Capítulo 5: Al Ritmo de Dos Corazones
El café donde Clara y Martín solían encontrarse ya comenzaba a parecerles un segundo hogar. Desde aquel primer día, cuando chocaron accidentalmente con los libros de Clara esparcidos por el suelo, habían vuelto a este lugar casi de forma instintiva, como si fuera el único espacio en la ciudad donde podían escapar del mundo.
Esa tarde, la luz del atardecer se colaba por las ventanas y caía suavemente sobre las mesas. Martín estaba sentado frente a Clara, pero en lugar de tener la mirada perdida, parecía mucho más animado. Tenía algo entre manos, algo que Clara aún no comprendía del todo, pero que despertaba su curiosidad.
—¿Has pensado alguna vez en aprender algo nuevo? —preguntó Martín, con una sonrisa enigmática.
Clara lo miró con las cejas arqueadas, sorprendida por la pregunta.
—¿Algo nuevo? Bueno, siempre he querido aprender a tocar algún instrumento —respondió ella, sin saber a dónde iba la conversación—. Pero nunca tuve tiempo.
Martín sonrió, como si hubiera estado esperando esa respuesta.
—Tengo una idea —dijo, inclinándose hacia adelante, lleno de entusiasmo—. Toca quedarte un poco más tarde conmigo hoy.
Clara, intrigada, asintió. Aunque no tenía idea de lo que Martín planeaba, confiaba en él, y esa chispa de misterio que encendía sus ojos la hacía sentir emocionada.
Después de que terminaron sus cafés, Martín la llevó a su departamento. Martín la condujo directamente a una habitación que siempre había estado cerrada. Cuando abrió la puerta, Clara se quedó boquiabierta.
El cuarto estaba lleno de guitarras colgadas en las paredes, amplificadores, partituras dispersas por todas partes y una batería en la esquina. Parecía el estudio personal de un músico apasionado. Lo que Clara no sabía es que Martín tenía un talento oculto: la música era su refugio, su forma de expresar lo que no podía decir con palabras.
—Tocas la guitarra —dijo Clara, con una mezcla de asombro y admiración.
Martín asintió, tomando una de las guitarras acústicas y probando algunas notas. Su sonrisa era cálida, casi orgullosa, pero humilde al mismo tiempo.
—Es algo que siempre me ha ayudado a desconectar del mundo —dijo mientras afinaba las cuerdas—. No mucha gente lo sabe, pero la música ha sido una parte importante de mi vida desde que era adolescente. Siempre pensé que si no tenía las palabras, podría encontrar la forma de decir lo que sentía a través de esto.
Clara lo observaba fascinada, mientras él tocaba suavemente algunas notas. La melodía que brotaba de la guitarra tenía algo especial, algo íntimo que resonaba entre ellos.
—Quiero enseñarte algo —dijo Martín, mirándola con una sonrisa—. Algo solo para nosotros.
Clara se acercó a él, sentándose a su lado, mientras él le ofrecía la guitarra.
—No sé nada de Guitarra —dijo ella, riendo—. Vas a tener que ser muy paciente.
—Paciencia no es un problema —respondió Martín, sus ojos brillando con una suavidad que Clara no había visto antes—. Mira, solo quiero que aprendas esto. Es sencillo.
Martín le mostró los acordes básicos de una pequeña melodía que había compuesto hacía un tiempo, algo que siempre había mantenido para él mismo, pero que ahora sentía que quería compartir con Clara. Mientras le enseñaba a mover los dedos sobre las cuerdas, Clara sentía como si estuvieran creando un pequeño mundo solo para ellos dos, un lugar donde el resto del universo se desvanecía y solo quedaba la música y la conexión entre ellos.
El sonido suave y cálido de la guitarra llenaba la habitación, y Clara, aunque torpe al principio, empezó a entender la dinámica de los acordes. Martín la guiaba, no solo con palabras, sino con su propia energía, su paciencia, y el constante roce de sus dedos sobre los de ella mientras corregía su posición en la guitarra.
—Eres un gran maestro —dijo Clara, riendo suavemente cuando logró tocar una secuencia sin errores.
—Y tú, una alumna rápida —respondió Martín, sonriendo—. Pero aún falta algo. Algo que hace que esta melodía sea especial.
Clara lo miró con curiosidad, esperando que continuara.
—Esta es una canción sin letra —explicó Martín—. Siempre pensé que algún día encontraría las palabras adecuadas para acompañarla. Pero tal vez... tal vez las palabras son lo de menos. Lo que importa es lo que sentimos cuando la tocamos.
Martín tocó la misma melodía de nuevo, pero esta vez fue más lenta, más suave, y Clara sintió cómo la música resonaba dentro de ella. Era como si en ese momento, la música fuera un lenguaje solo de ellos, una especie de código secreto que compartían, algo que los conectaba de una forma que iba más allá de lo que podían decirse.
Después de unos minutos, Martín detuvo sus manos sobre las cuerdas y miró a Clara.
—¿Sabes? —dijo en voz baja—. Cada vez que toco esta melodía, pienso en lo que falta, en la parte de mi vida que siempre he estado buscando. Y hoy... me di cuenta de que tal vez no necesito seguir buscando.
Clara lo miró, sintiendo una corriente de emoción atravesar el aire entre ellos.
—¿Por qué no? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—Porque tal vez ya encontré lo que necesitaba —respondió Martín, con una sonrisa suave, llena de significado.
Clara sintió un nudo en la garganta, y aunque no respondió de inmediato, la forma en que lo miraba lo decía todo. Era como si, en ese pequeño espacio de tiempo, en esa melodía que solo ellos conocían, algo hubiera cambiado entre ellos. Algo que ya no se podía deshacer.
De repente, Martín dejó la guitarra a un lado y la miró con una expresión divertida.
—¿Quieres saber algo más sobre mí? —preguntó, con un destello travieso en los ojos.
Clara, aliviada por el cambio en el ambiente, se rió.
—Claro, sorpréndeme.
—Soy bastante bueno haciendo origami —dijo Martín, con una seriedad cómica—. ¿Quién lo hubiera dicho, no?
Clara estalló en carcajadas, incapaz de contenerse.
—¡¿Origami?! No lo hubiera imaginado jamás.
Martín se levantó, buscó un papel sobre su escritorio, y en cuestión de minutos, tenía en sus manos una pequeña grulla de papel, perfectamente doblada.
—Te enseñaré la próxima vez —dijo, ofreciéndole la grulla—. Pero solo si sigues practicando la guitarra.
Clara tomó la grulla, sintiendo una calidez en su pecho. No era solo el gesto en sí, sino lo que representaba. Estaban construyendo algo juntos, algo que iba más allá de las palabras y las acciones. Estaban creando su propio universo, lleno de pequeños detalles que solo ellos entendían.
—Trato hecho —respondió ella, sosteniendo la pequeña grulla entre sus manos.
Y así, sin necesidad de decirlo en voz alta, los dos sabían que, en ese pequeño rincón de su mundo, la música, las grullas de papel y los momentos compartidos serían solo de ellos.
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