Prólogo.

Prólogo.

El deprimente papel de flores mostaza de las paredes forma un tándem perfecto con mi estado de ánimo. Y los jadeos y golpes de cabecero al otro lado de la precaria pared, que pareciera que se fuera a desintegrar de un momento a otro, no están ayudando demasiado a mejorar la situación... De manera que empiezo a dudar, seriamente, si este antro es un motel o un burdel en toda regla, sobretodo porque me han ofrecido 20 pavos, de camino hacia aquí, a cambio de una mamada; aunque para el caso, da lo mismo.

Decido subir el volumen de la enorme tele de tubo para disimular un poco los demás ruidos y busco en la bolsa del súper algo para picar. Lo cierto es que unos gramos más en mi sobrepeso tampoco se van a notar mucho...

Saco una bolsa de snacks y una Coca-cola, eso sí, light, y me decido por dejar un programa de estos de cotilleo, a ver si las miserias de los demás me hacen sentir un poco más normal de lo que me siento ahora mismo; aunque en alguna ocasión he llegado pensar que la normalidad es un hándicap controlado por una minoría caprichosa que, por casualidades de la vida, siempre va en sentido contrario al que voy yo. De manera que llevo toda la vida luchando contra mí misma para llegar a sentirme normal, pero nunca no lo he conseguido.

Yo solo quería ser una niña delgada más, de pelo largo y aparato, puede que con gafas. De esas chicas, que a los 16 se lo quitaban todo: las gafas, el aparato, las espinillas, el vello y la vergüenza; y eran altísimas, rubísimas y monísimas. Pero a mí, me tocó ser bajita, morena, sin gafas y de dientes "con personalidad" como solía decirme mi madre que no tenía dinero para pagar la ortodoncia... En resumen, del montón, tirando para la base del montón.

Por no hablar de que siempre he sido una niña gordita, cosa que en la adolescencia no mejoró. Muy por el contrario, poco después de cumplir los 16, me quedé embarazada de un tío doce años mayor que yo, que me prometió todo; y yo, tonta de mí, le creí. Así que a mí inestabilidad emocional, le sumé una boda fugaz y avergonzante, sin vestido de novia, ni ramitos de azahar. Y a mi sobrepeso de siempre, un embarazo no deseado.

Durante el escaso mes que transcurrió entre quedarme encinta y la boda, me hice ilusiones. Es lo que tiene ser una niñata soñadora que cree en el romanticismo de novelas y películas. Llegué a creer que él me veía con otros ojos. Que al ser mayor que los chavales de mi entorno, sabría apreciar que el físico no lo es todo, que le importaba más mi madurez y mi personalidad... cualidades que evidentemente, en aquel entonces, no tenía y puede que a día de hoy tampoco. Pero me había prometido tantas cosas la noche que nos conocimos que llegué a pensar que no era tan malo formar una familia con él y más me hubiera valido haberme muerto.

Durante el austero convite, sin apenas familiares y plagado de lágrimas y pésames, me enteré, de rebote, de que mi recién estrenado marido, se había apostado con su grupo de amigotes a ver quién era el "valiente" que desvirgaba a una virgen esa noche... y resulto que lo más fácil era intentar tirarse a la gorda acomplejada que con cuatro palabritas se abriría de piernas como una tonta...

Resulta curioso, ahora que lo pienso, pasé de obedecer a mi padre a obedecer a mi marido, para poco tiempo después pasar a obedecer a mis hijos, por no comentar la ciega obediencia a los señores de la casa para la que he servido durante 25 años, desde que tenía 15... La verdad, visto así, he de reconocerme, a mí misma, y a todos, que la vida es una mierda.

Un pequeño bolso de mano con unas pocas mudas y calzado; y mi bolso, es todo cuanto he traído conmigo. No necesito más. No me ha pesado mucho dejar atrás mis libros y los escasos recuerdos de toda una vida de infelicidad; aun así me he prometido a mí misma que volveré a recuperarlos o aún mejor, en cuanto pueda me compraré todo nuevo. Si de algo estoy segura es que no quiero recordar estos 25 años de mi vida.

Mis hijos ya son mayores. Lorena de 23 está haciendo las prácticas de LADE en una empresa de Barcelona y probablemente le hagan un contrato para irse a Canadá, a no sé qué departamento internacional. Alejandro de 21, es el cerebrito de la casa. Estudia no se cual ingeniería en Berlín, totalmente becado, y no creo que vuelva. Y, el más pequeño, Adrián de 20, hizo un módulo de esos de mecánica y no le ha faltado el trabajo.

Pero claro, os estaréis preguntando por el padre de las criaturas, mi "fabuloso" marido, ¿verdad? Pues resulta que hace tres días que me dejó, pero no por otra, no. Eso lo ha hecho constantemente, de hecho estoy segura de que debe tener varios hijos más, por ahí repartidos por el mundo. Puede que al principio me importara, pero lo nuestro nunca fue amor y yo, trabajando 10 horas al día de lunes a sábado y criando, prácticamente, sola a mis tres hijos, como que me quedaba poco tiempo para los celos. Así que el miércoles pasado me dejó.

Al pasar las seis, justo cuando llegaba del trabajo, como cada tarde, recibí una llamada del hospital preguntando que si era la esposa de Don Camilo Hernández Camacho, a punto estuve de decir que no y "a otra cosa mariposa", hasta se me escapó una risilla maliciosa al pensarlo; pero dije que sí y sin más me dieron la primera buena noticia en 25 años:

-          Su esposo ha sufrido un infarto de miocardio y ha fallecido, necesitamos que venga usted a confirmar que es él y a retirar sus cosas...

Dejé de escuchar en ese mismo momento. Una tranquilidad y una inusual alegría me invadieron, tanto fue así, que empecé a sentirme mal conmigo misma. Ciertamente, en alguna discusión, lo había deseado. Había querido, con todas mis fuerzas, que cayera fulminado por un rayo divino, pero ahora, sin venir a cuento y sin verle la cara... Hasta para morirse ha sido un cabrón desconsiderado...

No me ha resultado difícil actuar de una forma y sentirme de otra, ya que, en eso, soy experta. Durante toda mi vida he querido ser otra persona de la que soy y me he tenido que conformar conmigo misma. Esto es lo mismo pero al revés, así que después de aguantar estoicamente los doscientos sentidos pésames y prometer a mis hijos que estaré bien y que no se preocupen. Lo primero que he hecho es llamar a la familia para la que he trabajado como una burra todos estos años y decirles que me despido. Y lo segundo ha sido buscar en el fondo del armario una lata antigua de cola-cao y contar el dinero que he ido ahorrando en secreto.

Una media de mil euros al año (bueno eso desde el 99, antes en pesetas), durante 25 años. Efectivamente, 25.000 €, en metálico que ahora mismo significan mi jubilación, mi viudedad y mi libertad. Cuántas veces he pensado coger el dinero y desaparecer pero nunca he tenido el valor, sobre todo por mis hijos que no se merecían mi egoísmo, ya ha tenido bastante con el de su padre... Pero ya son mayores y tienen sus vidas encarriladas.

Miro el reloj, perdida en mis divagaciones y observo con júbilo que al final la velada se me ha pasado volando. Apago la tele, de todas formas no le estaba prestando atención, y me quedo mirando lo bonitos que son los globos de colores que me he comprado esta tarde en el súper, con sus cuerdas de oropel con purpurina y sus panzas brillantes. Me alegran el alma y dibujan en mi cara una sonrisa.

Ya son las doce menos diez, así que me levanto de la cama, no sin cierta dificultad porque se me han quedado las piernas y la espalda entumecidas por la postura y por tantos años de trabajo físico; y busco de nuevo en la bolsa de la compra. Al pasar acaricio el manojo de globos, me divierte mucho ver como bajan y suben y juegan con el aire. De niña nunca me los compraban porque no había dinero y de mayor, los compré para mis hijos pero nunca para mí, así que hoy me he dicho a mí misma que era el día indicado para darme un capricho, a mí misma y me alegro mucho de haberlo hecho porque cada vez que los miro sonrío alegremente. Al fondo de la bolsa encuentro que estoy buscando. Saco un paquete de donuts y una vela con el cuatro y otra con el cero. Las clavo sin vacilación en el dulce y busco unas cerillas de esas de publicidad que hay sobre el viejo aparador del dormitorio.

Dedicarme este momento a mí misma me está cambiando el carácter. La depre de hace un rato parece que se transforma en algo más agradable, más cálido. Además los jadeos de al lado han parado. Aprovecho antes de que vengan al próximo servicio y enciendo las velas, apago la luz y me siento en la desgastada silla que hay junto a la redonda mesita de té, bajo la ventana. Intento ver alguna estrella a través del vidrio del ventanal pero entre las gotas marcadas y la polución de la gran ciudad, lo único que cubre la noche es una bruma grisácea y espesa.

La luz ambarina de las velas se refleja en la ventana y llama mi atención sobre el número 40 que descansa bajo las llamas. La suave y tenue luz ilumina la habitación proporcionándole un halo especial del que carecía hace un rato. Todo parece más cálido, más relajado, más bueno... "¿Por qué la luz de las velas tendrá esa atracción y esa magia tan especial?"

Cierro los ojos y me concentro, nunca he soplado las velas, y siempre que lo he visto en la tele me he emocionado como una tonta... Pero hoy sí, hoy voy a formular mi deseo.

-          Siempre he querido ser otra persona diferente y complementaria a mí. Todo lo contrario de lo que soy. Así que en el día de hoy deseo ser feliz. Deseo ser rubia. Deseo divertirme. Deseo sonreír. Deseo bailar. Deseo tener muchas velas. Deseo ser deseada. Deseo conseguir todo lo que me proponga. Deseo respirar. Deseo vivir... - "Ufff! Demasiadas cosas estoy pidiendo..."

Me detengo y abro un ojo, miro el reloj. Aun me quedan un par de minutos para formular bien mi único deseo.

Analizo minuciosamente cuál de ellos es más importante y justo cuando el reloj marca las 00:00, casualmente, veo mi irregular reflejo en el ventanal que hace de espejo debido a la oscuridad exterior. Cierro de nuevo los ojos y pienso para mí misma: "Deseo estar... al otro lado" y soplo las velas.

Continuará...

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