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Abrí los ojos con gran esfuerzo. No recordaba haberme sentido tan cansado en toda mi vida y, sin embargo, una sensación imposible de definir con palabras inundaba mi cuerpo alejando al momento cualquier rastro de cansancio. No tardé en identificar su origen: el cálido cuerpo de Sereia abrazado a mí, nuestras piernas entrelazadas, su mejilla reposando sobre mi pecho y su respiración calmada chocando contra mi piel.
Sonreí sin apenas ser consciente de ello y con mis dedos aparté un mechón que ocultaba parte de su rostro.
«No fue un sueño...»
Así era, la noche más maravillosa de mi existencia no había sido un sueño. Había sido real, lo más real que me había pasado en la vida.
Mi sonrisa creció más aún y no pude controlar el impulso de acercarme a su boca para besar sus labios otra vez, como si el millón de besos de la noche anterior no existieran y no tuviera ya su sabor impreso en mis propios labios.
Fue apenas un roce, pero lo suficiente como para despertarla. Sus ojos se abrieron a la luz de un nuevo día y una preciosa sonrisa se dibujó en sus labios cuando cruzó su mirada adormilada con la mía.
Volví a besarla, esta vez sin reprimirme, mordisqueando sus labios y jugando con su lengua. Sereia rodeó mi cuello con sus brazos y se entregó al beso con total abandono. Aproveché para girarme de modo que ella quedara aprisionada entre la arena y mi cuerpo. Interrumpí el beso, prácticamente sin aliento y, a escasos dos milímetros de su boca y notando cómo se mezclaban nuestras respiraciones entrecortadas, conseguí decir:
—Hola... —Su sonrisa se hizo más grande y, sin temor a equivocarme, podría jurar que esa era su curva más bonita.
La besé una última vez, notándola sonreír contra mi boca, y me levanté para tenderle mi mano y ayudarla a incorporarse también. Estando ya los dos en pie, no pude evitar envolverla en un un fuerte abrazo. Todavía no era capaz de creer que aquello en verdad estuviera pasando; ni en mis sueños más locos habría llegado a imaginar que algo así pudiera sucederme.
Desde mi posición, con mi rostro enterrado en la curva de su cuello, alcé la vista en dirección al mar; su tranquila superficie, reflejo del cielo sin nubes. Como si de una explosión se tratase, una idea estalló en mi mente y me propuse ejecutarla de inmediato.
Me aparté de ella apenas lo justo para poner en marcha mi plan. Pasé un brazo alrededor de su cintura, otro tras sus rodillas y la elevé del suelo. Un jadeo sorprendido y sus ojos muy abiertos fueron su reacción ante mi gesto.
Yo intenté tranquilizarla con una sonrisa, pero cuando vio que comenzaba a caminar hacia la orilla —pues mi intención era meterme al agua con ella, como había querido hacer cuando insinuó que quería tomar un baño—, comenzó a revolverse entre mis brazos y a patalear frenéticamente.
Su reacción se me figuró desproporcionada y me dejó algo descolocado. No obstante, no detuve mi avance. Seguí aproximándome al límite que las suaves olas alcanzaban.
Ya el agua me cubría las rodillas. Los brazos de Sereia parecían incrustados a mi cuello, se aferraban a él con una fuerza extraordinaria. Todo su cuerpo parecía estar en tensión y, al mismo tiempo, queriendo menguar su tamaño, encogiéndose como si temiera entrar en contacto con el agua. Sus facciones reflejaban una angustia y un pavor infinitos, nada que ver con su anterior alegría. Yo no comprendía nada.
—¿Qué pasa, Sereia? ¿Tienes miedo al agua? —Me atreví a preguntar. Ella afirmó repetidas veces, sin que aquella expresión aterrorizada abandonara su rostro.
Súbitamente recordé una de mis hipótesis iniciales al hallarla inconsciente en la playa: que tal vez viajaba a bordo de un navío que naufragó durante la infernal noche de tormenta. Esa podría ser una explicación plausible para justificar su terror al líquido elemento; aunque seguía siendo un motivo irracional, pues apenas estábamos a unos metros de la orilla y la profundidad era escasa en aquel punto.
—No temas —dije para calmarla—. Estás conmigo, no va a pasarte nada... —Ella continuó negando con ahínco al tiempo que sus ojos comenzaban a humedecerse. Iba a llorar y mi corazón quedaría destrozado si eso sucedía.
Incliné mi rostro hasta dar con sus labios y con suaves caricias la fui reconfortando. Ella emitió un suspiro resignado y correspondió al beso mientras las lágrimas caían del balcón de su mirada y mojaban sus mejillas.
Sin deshacer nuestra unión, avancé unos cuantos pasos, internándonos más en el mar, hasta que las cristalinas aguas envolvieron su piel.
Su liviano peso pareció aumentar toneladas entre mis brazos, pues de golpe me vi empujado hacia abajo, provocando que mi espalda se encorvara.
Sorprendido, rompí nuestro beso y dirigí mi confusa mirada hacia su rostro acongojado. Quedé cautivo en las lágrimas atrapadas entre sus pestañas, las cuales hacían refulgir sus iris azules como si de brillantes zafiros se tratara.
Mi corazón golpeaba con gran fuerza en mi pecho, podía sentir cada latido resonando en mis tímpanos, pero eso no impidió que escuchara las palabras que escaparon de entre sus labios en medio de un sollozo:
—No debiste hacerlo, Jung...
No fui capaz de asimilar lo que me decía, la conmoción por escuchar su voz no me lo permitía. Aquello no podía estar sucediendo, ¡ella no podía hablar! Eso fue lo que me hizo creer el día anterior, ¿por qué Sereia quiso que pensara que era muda, por qué no quería que oyera su voz?
Su voz... La más asombrosa melodía jamás compuesta, hizo estremecer cada fibra de mi ser y provocó que mi alborotado corazón saltara de júbilo al oírla pronunciar mi nombre.
Justo un segundo después de experimentar una de las mayores alegrías de mi vida, sentí derrumbarse aquel castillo de efímera felicidad cuando mi mirada fue a parar a las piernas de Sereia; mejor dicho, al lugar que hasta hacía un momento ocupaban sus piernas, pues ya no quedaba el menor rastro de ellas. De algún modo que mi ofuscada mente no llegaba a comprender, sus piernas se habían convertido en aquel atributo que mi madre solía describir en sus cuentos: una cola de sirena.
De una forma similar a la de los peces con los que me ganaba el sustento, pero recubierta por escamas de brillantes colores cuyo nombre yo ignoraba, pues para definirlos no bastaba con decir que eran azules, dorados, plateados... Mi lengua jamás aprendería el nombre exacto de aquellos magníficos tonos que resplandecían bajo las primeras luces del día. Aquellas coloridas láminas iban desde la que sería la aleta caudal hasta sus caderas, salpicando levemente la piel de su cintura.
Mis ojos, desencajados por el asombro, volaron a su rostro de nuevo. No, no, no era posible que aquello estuviera pasando... pero su mirada vidriosa era el indicio de que, efectivamente, aquello estaba ocurriendo y no era fruto de mi imaginación.
Ella era una sirena.
Y si los relatos de mi madre eran ciertos —como habían resultado serlo aquellos fragmentos sobre la existencia de las sirenas—, eso querría decir que los supuestos designios de caprichosos seres divinos nos impedirían a Sereia y a mí estar juntos. Así era, pues los voluntariosos dioses parecían aborrecer la idea de que fueran sus criaturas y no ellos mismos quienes crearan nuevas formas de vida, las cuales recibían como herencia la inmortalidad que en un principio solo se concedió a los ángeles, sus vástagos predilectos.
Pero, si por un casual, nuestra relación hubiera escapado a la percepción divina, fue la misma Sereia quien se encargó de romperla. No solo de un modo figurado sino también literal, pues de un empujón, impropiamente fuerte para su contextura, me echó hacia atrás provocando que trastabillara y ella quedara libre de la opresión de mis brazos en torno a su cintura y su... cola. ¡Por todos los dioses! Todavía no asimilaba su condición, mi cerebro se resistía a aceptar la realidad.
Su empujón había conseguido que mis pies terminaran enredándose, haciéndome caer y provocando que mi cuerpo se sumergiera los segundos necesarios para que ella pudiera internarse en las cristalinas aguas y tomar un gran impulso con el fin de irse nadando.
Yo emergía del agua, con la vista borrosa, pero logré ver su silueta alejarse velozmente, desvaneciéndose con rapidez al perderse en lontananza donde mi vista no alcanzaba a contemplar. Sentí a la perfección cómo algo explotaba dentro de mí, instándome a ir tras ella... aunque fuera consciente de que no podría atraparla.
No obstante, empecé a nadar en la dirección que ella había tomado, zambulléndome una y otra vez, avanzando tanto como mis brazos me permitían.
Pero llegó el momento en que me vi solo, rodeado completamente por las profundas aguas, sin distinguir nada que no fuera aquel infinito manto azul.
Caí presa del pánico, una honda desesperación se apoderó de mí y grité.
—¡No!
Grité por la impotencia que corroía mis entrañas.
—¡¡NO!!
Grité por el indescriptible dolor que me producía perder a Sereia y pensar que no volvería a verla.
—¡¡¡NOOOOOO!!!
Grité hasta que mi voz, rota por el llanto, desapareció en el eterno silencio que el mar me dio como respuesta.
Y ese grito, que hizo jirones mi garganta y mi alma, liberó aquello que había estado oculto en mí durante toda mi existencia. Una esencia que desconocía y que trajo a la luz las verdades que habían permanecido veladas toda mi vida.
Todo eso lo descubrió mi atormentada mente cuando dos descomunales alas brotaron de mi espalda, desgarrando mi piel y ensangrentando la blancura de esas plumas que rápidamente se tiñeron de carmesí.
Proferí otro alarido, en esta ocasión por el brutal dolor físico, y, sin saber lo que estaba haciendo, alcé el vuelo escapando de las aguas que comenzaron a agitarse por el fuerte viento que se había desencadenado de pronto. Luché contra las corrientes de aire, tan turbulentas como el mismo mar, pero terminé inmerso en una tormenta más colosal incluso que la que existía dentro de mí en aquel momento. Los relámpagos me cegaban, la lluvia golpeaba mi piel sin piedad, mezclándose con mis lágrimas y con la sangre que corría por mi espalda, quemándome con su contacto.
Y, aunque la naturaleza entera parecía querer acabar conmigo, yo no sentía ni una milésima parte del terror que me producía el incierto futuro que me deparaba una vida en la que Sereia no estaría junto a mí.
La tormenta cesó, como lo hizo la anterior, para dar paso a la calma, pero el dolor que me atormenta desde aquel día no ha remitido en absoluto.
Me duele ver cómo la realidad se ha impuesto a esas mentiras que siempre fueron verdades para mí: mis orígenes no son los que yo creía, la mujer a la que llamaba mamá no fue quien me dio la vida.
Ella me educó y cuidó hasta que falleció, pero no fue su vientre el que me acogió sino el de una criatura que hasta no hace mucho yo pensaba que solo existía en sus cuentos: una sirena alada.
Mi madre, a la que siempre consideraré como tal, me encontró siendo un bebé, posiblemente en esta misma playa, y me crió como si fuera sangre de su sangre. Creo que en el fondo era una sospecha arraigada en mi subconsciente y debería haber intuido esto hace mucho tiempo: ella era ya una anciana cuando yo apenas era un niño y, además de la avanzada edad, estaba el fuerte contraste de nuestras pieles, si bien mi tono de piel podría haber sido el de un padre del que nunca supe nada.
Pero aparte de esto, lo que más me duele es ella, Sereia. No comprenderla, no entender por qué apareció en mi vida para ponerla patas arriba es algo que me está matando. ¿Por qué prendió fuego a mi corazón para luego llevarse las cenizas con ella?
Cada día surco los cielos en su búsqueda, me interno en el mar con la esperanza de encontrarla, grito a la nada en busca de respuestas. Noche tras noche sueño con ella, el olor de su piel impregnado en mis sábanas no me permite alejarla de mi pensamiento incluso estando dormido, su aroma me impide plantearme siquiera la posibilidad de que todo lo que viví con ella hubiera sido únicamente producto de mi imaginación.
Pasa el tiempo sin yo ser consciente de cuántas veces la luna ha desaparecido del firmamento desde que vi su silueta perderse bajo el mar.
Pasa el tiempo y se desvanece cada vez más la esperanza de hallarla, de verla otra vez e interrogarla con un millón de porqués.
Se desvanece la esperanza al igual que el brillo de las estrellas se apaga cuando un nuevo día amanece y yo, tirado sobre la arena de esta solitaria playa, me pregunto:
—¿Dónde estás?
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