Capítulo I

Los últimos rayos de sol se escurrían tras la majestuosa jungla de concreto, resaltando la grandeza arquitectónica de los gigantes compuestos de acero y cristal, gigantes que casi parecían ser capaces de tocar el cielo; a pesar de que los edificios no te permitían ver al horizonte y el bullicio citadino era casi imposible de ignorar, el susurro del viento y la amplitud de las calles brindaban una sensación de libertad similar a la que encontrabas en el campo, al menos, así era para Nate, quien justo en esos momentos salía a toda prisa de la Torre Willis.  

—Diablos —masculló al verificar el viejo reloj en su muñeca, marcaba las seis y media. Hace aproximadamente una hora que había entrado al deslumbrante gigante por primera vez y según sus cálculos, tan solo treinta minutos en el parquímetro debían ser suficientes para hacer su trabajo, sin embargo, como de costumbre sus matemáticas y su percepción del tiempo fallaron, era muy tarde; esa pequeña vocecita en su cabeza que se rehusaba a abandonarlo, se lo advirtió una infinidad de veces.

Pero no, tenía que ignorarla, intentar ser optimista y creer que no tardaría mucho. «¿Cuándo aprenderás?» la Voz hizo eco en su cabeza, recordándole lo inútil que era, incluso para dominar su propia mente.

Con el tiempo y una amenaza de multa soplándole en la nuca, se encaminó a donde dejó estacionada su vieja camioneta a unas cuantas calles abajo; como siempre en momentos estresantes, su cuello estaba en llamas y le resultó imposible evitar masajearse la nuca..., aparte de esa fastidiosa Voz, el dolor en su cuello era otro molesto efecto secundario de vivir en constante ansiedad.

Aunque la verdad no podía quejarse; era el fin de su jornada laboral y por primera vez en semanas, había conseguido entregar todos los paquetes en el tiempo estimado; lo que significaba que, al fin, su jefe le daría un pago decente.

Verás, su situación económica no estaba en el mejor momento..., bueno, ¿a quién engaño? Nunca lo ha estado. Nate vivía el día a día, contando cada centavo para pagar sus deudas o siquiera, subsistir; Y antes de que siquiera llegues a pensar, que la raíz de sus problemas financieros eran la vagabundería e ignorancia, debo aclarar que eso está muy lejos de la realidad.

El joven de cabello rebelde en sus años escolares había resultado ser casi un prodigio, de hecho, consiguió una beca por un excelente desempeño académico en la Universidad de Chicago; merito que tiró a la basura apenas terminó el primer semestre de psicología. ¿Crees que se comportó como un idiota por hacerlo? Tal vez sí, pero esa es una historia para otra ocasión.

De todas maneras, tener un título universitario no le garantizaba conseguir un buen empleo, así que buscó y, con mucha suerte encontró un excelente trabajo vendiendo coches; en el cual duró una semana. Volvió al campo laboral y de nuevo, obtuvo otro muy buen cargo en una oficina jurídica..., donde solo estuvo tres días. Así ha vivido por cinco años, de hecho, lo más que ha permanecido contratado han sido tres meses.

No era que Nate fuera flojo o quisquilloso con los empleos, ni mucho menos que el ambiente laboral de todos esos lugares no haya sido de su agrado; el problema era él, y nada ni nadie más. Verás su cerebro no funcionaba de la misma manera que el de los demás; existen personas con el espectro autista, con fobias o algún trastorno que afecte la habilidad social y luego, estaba él.

Algo en su cabeza, simplemente no funcionaba bien. Podría ser muy inteligente, perspicaz y, de hecho, era bien sabido que Nate tenía un buen corazón, pero..., no era capaz de conectar con los que lo rodeaban; la incomodidad, el hastío y, sobre todo, ese extraño ardor en su nuca, hacían casi imposible que conviviera entre cuatro paredes con otras personas —¡al menos, por más de cuatro horas continuas!—.

Y es por eso, que el trabajo de repartidor era perfecto para él; pasaba la mayor parte de las ocho horas laborales conduciendo en solitario por toda la ciudad haciendo entregas, y solo compartía media hora con su jefe o compañeros. Con beneficios como esos, le era difícil pensar mucho en la mala paga. Tenía un empleo que podría conservar y por fin, encarrilar su turbulenta vida..., al menos, si podía evitar que la grúa se llevara su destartalada camioneta.

—¡No! —gritó al mismo tiempo que comenzaba a correr en dirección al oficial y la grúa, «Te lo dije»—. ¡Tú cállate!

—¿Disculpa? —el oficial levantó la vista de la libreta que traía en sus manos, deteniendo sus anotaciones abruptamente; si había ignorado su primer grito, el segundo no pensaba dejarlo pasar.

No te sorprendas si nuestro chico a veces habla consigo mismo en voz alta, la Voz había estado tanto tiempo acompañándolo, que ya casi le era inevitable ignorarla. Tres de los cinco psicólogos que Nate había visitado, lo habían diagnosticado con ansiedad y fobias sociales, mientras que los otros dos, decían que tenía alguna especie de TDAH; fuera lo que fuera, los psiquiatras tampoco se ponían de acuerdo en sus diagnósticos. Al final en lo único que todos los doctores coincidieron era que, mientras no fuera un peligro para él ni para la sociedad, no había necesidad de preocuparse.

—Lo siento, oficial. No era con usted —murmuró, tragándose la vergüenza—. Esa es mi camioneta.

—¿Y? —el regordete policía retomó sus anotaciones.

—Eh, no tiene que remolcarla, ya me iba —el oficial lo ignoró por completo—. ¿Enserio me va a remolcar?, vamos oficial... —se tomó unos segundos para leer la placa en su pecho—. Oficial Bishop, ¿puedo llamarlo, Kent? —Bishop alzó la mirada nuevamente y lo vio con una ceja alzada.

—No.

—Oficial Bishop, por favor, no me remolque, solo me excedí unos minutos.

—Joven, se excedió media hora —Nate tragó en seco.

—Lo siento, de verdad, no fue mi intención —unió las palmas y estuvo a punto de ponerse de rodillas—. Tengo paquetes importantes allí adentro —mintió.

—Podrá recuperarlos mañana, después de pagar la multa —Bishop era inquebrantable.

—Me despedirán si no los llevo hoy a la central —mintió otra vez. Sin embargo, todo lo que decía al oficial Bishop le entraba por un oído y le salía por el otro.

«¿Vas a dejar que nos quiten la camioneta?» Nate se contuvo de responder, lo que menos quería era terminar en la comisaria por parecer un demente. Así que observó en silencio como la grúa comenzaba a remolcar lenta y tortuosa a su vieja amiga.

Porque sí, la vieja camioneta de colores dudosos gracias al oxido y al tiempo, era su amiga y confidente. En ella había pasado noches sin techo, hablado de su soledad y miedos; gracias a ella, tenía trabajo. Diablos, lo único que le faltaba a la vieja carcacha era nombre.

—Tenga —Bishop le entregó la desdichada multa, como si fuera algo sin importancia ni valor. No obstante, cuando los ojos de Nate se posaron sobre el papel, descubrió que era todo lo contrario a eso. El monto que debía pagar era casi un mes de su sueldo.

Su corazón se detuvo por un microsegundo, sin embargo, los latidos que le siguieron estaban cargados de una furia tan flameante como la mismísima boca del infierno. Nunca había sufrido de ataques de ira, de hecho, siempre se consideró como un pacifista, para él, la violencia nunca era una opción, aunque en un caso como este, lo que más deseaba era asesinar al ser sin corazón que estaba frente suyo.

Luchó por controlar su temperamento, pero el horrible chirrido que emitía el oxidado chasis de su camioneta con cada mal movimiento de la grúa solo lograba que sus intentos se fueran al caño. «Vamos pelele, tenemos que hacer algo» eran pocas las veces en que estaba de acuerdo con la Voz, pero su nuca estaba hirviendo para ese momento, necesitaba hacer algo; así que dio un paso en dirección al policía y...

Una fuerte ventolera —tan fuerte como para ser considerada atípica en la ciudad de los vientos—, azotó al oficial y al encargado de remolcar la camioneta. Y no solo azotó, sino que también, los revolcó como dos bolas de rodapaja en el desierto. El extraño fenómeno y el clamor de las risas de algunos espectadores, fue lo que necesitó Nate para volver a la tierra. Toda la ira que sintió en su interior se esfumó tan rápido como llegó.

—¿Necesita ayuda oficial? —dijo, sin sentir ni una pizca de gracia al respecto.

El oficial soltó un gruñido mientras luchaba por ponerse de pie; sin embargo, Nate ignoró sus refunfuños y lo ayudó a levantarse, mientras concentraba toda su atención a la camioneta agonizante. No había nada que pudiera hacer, recuperó la cordura y se dio cuenta de que la mejor opción, era dar un paso atrás y buscar la forma de conseguir el dinero; por lo pronto, esta noche se iría en autobús a casa.

Si había algo que Nate había aprendido en el transcurso de su vida, era el ser resiliente; no importaba cuantas desgracias se encontrara en su camino, el luchaba contra ellas y levantaba la cabeza. Sin embargo, no creas que ese coraje siempre fue característico de él, oh, claro que no, su pasado esconde demasiadas cicatrices para contarlas todas en un solo día.

Cuando la grúa terminó su trabajo y los curiosos siguieron su rumbo, Nate emprendió su camino a la siguiente parada del bus. Cabizbajo y con las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta de cuero, logró llegar justo al mismo tiempo que el autobús que lo llevaría o al menos, lo acercaría un poco más a su humilde hogar.

Lo único que pasaba por su cabeza en ese momento, era llegar a su diminuto apartamento, darse una ducha, comer algo caliente y dormir a pierna suelta en su cama vieja que, a pesar de tener algunos resortes sueltos, en momentos de agotamiento se sentía rellena de nubes.

Emocionado por la idea de llegar a casa y concretar sus planes, subió al bus olvidando por completo el motivo por el cual había comprado la carcacha que llamaba camioneta. ¿Recuerdas que te comenté que no podía pasar mucho tiempo con personas entre cuatro paredes?, pues, no solo es por la incomodidad o la ansiedad que le generaban los demás, sino también, por el nauseabundo aroma que al parecer solo Nate era capaz de oler.

Así es, en lugares concurridos o con poca ventilación —como lo era ese angosto autobús—, el joven percibía olores putrefactos que solo las personas de estómago fuerte podrían tolerar. ¿Por qué le ocurría esto? No lo sabía, ni tampoco lo entendía. Pensaba que no podía ser normal que todas las personas olieran tan asqueroso, pero así era, o así siempre había sido al menos para él.

Sintió los jugos gástricos burbujeando en su garganta y esa desagradable sensación en su boca, que solo las náuseas eran capaces de provocar; sin embargo, logró atravesar el angosto pasillo del autobús hasta llegar a uno de los últimos puestos junto a una ventana sin vomitar en el intento.

—Disculpa, ¿te sientes bien? —le preguntó la chica que estaba sentada a su lado, de no ser por sus palabras, Nate ni siquiera se hubiera percatado de su presencia.

—Eh, sí —murmuró con una sonrisa incómoda, intentando alejarse lo más que podía de ella.

—Es que te vez un poco... pálido —Nate le respondió encogiéndose de hombros, sentía que sí volvía a abrir la boca, le vomitaría en la cara—. Me llamo Brenda.

La chica de curiosos ojos oscuros extendió su palma con una enorme sonrisa en el rostro. «Ay no» pensó Nate, intercambiando miradas entre la mano y el rostro de Brenda.

—Nate. —contestó, sin tomar su mano. La chica arrugó un poco el ceño ante tal despreció, cualquiera pensaría que era una clara señal para terminar el intercambio de palabras, cualquiera menos Brenda.

—Mucho gusto, no te había visto antes en esta ruta —Nate se concentró en mirar por la ventana, luchando contra el impulso de sacar la cabeza a través de ella—. No eres muy elocuente ¿cierto?

—Disculpa, ¿Brenda? —la joven volvió a sonreír—. No tengo muchas ganas de hablar ahora...

—Y, ¿qué tal luego?, ¿con un café? —Nate resopló, al menos la charla le había hecho olvidar un poco las náuseas.

—Tengo novia —mintió. El rostro de Brenda se puso tan rojo como una fresa madura, abrió la boca una y otra vez, pero ninguna palabra salió de ella; luego se removió en el asiento y giró su cabeza en dirección contraria a él.

Nate se encogió de hombros, sintiendo la típica culpa que lo sobrecogía cada vez que tenía que rechazar a alguien que a simple vista parecía buena persona; los años de experiencia intentando socializar, eran suficientes como para saber que seguirle la corriente a Brenda, solo acabaría mal para ambos.

Así que no le quedó de otra que tragarse la incomodidad y pensar en otra cosa. Decidió concentrarse en un pasatiempo que acostumbraba a hacer en momentos como esos..., observar. Veía a las personas a su alrededor y se imaginaba qué tipo de vida tendría cada uno de ellos, a dónde se dirigían y quien los esperaría en casa.

Por ejemplo, se imaginaba que una joven de cabello negro que caminaba junto al bus era una estudiante universitaria con aspiraciones a ser escritora, vivía sola en un pequeño loft en el centro de la ciudad y en ese momento se dirigía a una sala de poesía en algún pub bohemio; y así sucesivamente con cada persona que se le cruzara por delante.

Aquel curioso juego en su cabeza lo hacía sentir más humano, como si encajara un poco más entre aquella sociedad de ovejas vacías y olorosas. La verdad es que Nate estaba agotado de la soledad; cansado de intentar conectar y esforzarse por mantener su actitud resiliente, cosa que era cada vez más difícil. Sentía que vivía en un mundo al cual no pertenecía y, desconocía cuanto tiempo más podría soportar seguir fingiendo que era normal, una oveja más.

Se encontraba tan perdido en sus pensamientos que solo cuando el autobús frenó de golpe, volvió a la realidad. Algunos pasajeros comenzaron a gritar, con el terror marcado en sus rostros; no pasó mucho tiempo antes de que el resto de las personas, fueran invadidas por el miedo tornando al ambiente caótico en cuestión de un parpadeo.

El tiempo a su alrededor pareció congelarse por unos segundos, o al menos, ir mucho más despacio de lo que debería cuando sus ojos se posaron sobre la causa del pánico colectivo.

Un camión en llamas se dirigía al autobús, a toda velocidad y sin control aparente. Su nuca comenzó a arder con la intensidad de mil soles, y sus manos la imitaron con punzadas y ardores. En un auto reflejo por protegerse alzó los brazos para cubrir su rostro, aunque estaba claro de que en cuanto el impacto tuviera su momento, no habría manera en que nada lo protegiera de ese infierno.

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