en la nieve dejar marcar de su despedida con la puerta abierta, dejando su familia atrás. Y es ahí mientras camina en la nieve con copos cayéndole con la misma brisa arropándola que llora acelerando su paso, ya no quiere volver a su tierra, a lo que un día fue su hogar.

—Los elfos la podrían aceptar. —La cola de su hijo acaricia su hombro, siente la calidez de su cola moverse suavemente tranquilizándola. Ella tiene un tono gris claro que contrastan con el rojo irritado de sus escleróticas.

—Fue lo mejor —lo dice Layrus temiendo a nunca más verla.

—Me sorprendes, pensé que irías tras ella para ayudarla. —Toma el descaro de estar frente a él, mirándolo.

Silencio.

—Su raza es despreciable.

—¿Y ella? ¿Ella lo es? —indaga con la frente unida a la de él, acercándose a sus labios.

—Ella fue lo mejor que me pudo haber pasado.

La recuerda como en la madrugada cuando salía el sol, en el tiempo donde su pasatiempo era escaparse de su mundo de bondad, donde disfrutaba el sufrimiento ajeno. Y fue en ese tiempo que la vio por primera vez tan dura, fría y distinta, porque no creyó ver lo que sus ojos veían, una mujer recargada en una roca sin ninguna relevancia. Era extraña a la vez que entretenido verla siendo atacada por arpías que le producían cortadas que ella aprovechaba con magia sangrienta para poder aferrarse al suelo.

La magia sangrienta poco conocía, no se destacaba ya que cualquiera podía realizar hechizos sin necesidad de sufrir daños, sin la necesidad de la sangre. Ella por once días estuvo bañada en sangre, siempre rígida, haciéndole crecer un miedo a su deseo de ver el dolor.

Fue en unas de sus tantas visitas, no recuerda la fecha exacta solo que en está ocasión no disfrutaba verla, estaba harto de verla tan inútil. Sintió fue desprecio por las criaturas que no dejaban de acosarla, no entendía por qué lo hacían, la razón de que no gritara pidiendo ayuda lo molesto más. Sólo quería que gritara para sentir la necesidad de llamar a cualquiera, cualquiera que le parara el sufrimiento, porque la vio sufrimiento en su mirar, no era una mirada sin expresión, era una con temor.

La media tarde se acercaba en una fecha perdida, y aún no pedía ayuda, sólo fue por instinto que pidió que le sucediera algo con la simple intención de saber si disfrutaría verla retorcerse del dolor o haría otra acción. Aún no sabía en su cabeza cómo cambiaria tanto desde que lo hizo.

Las arpías son conocidas como ladronas, asesinas, seductoras, entes alados, demonios con la capacidad de disfrazarse.

Otoño fue la fecha.

Por una venda que cargaba ella en sus ojos, que por cierto ella no había llevado antes, no creyó capaz que una arpía se le acercara con el propósito de sorprenderla detrás suya posada encima de la roca, ya que considero ese sitio como una protección. Segundos antes a cualquier reacción de la arpía él salió corriendo en busca de ayuda gritando y arrepintiéndose de su ser infame espectador.

Luego desconocía que le había ocurrido, no sabía nada acerca de ella, ni siquiera que la habían encontrado sola caminando sin sentido, cayendo a cada segundo por las secuelas de sus hechizos. Temió por sus acciones porque dejo que todo avanzara sin hacer nada, y eso no es lo que hacen los sacerdotes.

Al pasar de las horas la reconoció como la silueta pintada de rojo, le recordaba a una tinta, y es que confundía su piel con el color. Y no dejo de pensar en la tinta roja, ella era como una, le había marcado, y con el color más intenso y profundo, la vida misma era el rojo, la sangre era su vestido y no había quién le quedará mejor. Sintió una necesidad de verla que para él era interpretado como atracción.

Avecinándose unos segundos a la noche, a tan solo la caída del sol no predico que la puerta sonaría lento y pausado en su cuarto, y menos que la dama de tinta aparecería al otro lado con una sonrisa, él desconocía que ella conocía a su observador, que tan solo con su presencia se sentiría tan inconsciente de que el toque extraño de sus ojos era un azul... Que al verla sintiera como su mirada le traía inseguridad, aunque sea poca. No creyó haberse enamorado, y es que era una sensación, porque sólo era atracción.




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