• Fuiste tú •

Quise salir, no podía soportar un segundo más en esa horrenda y hedionda habitación. Miré a todas partes, sin saber qué demonios hacer. Mi cuerpo temblaba como gelatina. No podía irme. Mis huellas estaban en todas partes, es como si pudiera verlas. Otra vez volví al principio, como si el suceso de mi madre se estuviera repitiendo, como un jodido círculo vicioso de nunca acabar. 

Caí de rodillas y me apoyé en la pared, mientras con la otra mano buscaba mi celular en el bolsillo de mi falda mahón. El incontrolable temblor me impedía marcar bien las teclas. El único que se me cruzó en la cabeza en ese instante fue Fabián, por eso le llamé. 

—¿P-por qué hiciste esto? ¿Qué te hizo Ramiro? —mi voz salió como un susurro. 

—¿De qué estás hablando? —él se oía relajado, podía oír el televisor de fondo. 

—¿P-por qué lo mataste? Él no te hizo nada malo— caí sentada por completo, mirando en dirección a la puerta entreabierta de esa habitación, donde lo único que veía desde este ángulo eran las paredes ensangrentadas.  

—Necesito que te calmes y me digas qué está pasando y por qué te oyes tan alterada. No entiendo nada. 

—Sácame de aquí, te lo suplico— le imploré.

Lágrimas brotaron de mis ojos, sin posibilidades de retenerlas. 

—¿Dónde estás? 

—Estoy en el apartamento de Ramiro. Donde lo dejaste.

—No sé de qué estás hablando. Si no me envías tu ubicación, no tengo forma de llegar.  

Colgué la llamada, enviándole a través de mensaje mi ubicación, pero aún atando cabos en mi cabeza. 

«¿Por qué finge no saber nada? ¿Realmente me cree tan idiota?». 

[...]

Estuve vagando por el apartamento, no podía quedarme quieta. Mis piernas dolían de tantas vueltas que di. Miraba la mesa, los platos que estaban servidos y todo lo que podía pensar era en lo que le hicieron a mi mamá. Estaba claro que esto era obra de Fabián. 

Fui de regreso a la cocina, había dado varias vueltas por la barra, pero en ese momento, mis ojos se desviaron a las ollas. Fue la curiosidad por descubrir el contenido quien volvió a vencerme y fue ahí donde encontré las partes restantes del cuerpo de Ramiro. Haber visto los trozos de su miembro hervidos con varias especias trajo unas náuseas repentinas que terminaron en hacerme expulsar todo lo que había comido en la mañana y ya había digerido. El ardor en la garganta y en la boca del estómago era insoportable. 

Oí la puerta de la entrada y luego vi asomarse a Fabián, quien se trató de acercar a mí, pero no quería que me tocara con esas mismas manos que hicieron tal atrocidad. 

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? 

—Tú… eres lo peor que me haya pasado en la vida— intenté darle una bofetada, pero él sostuvo mi mano en el aire. 

—¿Por qué tan agresiva? ¿Qué demonios te hice? 

—¿Y aún seguirás fingiendo no haberlo hecho? —me solté de su agarre, pasando por su lado y caminando tropezando con mis propios pies. 

Lo llevé hasta frente a la habitación. No quería volver a entrar y ver esa escena tan macabra. No quiero volver a ver esos ojos mirándome. 

—Ay, Luna. ¿Cuántos secretos más se supone que guarde de ti? ¿Qué ocurrió esta vez? — se veía tranquilo, a pesar de haber entrado, lo que confirmaba que haber visto su obra de nuevo, no le causaba ningún mal. 

—¿Qué ocurrió? Tú más que nadie lo sabes. ¡Tú hiciste esto! ¡Tú lo mataste! 

—Primero que nada, baja la voz. Segundo, ¿por qué me echas la culpa de todos tus muertos? ¿Yo qué tengo que ver en esto? 

—¡Todo! ¡No quieras hacerte el inocente y el que no rompe ni un plato, cuando rompes la vajilla completa!

—¿Crees que lo maté yo? Me hubiera encantado tener el gusto, pero no. Ni siquiera había visto ese muchacho de frente, fuera de las veces que lo vi llegar a la casa e irse contigo. 

Me sentía muy mareada. Mi pulso debía encontrarse por las nubes. La respiración acelerada no podía controlarla, por más que me esforzaba en hacerlo. Incluso me costaba permanecer de pie. 

—Deberías acudir a los ejercicios de relajación. Estás muy alterada y eso no traerá nada bueno. 

—Como si te importara lo que me pase, desgraciado. 

—Si tú lo dices… —volvió a mirar hacia la habitación y suspiró—. Esto parece obra de alguien que conozco bien. 

—¿Quién haría algo tan horrible?  

—Mi hermana. 

Todo cobró sentido en ese momento. La amenaza de esa mujer se reprodujo una y otra vez en mi cabeza como un disco rayado. 

«Sí, fue ella. Tuvo que ser ella». 

«¡Maldita perra!».

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