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Nada de lo que me había pasado aquel día parecía real... pero lo era. Y también era maravillosamente real el tacto de los dedos de Sereia sobre mi pecho, aún por encima de la tela de la camisa que llevaba y que me estorbaba como ninguna prenda lo había hecho jamás.
Su toque, delicado como el vuelo de una mariposa, lograba enfebrecer mi piel hasta conseguir que cada poro clamara por estar en contacto directo con ella, sin ninguna barrera que me impidiera sentirla plenamente. Sereia accedió a mi petición sin necesidad de formularla: desabrochó la hilera de botones con movimientos ligeramente torpes, sin despegar ni un segundo sus ojos de los míos haciendo que me perdiera en el océano de pasión que eran sus orbes azules. Me quitó la camisa y dejó que cayera a la arena junto a la que ella se había quitado hacía solo un momento.
Deslizó sus manos por mi torso desnudo creando con sus dedos un millón de lenguas de fuego que abrasaban mi piel a su paso y que no hacían sino alimentar la hoguera que ardía en mi interior, la cual ya no pude controlar por más tiempo pues me estaba consumiendo y quería que ella ardiera conmigo, dejarnos devorar juntos por el fuego de la pasión. Y eso fue lo que hice yo: devorarla.
La atraje hacia mí, ciñendo fuertemente su cintura con mis brazos, pegando cada pulgada de su esbelto cuerpo al mío sin dejar un solo resquicio libre entre los dos. Me sentí a las puertas del paraíso solo con poder notar su suave piel pegada a la mía, el latido de su corazón tan desbocado como el mío y, sin duda alguna, accedí a ese divino lugar vetado a los hombres cuando al fin besé sus labios.
Tomé su boca en un beso desesperado en el que liberé todo lo que a duras penas había logrado contener hasta entonces. Exploré su interior con lasciva urgencia cuando mi lengua consiguió traspasar la barrera de sus labios y se unió a la suya en un íntimo y primitivo baile en el que nuestros alientos se confundieron y su sabor hizo que se me nublara la razón.
Sus manos fueron a parar a mi nuca, sus delgados dedos se enredaron en los mechones que allí había, tirando hacia ella, haciendo el beso más profundo de lo que ya era. Ese gesto de su parte me enloqueció por completo.
Mi boca, ansiosa y sedienta de sus besos, le exigía cada vez más intensidad, más entrega, más... todo a sus labios y a su lengua que respondían a mi demanda con idéntico furor y abandono. Y ya no pude aguantar más. Los embriagadores besos de Sereia no bastaban para saciar mi sed de ella, necesitaba mucho más y al mismo tiempo intuía que nunca tendría suficiente.
Dejé que mis manos vagaran hasta llegar a sus cremosos muslos dejando atrás sus tentadoras caderas. Con suma facilidad, la alcé hasta que sus piernas quedaron enredadas en mi cintura, su caliente centro presionándose contra el bulto de mis pantalones que pedía a gritos ser liberado. Mis propias piernas flaquearon al notar esa irresistible calidez.
Un gemido escapó de mi garganta y se perdió en nuestro beso mientras mis rodillas se doblaban y caía en la arena con el cuerpo de Sereia abrazado a mí, presa de mis manos que no perdían ni por una décima de segundo la oportunidad de acariciar su espalda y sus redondeadas nalgas, maravillándose con la tersa suavidad de su piel.
Ni siquiera parecía necesitar aire pues apenas recordaba haber despegado nuestros labios durante todo aquel tiempo para llevar oxígeno a mis pulmones. No, no necesitaba respirar; al menos no con la descarnada intensidad con la que necesitaba el sabor de su boca o la piel de su cuello, que besé con vehemencia cuando al fin me alejé de sus labios.
Con esos besos, con la cálida y cadenciosa caricia de mi lengua sobre su sensible piel, logré que el cuerpo de Sereia se estremeciera entre mis brazos y que de su boca escaparan varios gemidos que sonaron a música celestial en mis oídos.
Seguí descendiendo por la curva de su cuello, dejando un rastro de húmedas caricias que me condujo hasta sus pechos, hasta las fruncidas cimas que coronaban aquellas colinas que como el más avezado alpinista escalé con ayuda de un sinfín de besos. No sentía temor a caer durante aquella placentera escalada... pues ya había caído a aquel abismo de pasión, arrastrado por sus ojos, y no tenía intención de salir de allí. Lo único que quería era sumergirme aún más en las brumas del deseo, hundirme en un mar de lujuria... y en ella.
No había deseado nunca algo tan intensamente pero estaba refrenando ese desaforado deseo, prolongando la espera todo lo posible pues quería enardecerla hasta volverla loca de placer. Quería disfrutar más tiempo de la maravillosa sensación de sostener su cuerpo desnudo entre mis brazos. Quería que todos mis sentidos siguieran dándose un festín con ella, con su sabor, su olor, el tacto de su piel, el hipnótico sonido de sus suspiros y jadeos y la onírica visión representada por sus rosados pezones, que me incitaban a continuar prodigándoles esa dulce tortura con mi lengua y mis dientes hasta quedar convertidos en fuentes de increíble placer.
Prosiguió mi boca paseándose por su piel de alabastro, abandonando sus pechos para proceder a explorar el resto de su cuerpo, el cual fui inclinando hasta que parte de él quedó sobre la arena, aún tibia por los rayos del sol, y el resto, sobre las camisas que allí habían quedado olvidadas. De igual modo descendí yo, quedando el cuerpo de Sereia atrapado bajo el mío.
Me separé lo justo para poder observarla: sus labios levemente hinchados por la fiereza de nuestros besos, su mirada turbia de deseo, su respiración agitada y cada poro de su piel vibrando por estar de nuevo en contacto con la mía.
No prolongué su espera por más tiempo. Tampoco la mía.
Acerqué otra vez mi rostro al suyo para atrapar sus labios en un beso intenso y fugaz que con gran esfuerzo interrumpí para poder seguir saboreando su cuerpo.
Recorrí nuevamente el mismo sendero que ya había trazado por su cuello y su clavícula, atravesé el valle que formaban sus senos y seguí deslizando mi boca por su vientre, trazando círculos con mi lengua inquisidora que me acercaban cada vez más al centro de su placer. Sereia se retorcía y contoneaba bajo mi cuerpo, impaciente y excitada; aquella gloriosa humedad entre sus muslos así lo indicaba.
Afiancé sus caderas con mis manos y tomé su sexo con mi boca. El gemido atormentado que escapó de su garganta me provocó un estremecimiento que recorrió mi columna y me hizo intensificar los envites de mi lengua. Los dedos de Sereia, enredados en mi pelo, ejercían presión sobre mi cabeza para acercarme más a ella igual que ya hizo antes... cuando besaba sus otros labios.
Exploré cada pliegue y cada recóndito resquicio, acentuando las caricias de mi lengua en aquel punto que la hacía convulsionar de placer. Mientras, yo me emborrachaba con su sabor y el néctar de su pasión.
La sentí romperse en mil pedazos, su espalda arqueada elevando sus senos, sus labios abiertos en un mudo grito. Y supe que ya había llegado el momento de saciar mi propio deseo, uniéndolo al suyo para provocar así una explosión aún mayor que la que Sereia acababa de experimentar contra mis labios.
Me incorporé para poder deshacerme de mis pantalones y de una vez liberar mi miembro de su confinamiento, aquella enhiesta e insolente muestra de mi excitación y mis ganas de fundirme en Sereia hasta ser solo uno con ella.
Volví junto a ella, cubriendo su cuerpo con el mío como había deseado hacer cuando aquella mañana la encontré en la playa, desnuda y tiritando de frío.
Coloqué la cabeza de mi erección en su ardiente entrada y, de una embestida lenta y profunda, me adentré en ella. Acallé con mi boca el grito entrecortado que profirió ante mi invasión y me estremecí ante el roce de su lengua buscando la mía.
Volando.
Así me sentí al notar su calidez rodeándome por completo. Como si me hubiesen dotado de alas para ser capaz de volar.
Tras concederle un momento para acostumbrarse a mi longitud enterrada en su carne, comencé a moverme. Primero, con lentitud, sintiendo cómo su cuerpo vibraba y se abría a mí ante cada nueva acometida. Luego, poco a poco, incrementando la velocidad e intensidad de las mismas hasta terminar envuelto en una frenética espiral de jadeos, los míos y los de Sereia, que encajaban en perfecta armonía con el compás marcado por el balanceo de nuestras caderas.
El descontrol y la locura se apoderaron de mí cuando Sereia rodeó con sus piernas mi cintura y arañó mi espalda con sus uñas, marcándome a fuego la piel y desatando la furiosa vehemencia encerrada en mí. Se tornaron mis embestidas más fuertes, más profundas, cada vez más y más y más hasta que sentí las paredes de Sereia contraerse a mi alrededor.
Un semental desbocado no podría llegar a compararse con la avalancha de ardiente lava que se desencadenó dentro de mí, prendiendo mi torrente sanguíneo y cada fibra de mi ser. Una fuerza arrolladora por la que me dejé arrastrar, vertiendo mi esencia en su cálido y vibrante interior, entre agónicos espasmos del más glorioso éxtasis que jamás hubiera conocido.
Regresó mi cuerpo del paraíso, quién sabe si un instante o una eternidad después, y me encontré con las azules profundidades de Sereia buscando mis pupilas. Cuando nuestras miradas conectaron, supe con asombrosa certeza que quería tenerla siempre así, que no quería abandonar nunca esos brazos ni esa piel donde había aprendido lo que era el verdadero placer.
Sus deliciosos labios buscaron por enésima vez mi boca y se amoldaron a ella, persuadiéndome con dulces besos a seguir gozando, a dejar de pensar en lo que el futuro pudiera depararnos.
Sus suaves manos, posadas en mis hombros, se fueron desplazando para abarcar una mayor extensión de piel, impartiendo caricias sin descanso. Daba la impresión de que sus dedos querían trazar sobre mi piel un mapa invisible, descubrir senderos ocultos entre los lunares de mi espalda.
Su boca... Sus manos... Su piel... hicieron que desterrara de mi mente todo excepto el aquí y el ahora. No pensé más que en nosotros dos haciendo el amor bajo la atenta mirada de cientos de estrellas cuyo brillo fue, con el paso del tiempo, difuminándose del firmamento... no como la pasión que nos envolvía, cuya llama resurgió una y otra vez, más intensa en cada ocasión, hasta consumirnos en un infierno de placer.
Nunca fui tan dichoso como aquella noche en la que incontables veces rogué al cielo que atrasara la llegada del alba.
Por desgracia, junto al nuevo día y los primeros rayos de sol, también se desvaneció esa dicha que había hecho latir a mi corazón con más fuerza que nunca.
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