Una noche en un bar...
Apuró el contenido del vaso de un solo trago ante los asombrados ojos del cantinero. Azotó el vaso en la sucia madera de la barra y esperó a que el hombre, vestido con una camiseta que alguna vez había sido blanca pero que ahora era una mezcla de gris y amarillo, le volviera a servir.
El fuerte sabor de aquel licor —seguramente destilado en algún sótano húmedo, sucio y mal iluminado— raspó su garganta, pero ella ni se inmutó; después de haber sido obligada a beber del fuego infernal durante quinientos años, aquello no era nada en comparación.
La oscuridad en aquel sucio hoyo en medio del peor barrio de la ciudad era abrumadora y las miradas llenas de pecado que se concentraban en ella parecían desgarrar la pesada gabardina de cuero con la que se había vestido.
"¡Estás loca! ¡No podemos pagar esto!", le había gritado Félix al ver aquella prenda en su cama. "¡Vas a devolverlo en este mismo instante", le ordenó, pero, por supuesto, ella no hizo caso. Félix siempre estaba chillando por el dinero.
Podía sentirlo, pero no podía verlo. Por eso era que los malditos se escondían en esos lugares. El tufo a alcohol, eructos, pedos, la cháchara interminable de los ebrios, la mala música a todo volumen... en verdad extrañaba La Palabra; más que música para sus oídos, era todo el alimento que necesitaba.
Apagó el recuerdo; por mucho que lo deseara, no podía permitirse distracciones... el punto era que aquella cacofonía y la vorágine de sensaciones era lo que les permitía camuflarse, pero no del todo. Sabía que estaba ahí, solo era cuestión de tiempo para que se descubriera a sí mismo. Era casi inevitable, solo necesitaba paciencia y...
—Hola, mamacita —apestaba a alcohol metabolizado y venía saliendo del baño, así que no era una gran hazaña adivinar lo que era aquella gran mancha oscura en su entrepierna —¿por qué tan solita?
—Porque no te me habías acercado, guapo.
Félix se revolvió incómodo dentro de su cabeza, odiaba cuando Debriel hacía cosas como aquella.
El ebrio sonrió, triunfante, al tiempo que se sentaba a su lado y llamaba al cantinero: —Lo que quiera la dama y para mí una Dos Equis. —Arrastraba las palabras y casi se caía intentando sentarse en el diminuto banco. Su grasoso cabello brillaba bajo las lámparas, dejando en claro que llevaba días sin bañarse.
Los tragos llegaron y el ebrio levantó un tarro que, a todas luces, necesitaba una lavada urgente, —¡Salud!
Debriel alzó su vaso y brindó con él, para después apurar el contenido de un solo trago.
—Despacio, mi reina, que no es concurso —reclamó el tipo, hipando.
—Yo pensé que así te gustaba, ponerlas ebrias para luego llevártelas al callejón y abusar de ellas.
Abrió tanto los ojos que parecía que su enorme frente se encogía, azotó la jarra contra la madera y se levantó.
—¡Todas ellas se lo buscaron!
Pudo verlo en sus ojos, las sucias justificaciones, la racionalización de lo imperdonable: "¿para qué se viste así?", "¿para qué me aceptó el trago?", "si no tuviera esas tetas", "¡es que con esas piernas...!", "¿para qué se anda metiendo en estos lugares?".
Pero no era él, era una obvia maniobra de distracción. Con el maldito borracho y su peste tan cerca, todo rastro de su presa había desaparecido por completo.
Pero no pudo evitarlo, la mera presencia de una criatura como aquel pedazo de mierda sentado junto a ella despertó una furia incontrolable en su interior. Nunca había entendido como era que Dios permitía la existencia de criaturas como aquella y luego lo recordó... Dios había abandonado aquel universo, tal vez todos los universos.
Su corto cabello negro se encendió con una luz encegecedora y una mano rápida como un relámpago se proyectó al frente, aferrando al tipo por la garganta; lo levantó como a un muñeco de trapo y lo arrojó hacia la puerta del baño, cinco metros más allá.
La madera reventó, revelando que el cantinero buscaba hacer pasar su enorme cuerpo por la diminuta ventana del baño. Debriel tomó el banco en el que había estado sentada, lo arrancó del piso —al cual había estado asegurado con gruesos tornillos— y lo lanzó contra el maldito ishim que se escapaba.
¡Maldición! Justo en ese momento, el estúpido ebrio consiguió levantarse, el banco lo golpeó brutalmente en la cabeza, matándolo. Félix gritó dentro de su mente, pero ella consiguió hacerlo a un lado, sacarlo de la corriente de sus rápidos pensamientos, que justo estaban procesando la imagen del cantinero mostrando su verdadera figura: no muy alto, delgado, absolutamente desnudo, de piel literalmente blanca como el papel, con un par de alas hechas de fuego y oscuridad al mismo tiempo.
La forma angélica del ishim llenó el ambiente con el penetrante olor a Cielo tan característico de los ángeles de este universo y, al mismo tiempo, le permitió a la criatura atravesar la pared.
Debriel, entendió que jamás podría salir por aquella ventana. Romper el muro era una opción, pero aunque era el que daba al callejón, estaba demasiado cerca de la avenida y no necesitaba llamar tanto la atención; ya era bastante el espectáculo que estaba dando, aunque todo fuera frente a un montón de ebrios a los que nadie les creería si contaban lo que acababan de ver.
Salió corriendo por la única puerta del antro, justo a la avenida y sin pensarlo trepó de un salto al techo en el segundo piso; sin gran esfuerzo, pero, aun así, extrañaba sus alas.
Debriel ya no tuvo gran problema en encontrar al estúpido ishim; aunque estaba en su forma etérea, eso no significaba que pudiera atravesar todas las paredes que quisiera, las leyes del Alfa y Omega eran demasiado estrictas en este universo y ni los más poderosos de los ángeles podían romperlas más de una o dos veces seguidas.
El ishim estaba levantando la tapa de una alcantarilla y si se metía, jamás volvería a encontrarlo. Arrancó una varilla que sobresalía del deteriorado pretil de la azotea y la arrojó, con un buen trozo de cemento todavía adherido.
"¡Le diste!", gritó Félix, quien había logrado colarse de vuelta al frente de sus pensamientos.
—¡Por supuesto que no, yo le apunté a la cabeza!
Por lo menos le había atinado a la tapa de la coladera y la había vuelto a cerrar, dándole el tiempo justo para lanzarse a aquel callejón a un lado de la maldita cantina y aterrizar sobre la alcantarilla, cerrándole la vía de escape al fugitivo.
La criatura la vio y de su boca salió una oscura llamarada; Debriel pudo esquivarla sin problemas y de un salto ya estaba frente al ángel, levantando un puño encendido en rojo y dorado, y lista para enviarlo al Sheol.
El dolor atenazó su espalda, pero no se comparaba en nada con quinientos años de tortura en el Sheol. Lo había olvidado, en aquel universo los ishim podían controlar el fuego y el hielo a voluntad, de modo que había hecho que su llamarada diera media vuelta y la golpeara justo en las cicatrices en su espalda.
El golpe, la sorpresa y el dolor la hicieron soltarlo; la maldita criatura corrió tratando de ganar la avenida frente a la cantina, que no solo estaba saturada de cámaras de vigilancia, sino que, incluso a aquellas horas de la madrugada, estaba demasiado transitada.
No le gustaba hacerlo, en aquel universo, sus poderes eran limitados; en parte por eso se había... "asociado" con Félix, porque no habría podido sobrevivir por sí sola; pero no le quedaba otra opción. Se levantó de un salto mientras el abrigo se carbonizaba por la luz que emanó de su cuerpo.
"Ahí van 120 dólares que no voy a recuperar."
—¡Cállate, Félix!
Una explosión de velocidad que la volvió invisible al ojo humano (o angélico o demoníaco) la colocó por delante del fugitivo. Su aureola, una manifestación luminosa del poder divino que la llenaba, también se solidificó, formando un disco sólido hecho de oro y titanio. En su universo, el chakram estaría hecho de luz de luna con un filo de llamas solares, aquí, en cambio...
Desvió la estocada de la daga de hielo que el ishim recién había creado, rodó sobre su eje y logró cortarle una de las alas; la criatura chilló y se dio una violenta media vuelta con la daga por delante. Fue apenas un rasguño, pero pudo sentirlo de inmediato: un frío glacial que comenzó a cubrir cada célula de su cuerpo; menos 273 centígrados y con tiempo suficiente, un ishim podía apagar una enana roja.
En un segundo, su cuerpo estuvo cubierto de escarcha, mientras el fugitivo escapaba. No le quedaba mucho, pero tendría que ser suficiente; concentró su poder y su piel estalló en llamas.
Ya no podría alcanzarlo, sólo esperaba que su puntería hubiera mejorado. Alrededor de su brazo izquierdo, la oscuridad que la rodeaba pareció condensarse, cobrando existencia física para formar una larga serie de cuentas redondas, 108 para ser exacto, de algo que parecía ser una madera clara.
En un rápido movimiento, extendió su mano derecha y esta pareció atravesar el velo de la realidad de ida y vuelta. Odiaba aquella cosa, pero tenía que admitir que era hermosa; parecía una Thompson/Center Contender, con detalles de ébano y cuerpo de acero. No tenía idea de por qué el Metatrón había elegido aquella forma, pero debía admitir que tenía buen gusto el infeliz.
Pero la odiaba porque no era buena con ella y el ishim ya se encontraba como a treinta metros y regresando a su asquerosa forma humana. Arrancó una cuenta del rosario, más bien un mala, estrictamente hablando, la cual encajó perfectamente en la recámara del arma.
El trueno del disparo inundó la calle y el maldito ángel cayó como un fardo sobre la banqueta. El cuerpo pareció estallar para luego hacer una rápida implosión, hasta quedar completamente confinado dentro de la cuenta de madera.
Cojeando, Debriel se acercó y recogió la bolita que yacía en el piso y que ahora lucía un estremecedor color rojo sangre.
Retorciéndose al sentir el dolor de la quemadura en su espalda, la chica se encaminó hacia la esquina opuesta a la cantina, esperando tomar un taxi que la llevara a casa.
—Eso es mío.
Su corazón se paralizó por casi 10 segundos, aterrada por los meros recuerdos que aquella oscura voz despertó al instante en su memoria. El dolor, el terror, la oscuridad, el hambre, la sed, el no poder morir porque él no la dejaba.
Logró sobreponerse antes de dar la media vuelta para encararlo. Jamás permitiría que viera el miedo que despertaba en ella.
—Técnicamente, es mío. Tú mismo pusiste las reglas.
—Cierto, aun así...
Una retorcida sonrisa iluminó el rostro, de un hermoso tono pálido y de mejillas sonrosadas, mientras los ojos enteramente blancos, sin írises ni pupilas, emitían un fulgor rojizo y una fuerza invisible le arrancaba la cuenta de madera del puño, por más que intentó aferrarse a ella.
—¿Qué prefieres, una cuenta para reemplazar la que acabas de usar o seguir pagando tu deuda?
Sus puños se crisparon y su mandíbula se tensó, mientras el Metatrón esbozaba aquella socarrona sonrisa que Debriel tanto odiaba.
—Yo no te debo nada y lo único que quiero es que me devuelvas mis alas.
—¿Estás segura? Solo le quedan 107 cuentas a tu mala y quedan todavía muchos fugitivos por capturar.
Tragándose la furia, el dolor y aquellas casi invencibles ganas de saltarle encima y arrancarle la cabeza de un tirón, Debriel dio media vuelta para encaminarse hacia la no tan lejana avenida.
"Llama un Uber", le susurró Félix.
—No puedo —respondió Debriel señalando al montón de harapos calcinados que habían sido su gabardina —se quemó tu celular.
"Está bien, vuelve a casa; ahí debo tener algo para pagar el taxi."
Y mientras Debriel se alejaba con una lágrima en los ojos, detrás de ella, la criatura —que siempre tomaba la forma de un hombre alto y delgado— agitaba su larga cabellera azabache y se desvanecía, como fundiéndose con la realidad que lo rodeaba.
***
Volvio a entrar al departamento tras pagar el taxi; el chofer la había esperado sin problema alguno los casi 10 minutos que tardó en subir y bajar, en medio del agotamiento tras la reciente pelea. Era su "aura de encanto", la gente normal estaba más que deseosa de hacerle favores, de ayudarla y de caerle bien.
Se derrumbó en la cama, pero tuvo que girarse casi de inmediato, su espalda ardía como el infierno y todavía podía sentir el terror que el aura del Metatrón había infundido en ella.
"Duérmete, necesitas descansar."
Ya ni siquiera replicó, simplemente se quedó dormida, sin poder siquiera mover un músculo.
Un instante después, una luminiscencia azul la envolvió y, en un segundo, el cuerpo que ambos compartían se transformó otra vez en la pequeña y flacucha figura de Félix.
El muchacho se levantó, fue al refrigerador y sacó un cartón de leche. La espalda le ardía, pero no tanto como cuando estaba en la forma de Debriel; aun así, dudaba poder dormir. Dio un trago directo del cartón, se rascó el trasero y encendió la computadora; tendría que trabajar horas extra si quería reponer el celular destruido y, seguramente, Debriel querría una nueva gabardina.
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