Capítulo VIII

El dardo cortaba el aire con un silbido afilado en cada movimiento de su brazo, mientras que la cuerda se enroscaba alrededor de su cuerpo como si hubiera sido hecha solo para contornear su figura.

Camille danzaba al son de una canción inaudible, conocía tan bien cada paso que no era necesario que abriera los ojos, solo se guiaba de su instinto y del sonido que hacía cada muñeco de paja cuando emergía del suelo.

Su dardo de cuerda atinaba en la cabeza de cada muñeco, casi al momento que salían. No había margen de error en sus acciones, ni demostraba alguna duda al arrojar el puñal. Cada giro de su cuerpo y cada paso firme que daba, tenían el objetivo de despejar su turbulenta mente, sin embargo, su entrenamiento no la estaba ayudando en esta ocasión.

El dardo de cuerda significaba algo más que un medio de defensa para ella; con él, podía transportarse a un lugar alejado de las preocupaciones y los problemas, un lugar donde no importaba si el mundo estaba en llamas, donde podía ser libre y feliz, sin pensar en lo que los demás tuvieran que decir.

Así que fue una gran sorpresa, cuando después de casi una hora entrenando, su mente continuaba turbulenta y su cuerpo, todavía seguía tenso y alerta. No podía quitarse de la cabeza a Nathanael, sobre todo luego de esa contradictoria primera impresión.

¿Cómo alguien como él terminaría lleno de odio?, ¿una criatura monstruosa, sedienta de sangre?, nada tenía sentido. «Tú Nate no podrá salvarte» recordó lo que dijo el demonio en sus sueños. «¿Nate? Pero..., él es Nate, ¿no?» en vez de despejar su mente, lo que conseguía era confundirse más.

Confusión que, de hecho, comenzaba a reflejarse en sus poderes. En el mundo había miles de elfos psíquicos, algunos dominaban la telequinesis, otros la telepatía, también podías encontrar quienes tuvieran premoniciones o pudieran proyectar los pensamientos de los demás y unos muy raros, que nacían empáticos.

El motivo por el cual, Camille era tan poderosa era porque nació con la capacidad de manejar todas habilidades sin siquiera sudar. A los elfos como ella, les llamaban Psi, ya que dominaban cualquier maravilla de la psiquis que pudieran imaginar; solo existían cinco en el mundo con dicho don y dos de ellos, ya estaban tan viejos que no podían ni pararse de la cama.

Sin embargo, tener tanto poder también significaba tener una enorme responsabilidad. Manejar el caos podría parecer algo sencillo, los elfos fueron creados para ello ¿no?, no obstante, cuando se tiene tanto en el interior como sucede con un Psi, las cosas pueden salirse un poquito de control, si se descuidan por un minuto.

El caos podía ser embriagador, al igual que cualquier droga, los elfos se encontraban caminando en una cuerda floja entre la luz y la oscuridad. Para un Psi, el riesgo era el doble, sobre todo cuando la habilidad empática estaba tan desarrollada como la de Camille.

Para controlar el caos y no caer en la oscuridad, necesitaba tener paz en su interior y no sucumbir ante las emociones negativas, ni suyas ni de los demás. El interior de Camille estaba tan tempestuoso, que su empatía empezaba a salirse de sus manos, tanto, como para sentir en ese momento a un baboso que la observaba a sus espaldas.

Intentó no molestarse, sabía que muchos elfos novatos tenían ciertos enamoramientos con ella y sentía regularmente esas miradas en su espalda, sin embargo, la intensidad de las emociones de este nuevo observador consiguió acelerarle el corazón.

Quien sea que la estuviera viendo, sentía una profunda admiración por sus movimientos, su corazón saltaba cada vez que Camille acertaba en el blanco y el calor en su pecho era tan fuerte que, si ella no se controlaba, se sonrojaría inevitablemente.

Camille soportó la tortura de esos sentimientos por unos minutos, mientras decidía que hacer con el observador silencioso, pensó en dejarlo pasar y comportarse con la educación que su tía le había inculcado, pero cuando el dardo tocó el suelo y finalmente abrió los ojos, se encontró con la intensa mirada del único que podría hacerla echar chispas.

Nathanael tragó en seco al encontrarse con la expresión asesina de Camille, tenía rato observando como la chica giraba con la elegancia de una bailarina de valet, pero al mismo tiempo, tan letal como una espía de las películas.

En ningún momento pensó que era ella, su cabello largo y espeso cubría casualmente su rostro cada vez que giraba; además, de que se encontraba en el balcón de la habitación que le asignó la directora y aunque hubiera querido detallar la cara de la bailarina, la rapidez de sus movimientos se lo dificultaban.

Cuando Camille dio un primer paso en su dirección con sus palmas brillando con ese incandescente color índigo, Nate se arrepintió por completo de querer ver el atardecer, porque para ello es que se encontraba allí, para ver el sol ocultarse tras las montañas en vez de fisgonear a una chica en el patio de entrenamiento.

Se alejó lo más rápido que pudo del balcón, fingiendo completa demencia ante lo sucedido, pensó que no habría manera de que Camille supiera que la estaba observando y mucho menos, el tiempo que tenía haciéndolo.

También estaba muy avergonzado, no odiaba a la chica ni nada por el estilo, era un poco extraña, maleducada y definitivamente, muy agresiva para su gusto; así que jamás se le hubiera pasado por la cabeza, estar admirándola de lejos con tanta fuerza como lo había hecho.

Aunque la verdad era que no pudo evitarlo, sus movimientos eran tan majestuosos que, sin percatarse, cayó hipnotizado ante ellos; quizás si hubiera sabido antes que la chica era Camille, ni se hubiera molestado en observarla.

—¿Disfrutaste el espectáculo? —la voz de Camille fue lo último que Nate esperó oír, como gato asustado pegó un salto y tropezó con la cama, de alguna manera se las ingenió para caer de espaldas, encarando a quien creía que era un fantasma.

—¡¿Cómo demonios entraste?! —gritó, buscando por instinto a su alrededor cualquier cosa con la que pudiera defenderse, aunque siendo honestos, nada podría ayudarlo contra esa chica que parecía biónica.

—Por el balcón —dijo como si fuera lo más normal del mundo—, ¿ser acosador es uno de tus pasatiempos? —Nate intentó fingir que no sabía de qué hablaba, pero por supuesto, Camille no se tragó su cara de inocencia—. Sé que me estabas viendo desde hace rato, te sentí idiota —lo escrutó con esa mirada afilada que te hacía sentir que tu muerte se acercaba.

—¿Puedes sentirme? —Nate sabía que no debía echarle más leña al fuego, sin embargo, no pudo evitar preguntárselo. Por un momento, las mejillas de Camille mostraron una pizca de rosa, pero solo fue eso, un breve momento.

—Puedo sentir a casi todos los elfos de este lugar, soy empática —masculló, sintiendo la necesidad de hacerle entender que él no era especial—. Mantén tus ojos en otro lugar cuando este entrenando o tu cabeza será mi próximo objetivo.

—Lo haré si tú lo haces —susurró al percatarse que la mirada de Camille estaba en su pecho desnudo. Antes de asomarse por el balcón acababa de tomar una ducha y solo se puso unos pants, nada más.

Camille alzó una ceja al escuchar el comentario, tomándose la molestia de detallar sin vergüenza su pecho. De nuevo, la chica hacía todo lo contrario a lo que él esperaba, su objetivo era conseguir que se ruborizara más no, sonrojarse el mismo ante su atrevimiento. Después de unos segundos una carcajada bastante honesta, emanó de su garganta.

—De hecho, he visto mejores —exclamó, poniendo sus manos en la cintura y devolviendo su mirada a sus ojos. Si Nate estaba sonrojado antes, ahora su rostro hervía—. Creo que estamos a mano, para la próxima, no tientes a la suerte, idiota —se giró sobre sus talones y saltó por el balcón.

Nate se incorporó de un brinco y corrió tras ella, al llegar al balcón, la vio aterrizar en el campo tan ligera como una pluma.

—¿Puede volar? —«¿De qué otra forma subió por el balcón?» la Voz le respondió como si fuera lo más obvio, «Tiene coraje, me agrada»—. A mí me agradaría que te callaras —masculló apartándose del balcón.

Se sentó en la cama hundiendo la cabeza entre sus manos, hace solo veinticuatro horas se encontraba haciendo su trabajo de repartidor, conduciendo entre las atestadas calles de la ciudad de los vientos; con todo lo que había ocurrido, sentía que esas veinticuatro horas se habían convertido en días, semanas o meses.

Cuando era un niño, era un fanático empedernido de Harry Potter y tenía la fantasía, de algún día poder viajar a los lugares donde se filmaron las películas. También soñaba con recibir una carta de Hogwarts, que justificara toda la soledad que atravesaba; sin embargo, como todo niño, olvidó que no todo en la vida es arcoíris, felicidad y cuentos de hadas.

Lo que más soñó en su infancia, ahora era una realidad, una tétrica realidad que tenía que afrontar. ¿Debía quedarse en el monasterio y enfrentarla? O, ¿volvía a la horrible vida entre los humanos? Cualquiera pensaría que la decisión era sencilla, que no habría que pensar mucho al respecto, cualquiera menos Nate.

Por una parte, deseaba quedarse para descubrir quién era realmente, pero, por otro lado, su zona de confort lo estaba llamando a gritos. Quería volver con su vieja camioneta, encerrarse en su pequeño apartamento y continuar todo dónde lo había dejado a pesar de que eso significara seguir viviendo vacío.

Irguió su cabeza y contempló de nuevo todo lo que esos individuos le habían dado sin pedir nada a cambio, una cama amplía, agua caliente, comida, ropa..., si, eran cosas materiales que cualquiera podría brindarle, pero ¿cuántos lo harían desinteresadamente?

El sonido de pequeños golpecitos en la puerta lo sacaron de sus pensamientos, por un momento, temió que Camille hubiera vuelto para torturarlo o algo peor, sin embargo, se armó de valor y enfrento a quien quiera que tocara la puerta.

—¿Listo para la cena? —exclamó Fate cuando ni siquiera había terminado de abrir la puerta—. Creo que no —se sonrojó al ver su torso desnudo.

—Lo siento, el tiempo se me pasó volando —al medio día, cuando Fate le dio un breve paseo por el monasterio y lo dejó en la habitación, habían quedado en que lo buscaría para cenar a las seis y media en punto. Los horarios de comida eran bastante estrictos en Caledonia, si no asistías a la hora estipulada, te quedabas sin comer hasta la próxima.

—Si, si, lo que digas —Fate irrumpió en la alcoba como si le perteneciera, buscó en el closet una camisa y se la arrojó en el rostro sin fijarse si la había atrapado o no mientras se enfocaba en conseguir calcetas y zapatos—. Vístete rápido, llegaremos tarde y perderemos los mejores puestos.

La familiaridad con la que actuaba la pelirroja era un balde de agua fría para él, aunque lo que más le sorprendía era el hecho de que no le molestaba, sino más bien, le agradaba. Jamás había tenido un amigo, pero pensó que quizás así se sentía. 


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