Capítulo 2- Ascenso

No podía reaccionar a las palabras de mi madre. ¿Alas? ¿Cómo podían estar brotándome alas si yo estaba atada a la tierra y a la mina, al igual que el resto de las familias de la Jurisdicción de los Mineros? ¿Cómo podía tener alas? Antes de que mi boca se abriera para hacer las preguntas que se me amontonaron en la cabeza, mi padre comenzó a dar órdenes:

—¡Pongan más carbón en el fuego! ¡Traigan el hierro!

—¡No! —En pánico, mi madre se abalanzó sobre mí—. ¡Vas a matarla!

Mi padre la tomó de un brazo y la arrancó de mi lado:

—¡Basta! ¡¿Quieres que termine como Basham?!

Basham era el mayor de mis hermanos, al que yo recordaba muy poco. Había muerto años atrás, después de un accidente, pero nunca vimos su cuerpo y tampoco hubo un funeral. A veces me preguntaba por qué nadie había vuelto a nombrarlo después de ese día, pero en realidad se hablaba de tan pocas cosas en mi casa, que no me asombré. Me di cuenta de que nuestra familia tenía algunos secretos:

—¿A Basham le salieron alas…? —Me sorprendió mi propia voz cuando hice la pregunta: parecía que me había tragado una cucharada de arena. Tosí un par de veces pero no logré quitarme la sensación reseca y áspera de la boca—. Entonces, ¿no murió? ¿Se transformó en uno de los del Aire?

Por mi mente pasó una idea nueva y maravillosa: tal vez yo tampoco pertenecía a la Tierra; la posibilidad de ser igual a esos seres poderosos, y de tener un par de alas de plata, me emocionó. Pasé por alto lo distintos que éramos: todos los Supervisores que había visto tenían el cabello blanco y los ojos rosados, pero nuestro pelo era oscuro y teníamos los ojos negros. Mi felicidad pronto fue apagada por el hierro al rojo vivo que traía uno de mis hermanos, y que, mudo de horror, le pasó a mi padre. Mi madre volvió a lanzarse sobre mí, y de nuevo fue rechazada.

Ekhab lloraba su impotencia, tirado en un rincón, y mi hermana mayor parecía haber despertado de su letargo, aunque no se atrevió a ayudarme. Mi padre me tomó de un brazo para mantenerme quieta, y cuando iba a apoyar el hierro en mis heridas mi madre volvió a saltar para interponerse. El olor a carne quemada saturó el ambiente, y oí un alarido.

En la confusión salí a los tirones de la protección de su cuerpo, que se había quedado inmóvil, y escapé de la casa arrastrándome, corriendo, cayendo y volviendo a arrastrarme. El miedo le daba fuerza a mis piernas para llevarme lejos de aquel lugar en donde seguramente me esperaba la muerte. Deseaba saber qué había ocurrido con mi madre, pero no podía hacer otra cosa más que buscar un lugar donde esconderme de la locura de mi padre.

Caí al borde de una arboleda, y quedé con la espalda a medias apoyada en un tronco. Entre mi delirio febril pude sentir el olor de mi propia sangre, que había empapado los vendajes de mi hermano, y recordé a aquel perro salvaje que se quedó con ganas de devorarme. Tal vez moriría antes de que me encontrara, y así el destino me ahorraría el dolor de ser comida viva. El silencio de los árboles, en donde ni una pequeña brisa sacudía las escasas hojas, se cortó por un sonido metálico, y sentí que me levantaba en el aire: era un Supervisor, que me tomó de una mano y levantó vuelo no de vuelta a mi casa, sino hacia arriba.

Cuando atravesamos la barrera de nubes vi por primera vez un cielo negro lleno de pequeñas luces, y luego una esfera blanca y brillante, que reflejaba su luz en las construcciones de una ciudad que se veía a lo lejos. 

—¿Dónde estamos? —quise averiguar, pero el Supervisor ni siquiera me miró:

—¡Cállate, Alas de carbón! Vamos con el Tribunal Supremo.

Las palabras «Alas de carbón» me dejaron fría: ¿qué era eso? ¿Mi nuevo nombre? Íbamos a tal velocidad que pronto llegamos al borde de la ciudad. Al contrario que mi pueblo de casas ennegrecidas, ésta tenía construcciones muy altas, como agujas que se estiraban para pinchar el cielo, y eran totalmente blancas. «Igual que los cuentos de los ancianos», pensé, y me sentí arrullada por el aire fresco que golpeaba mi rostro. Bajamos delante de una de las torres, y el Supervisor me soltó; se miró la mano, que alejó de su impecable vestimenta como si temiera mancharla:

—Ustedes, los de la Tierra, parece que no pueden mantenerse limpios…

Podría haberle respondido muchas cosas: que no conocíamos otra vida más que pisos de tierra apisonada, polvo de carbón hasta en la comida, y demasiado cansancio como para preocuparnos por la higiene. También podría haberle dicho que estábamos tan muertos de hambre que no nos sobraba nada de lo que producíamos, para intercambiarlo por jabón. Pero estaba tan impresionada que no me salió una palabra. Era lo mejor: ese ser del Aire tenía muy mal humor:

—¡Entra! ¡Y mantente con la cabeza baja! —No esperó a que yo obedeciera su orden, y entró al edificio con pasos rápidos. Llevaba una túnica blanca que flotaba tras él, y había recogido sus alas, tan largas que la parte de arriba sobrepasaba su cabeza, y las puntas llegaban casi hasta el suelo. Poseía una belleza sobrecogedora e hipnótica, y yo, que no sabía si aquello era la realidad o un delirio producto de la fiebre, lo seguí.

Jamás había pisado un suelo como ese: tan liso que lo reflejaba todo, y tan blanco y brillante que me dio miedo ensuciarlo con mis viejos zapatos. Miré hacia atrás con miedo de haber dejado huellas de carbón sobre él, pero el Supervisor aceleró el paso, y yo apenas pude seguirlo.

Luego de atravesar habitaciones y pasillos que me dejaban con la boca abierta, y cruzarnos con otros seres del Aire que ponían cara de desagrado al verme, llegamos a una puerta que dejaba pequeño hasta al Supervisor: madera dorada, labrada con figuras aladas de aspecto impresionante. Y ahí estaba yo, con mi ropa cubierta de carbón y sangre, a punto de entrar a ese lugar seguramente sagrado para ellos. 

—Espero que no se te ocurra presentarte con esa cosa ante el Tribunal Supremo —escuché la voz autoritaria de una mujer hablando a mis espaldas. El Supervisor se giró y bajó la vista:

—Lo siento, señora Secretaria… 

—¿Es otra Alas de carbón? —preguntó la mujer, con un súbito interés hacia mí—. Está un poco débil y pequeña.

—Sí, señora Secretaria. Pero no podía dejarla abajo. Los de la Tierra no…

—Lo sé, lo sé. —La mujer volvió a mirarme y yo bajé la cabeza—. Llévala al sótano y que se limpie. Algo podremos hacer con ella.

—Sí, señora Secretaria. —El Supervisor se quedó igual que yo, mirando al piso hasta que esa desagradable mujer se fue, y luego se dio media vuelta y me ordenó que lo siguiera. Ya afuera volvió a tomar mi mano y resopló:

—No sé por qué me tocan estos trabajos sucios… —Después alzó vuelo y me arrastró con él hasta un edificio más pequeño, casi al borde de la ciudad. De nuevo atravesamos salones y pasillos hasta que llegamos a una puerta sencilla y sin adornos.

Detrás de la puerta había un hogar, sin lugar a dudas. Pero un hogar limpio y acogedor, con muebles en donde no había una gota de polvo. En el suelo y sobre una alfombra jugaba un niño de cachetes sonrosados y melena blanca y rizada. Levantó la vista para mirarme y lanzó una risa alegre, y luego extendió los brazos hacia el Supervisor:

—¡Pa… pá!

Al ser del Aire se le transfiguró la cara: con una sonrisa se apresuró a levantar al niño de la alfombra y abrazarlo:

—Mi pequeño… ¿Me extrañaste?

Desde otra habitación apareció una mujer, otro ser del Aire con unas alas de plata un poco más pequeñas pero igual de hermosas que las del Supervisor:

—Querido, por fin llegaste… —le dijo con voz melosa, y después reparó en mí y su cara se cubrió con la misma expresión de desprecio del Supervisor—. ¿Qué es ésto? ¿Por qué trajiste aquí a esta cosa tan sucia?

—Lo siento, cariño, es que tenía que llevarla al Tribunal Supremo, pero no me permitieron presentarla así. Llama a nuestro Alas de carbón para que se encargue de ella.

La mujer se apresuró a salir y luego volvió con un hombre algo mayor y bastante delgado, que se me parecía en los ojos y el cabello. Su ropa no era blanca sino gris, y tenía un magnífico par de alas negras. En ese momento lo entendí todo: los Alas de carbón tal vez estábamos avanzados con respecto a los seres de la Tierra, pero seguíamos siendo inferiores a los del Aire.

—Llévala al sótano —le ordenó la mujer al hombre de alas negras, con un tono áspero y grosero—. Asígnale un lugar vacío, y que se lave.

—Sí, señora. —El Alas de carbón hizo una reverencia, y después me miró como desaprobando lo que veía—. Sígueme —me ordenó, en un tono apenas más suave del que habían usado con él. Atravesamos la casa y pasamos por una cocina llena de alimentos en donde mi estómago rugió, desesperado, y por mi cabeza pasó el impulso de robarme algo, pero la férrea vigilancia del hombre de gris no me lo permitió. Al final de la cocina había una puerta que llevaba a una escalera empinada y oscura. Comenzamos a bajar tramo por tramo, hasta que perdí la cuenta de las vueltas que habíamos dado:

—¿A dónde vamos? —me atreví a preguntar.

—Al sótano —me respondió el hombre, sin mucho interés—, es donde vivimos los Alas de carbón.

—¿Yo también soy una Alas de carbón?

—¿Y qué esperabas? ¿Transformarte en uno de los del Aire?

—Pero nosotros también vivimos aquí, ¿no? 

—Sí, pero no somos como ellos.

—¿Y qué somos? —le pregunté, a pesar de que presentía la respuesta.

El hombre resopló:

—Lo mismo que éramos abajo: sus sirvientes.

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