Capítulo 1: Encuentros accidentales
La ciudad respiraba un aire inusualmente cálido para ser otoño. Las hojas, teñidas de rojo y naranja, caían suavemente de los árboles, creando un tapiz crujiente bajo los pies de los transeúntes. Había algo en el ambiente, una mezcla de nostalgia y promesa, que hacía que aquella tarde pareciera especial. Pero Clara, absorta en sus pensamientos, no lo notaba. Caminaba rápido, con la vista fija en su teléfono, enviando un mensaje apresurado mientras se dirigía a su refugio habitual: la librería de la esquina.
Con su cabello castaño suelto y su chaqueta a medio abrochar, parecía una chica más en la ciudad, pero su mente era un torbellino. El trabajo había sido un caos esa semana, y todo lo que quería era perderse entre las estanterías y libros, una vez más.
Justo antes de entrar, en su habitual prisa, chocó contra alguien. Sintió el impacto antes de poder reaccionar, y de repente sus libros volaron por el aire, esparciéndose por el suelo.
—¡Mierda! —exclamó Clara, agachándose rápidamente para recoger sus cosas.
—¡Dios, lo siento! —dijo una voz masculina, claramente angustiada—. No miraba por dónde iba.
Clara levantó la vista, y lo primero que notó fueron unos ojos oscuros, profundos, que la observaban con una mezcla de culpa y curiosidad. El chico frente a ella tenía el cabello rizado y una sonrisa tímida que le dio un toque desarmante.
—No te preocupes, también iba distraída... —respondió, mientras recogía uno de sus libros.
—Aún así, fue totalmente mi culpa. —Él se agachó para ayudarla, tomando uno de los libros que ella había dejado—. ¿"Cien años de soledad"? Buen gusto.
—Sí, bueno, trato de no ser una cliché literaria, pero supongo que es inevitable —bromeó Clara, mientras tomaba el libro de sus manos.
—Si te hace sentir mejor, ya he leído este libro tres veces —dijo él, sonriendo—. Así que si eres un cliché, yo soy peor.
Clara se rió, sorprendiéndose a sí misma por lo cómoda que se sentía hablando con él. No era usual que alguien con quien chocaba accidentalmente fuera tan... encantador.
—¿Tres veces? Eso es obsesión. —Levantó una ceja, con una sonrisa.
—Bueno, digamos que Márquez sabe cómo mantener mi interés. —Hizo una pausa y extendió su mano—. Soy Martín, por cierto.
Clara tomó su mano con una sonrisa. Su toque fue cálido, casi reconfortante.
—Clara. —Soltó su mano lentamente—. Gracias por la ayuda, aunque la próxima vez, ¿qué tal si no me tiras los libros al suelo?
Martín se echó a reír, aliviando la tensión.
—Prometo ser más cuidadoso. Aunque... podría haber sido una táctica para iniciar una conversación. —Guiñó un ojo, claramente disfrutando del intercambio.
Clara se rió, sorprendida por lo rápido que él la había hecho sentir cómoda.
—¿Así es como lo haces? ¿Empujas a la gente y luego les citas literatura? —bromeó ella, mientras ambos se ponían de pie.
—Solo cuando veo a alguien que claramente tiene buen gusto en libros. —Le lanzó una mirada divertida.
—Vaya, eres todo un poeta —replicó Clara
—Lo intento. Aunque normalmente soy más torpe que poético —admitió Martín, rascándose la cabeza, haciendo que su cabello rizado se desordenara aún más.
Clara se rio por lo bajo, sintiéndose extrañamente atraída por su manera de ser.
—Bueno, digamos que tu torpeza tiene su encanto. —Le lanzó una mirada juguetona, disfrutando del pequeño coqueteo que se estaba formando entre ellos.
—Oh, vaya, eso suena a piropo... ¿Debo agradecerlo? —dijo Martín, con una sonrisa que hizo que sus ojos oscuros brillaran aún más.
—No te emociones demasiado, solo te doy crédito por el esfuerzo —respondió Clara, cruzando los brazos pero sin poder ocultar su sonrisa.
Martín la observó por un segundo más antes de hablar.
—Bueno, Clara, ya que nuestros caminos se han cruzado de forma tan... memorable, ¿qué tal si te invito un café? Como forma de compensar mi torpeza. —Su tono era relajado, pero en sus ojos había algo que sugería más que simple cortesía.
Clara lo miró con un brillo divertido en sus ojos oscuros.
—¿Compensar o aprovecharte de la situación? —dijo con una sonrisa pícara.
Martín se echó a reír, levantando las manos en señal de rendición.
—Un poco de ambas, lo admito. Pero bueno, hay algo en tu compañía que me hace querer seguir charlando.
Clara no pudo evitar sentir una punzada de curiosidad y atracción. Tal vez porque la manera en la que él la miraba era diferente. Más genuina, más sincera.
—Está bien, acepto el café, pero solo porque tengo hambre —dijo, fingiendo una seriedad que rápidamente se quebró con una risa.
Martín sonrió, claramente complacido con la respuesta.
—Perfecto, conozco un lugar cerca que hace el mejor café de la ciudad... según yo.
—¿Y debo confiar en tu criterio? —Clara arqueó una ceja mientras lo seguía hacia la esquina.
—Bueno, ya confiaste en que no me llevé tu copia de Cien años de soledad. —Martín la miró de reojo—. Eso ya es un gran paso.
Clara se rió, sacudiendo la cabeza.
—Tienes razón, confío en ti más de lo que debería, parece.
Entraron en una pequeña cafetería en la esquina, el aroma del café fresco envolviéndolos inmediatamente. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, y pronto, Martín le entregó el menú con una sonrisa.
—Espero que seas fanática de los sándwiches de jamón y queso —dijo él, mientras Clara abría el menú.
—¿Estás sugiriendo mi pedido? —preguntó ella, levantando una ceja.
—Es solo una sugerencia. A veces, lo simple es lo mejor. —La miró de nuevo, pero esta vez, sus ojos tenían un destello de algo más. Algo más íntimo, aunque sin prisa.
Clara lo observó por un momento antes de sonreír.
—Bueno, ya que soy una chica simple, iré por el sándwich. Pero si no es tan bueno como dices, serás tú quien se quede con la cuenta.
Martín sonrió ampliamente, relajado.
—Hecho. Aunque estoy seguro de que vas a amarlo.
El tiempo pareció volar mientras charlaban. Martín resultó ser alguien fácil de hablar, con una habilidad natural para hacerla reír y sentirse cómoda. Hablaron de libros, de sus vidas, y de las pequeñas cosas que hacían que la vida fuera interesante.
Clara, por su parte, sentía que, por primera vez en mucho tiempo, estaba disfrutando de una conversación que no giraba en torno al trabajo o a los problemas del día a día. Se sorprendió a sí misma notando pequeños detalles de Martín, como el tono cálido de su voz y cómo sus ojos brillaban cada vez que contaba una anécdota divertida.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, Clara se levantó con una sonrisa.
—Ha sido divertido, pero creo que debería irme. No quiero que pienses que soy de esas personas que se quedan todo el día en una cafetería.
Martín la miró con una sonrisa.
—Podrías quedarte y no me molestaría en absoluto —respondió—. Pero entiendo. No quiero que pienses que soy de esos que empujan a chicas para obligarlas a tomar un café conmigo.
Clara se rió.
—Bueno, si lo fueras, lo haces de manera encantadora.
—Tomo eso como un cumplido —dijo Martín, levantándose también—. ¿Nos volveremos a ver por aquí?
Clara lo miró, considerando su respuesta.
—Es posible. Ya sabes, si sigues empujando a la gente en la puerta de la librería.
Ambos se rieron, y Clara salió con una sonrisa en el rostro, sintiendo que el día, por más simple que hubiera sido, se había vuelto un poco más especial.
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