Tres.

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Luego de haber jugado en canchas con estadios vacíos durante lo que duró la pandemia, le fue reconfortante volver a escuchar a la afición perder el control cuando detenía el balón, más aún ahora que recuperaron las esperanzas en él después de la atajada que le hizo a Lewandowsky en el partido contra Polonia. Le gustaba el ruido de la euforia de los fanáticos del deporte porque lo hacía sentir desconectado de sí mismo y de todo lo que hay fuera del estadio. Le nublaba los sentidos, aumentaba sus reflejos y disimulaba sus propios quejidos, gruñidos y jadeos.

La enorme cantidad de personas exteriorizando sin límites sus intensas emociones, entre ellos montones de alfas extendiendo su esencia en busca de establecer dominio, difuminaba perfectamente el aroma de los alfas del equipo contrario.

O al menos lo hacía, hasta ahora.

—Qué pedo, ¿'tas bien, Memo? —se le acercó Héctor agitado, sabían que Argentina era un rival difícil, pero México estaba dándoles buena pelea. Ochoa asintió y entonces Héctor volvió su atención al juego y se fue cuando vio la pelota moverse.

Pero la pregunta del defensa lo dejó pensando. «¿Entonces no soy yo? ¿No lo estoy alucinando?». No había querido darle importancia, pero si Héctor también notó algo raro, quería decir que aquello no era imperceptible para los demás tanto como para él. Y es que algo así nunca había sido un tema de importancia en medio de un partido, ni siquiera en los que no había nadie más que solo los jugadores, pero ese día estaba sintiendo un tipo de atracción al aroma de un alfa.

Un montón de cosas estaban sucediendo al mismo tiempo, pero su olfato le hacía saborear algo en el aire que causaba en él una extraña oleada de nervios. Era un tipo de nervios diferente al que se siente en medio de un importante partido del mundial de fútbol donde era ganar o morir para ambos equipos. Y sabía exactamente de dónde venía.

Memo no sabría describirlo a detalle, pero Messi olía a la yerba mate. A sus nubecitas de vapor tibio cargadas con unas gotas de miel que invitaban a dar un largo sorbo; a las galletas de maicena recién horneadas antes de ser engullidas por el dulce de leche y el coco. Eran una gustosa combinación en la que cualquiera querría sumergirse por toda la eternidad.

—Messi —llamó bajo, no muy seguro de cómo dirigirse a él. Leo volteó a verlo al instante y, aprovechando la corta pausa en el partido antes de poner a jugar el balón de nuevo, Messi se le acercó y saludó por segunda vez.

—Por favor, decime Leo —le pidió sonriente y palmeó su brazo amistosamente, poniéndose a su lado para mirar también a donde la pelota regresaría—, Guillermo.

Francisco Guillermo se rió y luego se lamió los labios apartando la mirada al darse cuenta de lo estrepitosamente obvio estaba dejándole ver al alfa que su fragancia lo atraía y su compañía lo reconfortaba—. Dime Memo, Leo.

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El aroma de los omegas, en su mayoría, era una experiencia agradable para cualquier alfa. Un inconfundible olor dulce. Para cada uno, el aroma variaba para encajar perfectamente con la personalidad del omega, daba pistas de su estado de ánimo y, en general, era el primer encuentro con la personalidad de la persona. A Leo no dejaba de sorprenderle la precisión de la naturaleza para hacer encajar tan bien la forma de ser de los alfas y omegas con su aroma individual, al igual en la manera en que la fragancia corporal de cada uno de ellos sabía exactamente igual a cómo le hacía sentir el omega en cuestión.

Ahora, ¿por qué si ya lo había conocido antes, hasta ahora se daba cuenta de lo condenadamente delicioso que le sabía en la boca el olor de Ochoa?

El aroma a Francisco Guillermo Ochoa era algo parecido a ese tipo de chilito que con simplemente verlo puedes sentir a detalle el estremecimiento de tu lengua, como un toque eléctrico a cada una de tus papilas gustativas mientras debajo en tu boca no puedes evitar salivar. De esos que te hacen lagrimear si lo inhalas demasiado, que te obligan a estornudar si te le acercas sin cuidado.

Messi se sentía tan atraído a esa nube de sabor en el aire que en su cabeza solo podía pensar en probar. Cada vez que volteaba en dirección a la portería de Memo solo podía imaginarse saboreandolo, pero después de un par de veces de "discretamente" comérselo con la mirada, Ochoa lo buscaba con la suya al darse cuenta que en cualquier momento se le caería la baba por su culpa.

Y como si estuviera planeado, el partido se detuvo unos minutos. Primera vez en su carrera que se alegró de que se pusieran a discutir, así le daba más tiempo de conectar con el portero rival, además de que a él también parecía gustarle la atención de Messi. Probó un poco más su suerte y se le acercó de costado relamiéndose los labios y tragando saliva al olfatear de cerca la esencia de Ochoa, colando su mano por su espalda baja y envolviendo su esbelta cintura en su brazo, ignorando el vuelco que dio su corazón al sentir la curva de su cadera. Memo, mitad distraído en lo que pasaba al otro lado de la cancha y mitad moviendo su cuerpo para encajar en el agarre del argentino, lo abrazó también con un brazo sobre los hombros del alfa, Leo apretando su agarre y acercándose más a él al sentir el guante de portero cómodamente posado sobre su hombro.

Se mantuvieron cerca el uno al otro hasta que el juego lo permitió. Sin decir una palabra, Messi se separó al ver que el balón se acercaba, pero sintió una incómoda presión en el pecho cuando, al caminar hacia delante soltando a Memo, él deslizó su guante hasta que lo tomó de la mano y la presión empeoró cuando dejó de tocarlo.

Se congeló en el instante y, al ver que Ochoa lo siguió unos pasos hacia delante, tuvo que tocarlo otra vez aunque sea solo con una palmada en la espalda. Él imitó el gesto con una nalgada y eso fue suficiente para dejarlo ir sintiéndose tranquilo, sonriendo al mirarlo trotar hacia su arco con esos ricitos rebotando en el aire tiernamente.

El partido continuó todo el primer tiempo con el marcador intacto. En ambos lados se podía sentir como iba subiendo la desesperación y el ansia por comenzar a anotar goles y el medio tiempo era la oportunidad para organizar la ofensa.

Era el momento clave donde se marcaba otra estrategia, donde se tomaba en cuenta las acciones del rival para pensar con claridad en los siguientes movimientos a efectuar; idónea situación donde el entrenador tenía a todos los jugadores a su alcance para dejarles en claro lo que había visto en su espectáculo anterior.

Lionel Scaloni era un entrenador no muy difícil de describir; firme, sencillo, serio pero fácil de querer si sabías sacarle la ficha con rapidez. Decía lo justo y necesario, de su boca salían las palabras claves que podían guiar a cualquier jugador y en su semblante concentrado podía encontrarse toda respuesta requerida. Nada se le escapaba; sus ojos captaban todo en el campo de batalla y su cerebro maquinaba a todo vapor cuando se trataba de la selección argentina y el camino correcto para llevarlos a la victoria.

Y esta sed de victoria acompañada de una fría, calculadora y rápida mente solo podía llevarlo a tomar las decisiones más precisas. Por ende, no hubo manera de que no citara al capitán a hablar con él por un instante.

—Te vas a tomar esto —dijo sin mucho preámbulo, tendiéndole a Messi un supresor de aroma; el medio tiempo no era extenso y perder segundos podía costarles más caro de lo esperado—. Estás dejando salir mucho olor —lo dijo cortante, conciso, pero Messi pudo percibir en los ojos del técnico un brillo de advertencia, una gota interesante de información, una clara señal que le decía: «Ya sé lo que está pasando, Leo; concentrate porque tenemos que ganar». A Scaloni no se le pasaba nada.

Y es que podía palparse en el ambiente que tanto Lionel Messi como Guillermo Ochoa se atraían en medio del puto juego, sus aromas eclipsaban la parte de sus cerebros donde el raciocinio moraba, y eso no podía permitirse. Se estaban juntando como dos galaxias a punto de estrellarse con tal de crear una enteramente nueva, como la gravedad tirando de todo objeto, como los planetas orbitando alrededor del sol, alucinados con su calor y fulgor.

Debían jugar bien, estaban destinados a que solo uno de ellos se mantuviera en pie después del partido. Por mucho que una parte de él comprendiera la situación, la romántica empedernida donde las emociones se clausuraban por mucho que existieran, Scaloni tenía que tomar la decisión correcta, que era ocuparse del asunto.

—Bueno, bueno —aceptó el capitán, con la segunda palabra saliendo dudosa de sus labios, los cuales ahora tomaban el supresor entre ellos. No quiso decir nada más antes de volver a la cancha; sabía que defenderse frente a Scaloni, en ese momento, sería una pérdida de tiempo.

Total, al final en su cabeza solo se reproducía en bucle aquél instante donde todo a su alrededor se nubló y lo único real eran Memo y él tonteando en medio de la cancha, compartiendo aromas y toques tontos que podían interpretarse como inocentes. Por supuesto que para Messi todo tenía un trasfondo un poco más profundo: dejar en claro que detrás de Memo estaba él y que lo tenía en la mira.

Es que, dale, si todavía ni había pasado sus manos por esos hermosos rulos era porque: 1) no llegaba y 2) era demasiado decente como para hacer algo así en medio de un partido. Pero, que conste: GANAS NO FALTABAN. Puta madre, es que esos rizos eran de película, de horas de post-producción y cien productos especializados en cabello perfecto.

Cuando salió a la cancha y la luz del cielo le dio en los ojos, movió la cabeza hacia los lados para alejar los pensamientos. Ahora tocaba concentrarse en el segundo tiempo que se avecinaba.

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Por su parte, Gerardo Martino también tomó la decisión de darle un supresor a Ochoa, quien estaba demasiado ocupado rememorando el momento compartido con el capitán de la selección argentina como para siquiera percatarse de la mirada con todo y ojo morado que el técnico le dedicaba; claramente había captado lo mismo que Scaloni, pero su semblante se antojaba más firme y molesto.

Memo se tomó el supresor mientras cavilaba en la idea de que volviera a suceder algo entre Messi y él. ¿Y si el capitán volvía a pararse frente a su arco para generar más tensión? Porque, ¡a la m–!, si eso no era tensión entonces no sabría cómo llamarlo. Haber sentido a Leo tan cerquita, haberlo tocado... Apenas roces de títulos inocentes, pequeñas risas con dobles intenciones, futuros memes de la mano de los fanáticos. Aunque la verdad era que hubo más que lo que se dejó ver en pantalla, que detrás de todo eso se escondían excusas y deseos bien guardados. La mera presencia del otro a poco centímetros le generaba un cosquilleo en el estómago que estaba casi seguro que era compartida por el otro también.

Y si a la ecuación se le agregaba ese aroma tan atrayente que el argentino lucía... Ay mamá por Dios, que alguien lo ayudara. En su ropa todavía podía percibirse un poco de aquella fragancia. Y si así quedaba tan solo con un par de roces tontos, ¿qué tan bañado de su esencia quedaría si...? Bueno, si algo más sucediera. Si se generaba una peculiar situación donde Lionel tuviera que pegarse a su cuerpo con toda la totalidad posible– ¡Puta madre, Memo, concéntrate en el juego! Tenía que dejar de darle paso a ese tipo de pensamientos o en serio que no podría centrarse en el partido. Pudo hacerlos volar una vez volvió a entrar en la cancha, sintiéndose un poco renovado y sabiendo que la pastilla hacía efecto en él.

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Fanfic escrito en colaboración con viajeestelar , de por allá de donde son unos tales campeones del mundo.

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