Capítulo 17: Explotando burbujas

La cafetería estaba impregnada de un aroma melancólico, una mezcla de café recién hecho y madera envejecida. Afuera, las hojas del otoño cubrían las aceras como un tapiz dorado que crujía bajo los pies de los transeúntes. Sobre la entrada del local, el cartel desgastado pero inconfundible, Cafetería Hoja de Otoño, oscilaba levemente con la brisa fría. El lugar, con sus paredes decoradas por fotografías antiguas y muebles de madera oscura, parecía un refugio del tiempo, inmune al caos del mundo exterior.

En el centro del bullicio, Martín y Clara estaban sentados frente a frente. La conversación y las risas de otros clientes flotaban a su alrededor, pero para ellos, eran apenas murmullos distantes. La conexión entre ambos había tejido una burbuja que los aislaba, un pequeño universo privado creado por la chispa innegable que compartían. Todavía llevaban consigo los recuerdos de la noche anterior, vivos en sus mentes como el aroma del café en el aire.

—Ayer fue un día intenso — él comentó, dejando su taza sobre la mesa tras un sorbo pausado.

Clara esbozó una sonrisa, jugueteando con la cucharilla en su plato.

—Fue como este café —dijo, dejando escapar una risa suave que hizo que los ojos de él se iluminaran—. Un poco fuerte al principio, pero creo que salió bien... ¿verdad? —añadió con un atisbo de nerviosismo, sus ojos buscando los de él con cautela.

Él inclinó la cabeza hacia un lado, observándola con una mezcla de ternura y asombro.

—Nunca había visto a mi papá hablar tanto con alguien. Fue como si realmente estuviera disfrutando de la conversación... contigo —dijo, su voz cargada de sinceridad.

Mientras seguían saboreando el café acompañado de las medialunas que habían pedido, el ambiente parecía envolverse en una pausa cargada de significado. Clara, jugueteando con la cucharilla en su plato, reunió el valor para abordar el tema que ambos habían evitado en ese refugio que habían creado.

—¿Cómo te sentís, Martín? —preguntó con un tono suave, medido, como si temiera quebrar algo frágil—. Sé que es un momento complicado para vos, y tampoco quiero obligarte a decir cosas que no quieras. Pero creo que te haría bien abrirte con alguien, ya sea yo o... otra persona.

Su voz, serena y pausada, estaba impregnada de la calma necesaria para el torbellino que sabía habitaba en él. Sus palabras, aunque cuidadosas, eran como una piedra lanzada a un lago quieto, y la burbuja de Martín comenzó a tambalearse.

Fue como si un balde de agua fría lo alcanzara. Su mirada, antes fija en la mesa, comenzó a vagar por la cafetería: las lámparas tenues colgando del techo, el ir y venir de los camareros, las hojas que se amontonaban al otro lado del ventanal. Sus dedos, inquietos, trazaron círculos lentos sobre el borde de su taza de café, intentando encontrar refugio en el movimiento repetitivo. Finalmente, sus ojos volvieron a encontrar los de Clara. Ella estaba allí, esperándolo con paciencia, una presencia inquebrantable que parecía decirle que podía permitirse ser vulnerable. Respiró hondo, llenando sus pulmones con el aroma de café y otoño.

—La verdad... es que no estoy durmiendo bien estos días —comenzó, su voz apenas un murmullo cargado de peso—. Me está costando tomar un respiro con tranquilidad. De vez en cuando siento una presión en el pecho, como si no pudiera soltarme. No me deja en paz, salvo en momentos como este. Pero no sé... no sé cómo estar cerca de él sin enojarme o... sin llorar.

Su mirada volvió a caer sobre la taza frente a él, como si esta le ofreciera alguna respuesta. Las palabras, aunque liberadoras, lo dejaron aún más expuesto, y el silencio que siguió pesó entre ambos, como un manto denso.

Clara lo observó con atención, el entrecejo levemente fruncido, pero su expresión era de comprensión, no de juicio. Se tomó un instante antes de hablar, dejando que el peso de sus palabras encontrara su lugar.

—Entiendo. Acordate de esto: el tiempo... aunque genere ansiedad y parezca tan corto, suele ser la solución a este tipo de problemas —dijo, su tono firme pero lleno de calidez—. Vos solamente tenés que acompañarlo, ¿entendés? Es imposible que no sea... —hizo una pausa, mirando la lámpara que colgaba sobre ellos, como buscando las palabras correctas— doloroso. Pero está bien que duela.

El sonido del local continuaba en segundo plano, pero entre ellos, el silencio no era incómodo; era un espacio que ambos necesitaban, lleno de emociones no dichas y una conexión que trascendía las palabras.

—¿Querés ir a la biblioteca? Capaz el ambiente tranquilo te ayuda a pensar, a relajarte —dijo Clara mientras pedía la cuenta al camarero, su voz cargada de suavidad.

—Me parece una buena idea —respondió Martín con una sonrisa leve, que parecía iluminarse apenas.

Tras pagar lo que habían consumido, salieron juntos del local. La biblioteca estaba cerca, a solo una calle de distancia, pero el breve trayecto se sentía como una pequeña travesía, cargada de significado. Era el mismo lugar donde se habían encontrado por primera vez, un espacio lleno de memorias que ahora parecían cobrar vida mientras avanzaban.

El aire otoñal los envolvía con su frescura, y aunque el camino era conocido, los detalles a su alrededor parecían nuevos, casi mágicos. Los edificios, altos y majestuosos, mostraban sus ornamentos de otros tiempos, con fachadas desgastadas que respiraban historia. Los colores cálidos del otoño envolvían las calles, y el crujir de las hojas bajo sus pasos añadía una música sutil al momento. Cada rincón del lugar tenía un aroma de antigüedad, una mezcla de piedra vieja y hojas secas, que los conectaba con algo más grande, más duradero.

Mientras caminaban, ella estiró su mano con una delicadeza casi imperceptible, sus dedos rozando los de Martín antes de entrelazarse suavemente. El gesto era silencioso, pero cargado de intención, como si en ese contacto buscara transmitirle algo que las palabras no podían: calma, apoyo, la promesa de que no estaba solo. Martín, por un instante, se permitió dejar de lado las dudas que pesaban sobre su corazón, concentrándose únicamente en la calidez de la mano de Clara entre la suya. Y así, juntos, avanzaron juntos.

El día iluminaba sus rostros con una suavidad casi palpable, como si buscara algo más que su piel: una grieta, una abertura hacia aquello que llevaban por dentro. En él, la incertidumbre, el miedo y la angustia se agolpaban como una tormenta que no encontraba salida. En ella, la preocupación y el temor a equivocarse al tocar un tema tan frágil se mezclaban con un deseo inquebrantable de acompañarlo.

En un gesto instintivo, Clara colocó su brazo en el pliegue del suyo, acercándose un poco más. Su tacto era ligero, casi imperceptible, pero cargado de intención. Con una voz que buscaba equilibrio entre firmeza y ternura, comenzó a hablar.

—Cualquier sentimiento que tengas está bien, Martín. Hacés lo que podés, ¿entendés? —murmuró, mirando hacia el frente, como si las palabras fueran más fáciles de decir sin enfrentarse a su mirada directa.

Martín bajó la cabeza, clavando la vista en el suelo. Su voz salió quebrada, como si cada palabra pesara demasiado.

—¿Qué debería hacer? Con todo esto... me va a destrozar. No estoy preparado. Es más grande que yo —dijo, dejando que su mirada se perdiera entre las grietas del pavimento, como si buscara allí alguna respuesta o al menos un respiro de las preguntas que lo atormentaban.

Clara respiró profundo, buscando las palabras que pudieran alcanzarlo. Sus pasos siguieron sincronizados, pero su mundo interior iba más allá del camino físico que recorrían.

—No lo sé, Martín. Solo sé una cosa: cualquier reacción que tengas es válida. No podés equivocarte mientras te dejes sentir. —Se detuvo por un segundo, como si probara el peso de sus palabras antes de continuar—. Yo voy a estar con vos.

Se acercó más, apretando su brazo contra el suyo en un intento de sostenerlo, de que sintiera su presencia. Con su mano libre, lo obligó suavemente a alzar la cabeza hacia ella. Su toque era decidido pero lleno de cuidado, una invitación a que se permitiera ser vulnerable.

—No necesitas esconderte. No estás solo, Martín.

Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Las palabras de Clara rompieron algo en su interior, y pequeñas lágrimas comenzaron a escapar de sus ojos, cayendo al suelo que ahora no le parecía tan lejano.

—Gracias... —susurró, con la voz rota y los hombros levemente encorvados, como si hubiera soltado parte del peso que llevaba consigo.

—No hay de qué —respondió ella, con una sonrisa cálida, cargada de ternura. Antes de que pudiera pensarlo demasiado, lo rodeó con sus brazos en un movimiento rápido, envolviéndolo en un abrazo que hablaba más que cualquier palabra. Un abrazo que decía: Estoy acá. No importa cuánto duela, no te voy a soltar.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top