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Sus ojos, tras un leve aleteo de pestañas, se abrieron de golpe, tan desmesuradamente que parecían querer escapar de sus órbitas.
Estaba confusa y asustada; no había que ser un excelente observador para captar eso pues llevaba el miedo pintado en su bello rostro y en sus pupilas que se posaban por una fugaz fracción de segundo en cada palmo de la estancia hasta reparar al fin en mí.
Su blanca piel palideció cuando nuestras miradas conectaron provocándome una sensación de vacío en el estómago al pensar que la muchacha sentía temor por mí. Se la veía desorientada, tal vez pensaba que yo le había hecho algo malo. Tenía que calmarla y alejar esas infundadas elucubraciones de su mente.
—Tranquila —dije con el tono de voz más suave que pude articular—, no voy a hacerte daño. Te encontré en la playa y te traje aquí para cuidarte, no tienes nada que temer...
No continúe hablando porque apenas parecía prestarme atención. Al parecer para ella era primordial palpar su cuerpo en busca de... quién sabe qué querría comprobar con su exploración. Tal vez buscaba heridas en sus piernas, que contempló con ojos desorbitados al descubrirlas bajo la manta —yo tragué saliva al ver nuevamente su piel expuesta—, o puede que se extrañara por verse vestida con una prenda ajena, es decir, la camisa con la que la cubrí.
No pudiendo soportar por más tiempo su mutismo, hablé de nuevo:
—Escucha... —Esta vez mi voz sí logró captar la atención de la muchacha, pues dirigió su mirada hacia mí haciéndome perder el hilo de mis pensamientos al perderme yo mismo en las azuladas profundidades que eran sus ojos—. Quiero ayudarte pero no sé cómo hacerlo —dije una vez que pude continuar—. ¿Recuerdas cómo llegaste a la playa? ¿Qué pasó anoche para que hayas aparecido... así?
Di gracias por haber mantenido la palabra "desnuda" dentro de mi boca; quería pensar lo menos posible en el hecho de que ella estaba vestida únicamente con una de mis camisas y se encontraba recostada sobre mi cama, el lugar ideal para consumar la pasión que estaba consumiendo mi ser en una lenta y tortuosa agonía.
Ella no respondió a mis preguntas, sus labios se mantuvieron cerrados sin pronunciar un solo sonido mientras sus ojos seguían fijos en mí, aunque al menos parecían no mirarme ya con temor.
—¿Entiendes lo que estoy diciendo? —Puede que procediera de tierras lejanas y por eso no comprendía mi idioma. Ella asintió con lentitud, de un modo casi imperceptible; no obstante, continuó callada. No soportaba aquel silencio de su parte, ansiaba escuchar de una vez su voz, necesitaba oírla, saber si era tan maravillosa como la imaginaba.
—Mi nombre es Jung, ¿y el tuyo? —Tal vez con una pregunta sencilla sí lograba obtener una respuesta pues lo más normal era que ella se sintiera abrumada al intentar recordar las circunstancias que la habían llevado a acabar desnuda en medio de la playa.
Tampoco respondió en esa ocasión a pesar de hacer el amago de despegar los labios para pronunciar algo. Lo que hizo en cambio fue llevar una de sus manos a su cuello y acariciar con sus dedos la piel de su garganta con lo que mi mente creó de inmediato la imagen de mis labios recorriendo esa zona.
El movimiento de su cabeza de un lado al otro me hizo abandonar ese pensamiento. Estaba diciendo que no a algo, ¿acaso censuraba lo que acababa de fantasear? No, imposible, debía ser otra cosa. Como un rayo, la respuesta se abrió paso en mi mente.
—No puedes hablar... —dije y ella asintió con un nuevo y delicado movimiento de cabeza.
La muchacha no era capaz de hablar. Así sería imposible saber nada sobre ella o sobre cómo había llegado hasta allí. Sentí un nudo de impotencia en mi estómago ante aquel descubrimiento y casi no me percaté de que se estaba incorporando sobre el colchón y miraba algo detrás de mí con una expresión difícil de definir.
Dirigí mi mirada a aquel punto que ella observaba: la ventana de la cabaña, desde donde podía verse una magnífica vista del ocaso tiñendo el mar de tonos anaranjados. Luego volví mis ojos a ella y contemplé el anhelo encerrado en su mirada. Supe sin lugar a dudas que sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de ver cumplido el deseo que se veía en sus preciosos ojos azules y por ese motivo me aventuré a formular una pregunta:
—¿Quieres salir? ¿Ir hasta la orilla? —Ella, al oírme, se giró con rapidez para poder mirarme directamente. Asintió con efusividad pero sin que ninguna emoción trasluciese en su rostro—. ¿Puedes caminar sola o necesitas mi ayuda? —pregunté al ver que hacía ademán de bajar las piernas de la cama. Como cabía esperar, no obtuve respuesta de su parte, así que me limité a observar cómo sus delicados pies entraban en contacto con el suelo de madera y luego ella se erguía hasta quedar de pie.
Por suerte o por desgracia, no supe escoger en aquel momento, mi camisa le quedaba lo suficientemente grande como para cubrir su cuerpo dejando gran parte de sus piernas a la vista pero ocultando aquella parte de su anatomía que todo mi ser clamaba por conocer.
Con pasos indecisos, casi como si sus piernas no recordaran lo que debían hacer para caminar, se fue desplazando hacia la puerta de la cabaña, apoyándose en todo momento en la pared como si temiera caer. Yo fui también hasta la puerta, manteniéndome solo unos pasos detrás de ella.
De un ligero empujón, abrió la puerta y dejó que sus pies entraran en contacto con la arena; pareció gustarle la sensación de sentirla entre los dedos, pues las comisuras de sus labios hicieron el amago de elevarse para crear una leve sonrisa. Prosiguió su avance por la playa con pasos vacilantes. Yo no perdía detalle de ninguno de sus movimientos pues para mis ojos habría sido imposible dejar de observarla siquiera un instante.
No sabía cómo lo había logrado pero aquella joven me tenía hechizado con su mera presencia, con su despampanante belleza, con sus brillantes ojos azules en los que no me hubiera importado lo más mínimo morir ahogado.
Llegó hasta la orilla pero no hizo el intento de entrar en contacto con el agua. Simplemente se quedó ahí, quieta, mirando el suave oscilar de la superficie del mar por varios minutos. Yo no me atreví a importunar el estado de calma en el que se encontraba, consideré un sacrilegio romper el silencio que acompañaba aquel hermoso atardecer repleto de tonos rojizos y ocres, por lo que yo también me mantuve callado, admirando la puesta de sol y la silueta de la joven recortada sobre tan magnífica estampa.
Con gran delicadeza se dejó caer sobre la arena para deslizar luego sus dedos por ella creando así sinuosos surcos. Cada uno de sus gestos me tenía hipnotizado y por ello no me di cuenta sino unos segundos después de que me estaba mirando y haciendo señas para que me acercara. Así lo hice y al hacerlo pude ver que en la arena había una serie de trazos que formaban una palabra: SEREIA
Ella, sin apartar la vista de mí, se señaló a sí misma.
—¿Ese es tu nombre? ¿Sereia? —pregunté saboreando el suspiro con el que su nombre fue pronunciado por mis labios. Ella asintió y luego dirigió nuevamente su mirada hacia el mar. Un rato después, me miró e hizo un gesto con la cabeza hacia la cabaña.
—¿Quieres regresar? —Ella negó; probé con otra pregunta—. ¿Quieres que me vaya? —Esta vez su respuesta fue afirmativa—. ¿Por qué?
Miró otra vez al agua y mediante gestos entendí que lo que quería era darse un baño.
Mi boca quedó repentinamente seca al imaginar su cuerpo desnudo mojado por el agua salada y mis piernas tuvieron que hacer un tremendo esfuerzo para sostenerme. La fuerza de mi deseo quedó reducida a cenizas ante su intensa mirada azul, la cual me obligó a cumplir su muda orden y regresar a la cabaña para darle privacidad por más que yo quisiera permanecer en la playa junto a ella o, mejor aún, en el agua.
El tiempo transcurrió de un modo insoportablemente lento mientras estuve encerrado en los confines de mi cabaña. O esa fue al menos mi impresión pues apenas parecieron producirse cambios en la tonalidad del firmamento que observaba a través de la ventana.
No soporté más ese encierro y decidí salir de allí en contra de lo que la decencia y el sentido común me dictaban. Recorrí la distancia que separaba mi cabaña de la orilla sin pensar en nada, sin hilvanar ningún pensamiento coherente que no tuviera relación con mis inmensas ganas de estar de nuevo con Sereia. No importaba que hubieran pasado solo unos pocos minutos, yo ya quería verla otra vez.
Solo unos pasos me separaban de mi destino cuando me detuve en seco sin poder creer por segunda vez en aquel día lo que mis ojos veían: Sereia estaba dejando resbalar mi camisa por sus hombros, dejándolos al descubierto.
¿Aún no se había desnudado ni tomado el baño que quería? ¿Tan poco tiempo había pasado? ¿Estaría comenzando a enloquecer por su causa y por ello me había enajenado al punto de perder la noción del tiempo? Ni siquiera supe cómo era capaz de pensar en un momento así pues estaba convencido de que cualquier reducto de racionalidad que pudiera quedar en mi cuerpo había desaparecido cuando la prenda dejó de cubrir su arqueada espalda.
Algún sonido debió escapar de mi garganta pues Sereia se giró en mi dirección y yo me sentí morir al ver sus pechos apenas cubiertos por sus doradas guedejas. La brisa marina provocó que parte de su cabello terminara ocultando su boca privándome de la visión de sus apetitosos labios.
Nuestras miradas conectaron mientras ella apartaba los mechones de su rostro al tiempo que dejaba caer finalmente la camisa sobre la arena, quedando expuesto por completo para mí ese cuerpo de inefable belleza, de una hermosura que no podía ser descrita con palabras.
No fui capaz ni de tragar saliva ante esa visión, mucho menos cuando Sereia humedeció sus labios y los entreabrió para pronunciar una palabra que en mi mente retumbó como un eco infinito en una profunda caverna: «Ven»
Y eso hice. Fui hacia ella hasta que únicamente quedó entre nosotros la distancia de un suspiro.
No hicieron falta más palabras, ni por su parte ni por la mía; no fue necesario que nuestras bocas hablaran pues ya lo hacían nuestras miradas cargadas de pasión.
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