Seis.
—Rayos.
Koji alzó el rostro y apretó los ojos, cegado por los ferozes rayos del sol. Sentía líneas de sudor recorriendo su piel, ciñiéndose a su vestuario. Apoyó el codo en la punta de la herramienta de agricultura y deslizó la manga de su camisa de algodón por su cara, librándose del cúmulo de sudor.
Por lo contrario, Ikki continuaba con la labor, al parecer nada afectado. Como si aquel fuera un trabajo de niños. Su cuerpo expuesto al sol, suavemente bronceado, cargaba con una capa de sudor que resplandecía.
—Esto es un asco —refunfuñó, agarrándose al palo como si lo abrazara.
—¿Ya estás cansado, señorita? —Ikki se paró sobre su metro ochenta y su cuerpo cargado de masa muscular.
Koji soltó un bufido cargado de envidia. Él en comparación no era más que un enclenque que ya tenía suficiente con caminar. No estaba hecho para arar la tierra. Nunca podría tener un cuerpo como el del guerrero y mucho menos disponer de semejante destreza.
—¡No soy ninguna señorita! —le lanzó un puñado de tierra que explotó contra el pecho tonificado del joven —¡Cúbrete antes de que aparezca Chiasa y le dé un infarto!
—¿Qué pasa conmigo?
Tal y como si la hubiera invocado, Chiasa surgió de entre la sombra de los árboles, cargando una gran cesta con las ropas que recién acababa de lavar en el río.
Koji apretó los labios, rabioso y esquivó la mirada curiosa de su amiga. No quería decirlo. No quería que el mencionarlo hiciera que ella se fijara en el guerrero.
—¿Ya estabas cansado? ¿Es eso? —le pinchó en el antebrazo con el índice, sonriendo con burla —Quizás debería ser yo la que se quedara a trabajar con Ikki aquí, mientras tú te vas a lavar la ropa al río.
—Quizás tengas razón.
Un gusto agrio se coló en la boca de Chiasa cuando vio a Koji dejando caer la pala y dándole la espalda, alejándose cabizbajo. Su corazón martilló su pecho, el que apretó con la mano.
—Oye, Koji, apenas estaba bromeando —dijo con verdadero arrepentimiento, hesitante en si acercarse o no.
Koji se detuvo y mostró una pequeña sonrisa por encima del hombro.
—Tranquila, lo sé. Apenas iré a lavarme la cara.
En aquella ocasión no logró ocultar la tristeza que cargaba, la frustración de ser un abnegado. No podría proteger a Chiasa, eso era un hecho. Si no fuera por Ikki seguramente ya habría muerto tras las rejas, dejando a Chiasa en la soledad, obligándola quizás a regresar a su antigua morada, justificándose que había sido raptada, pero que en un descuido por parte de su raptor había logrado escapar.
Se acercó a la tranquila orilla del río y se sentó junto a ella. Observó el recorrido del agua, donde pequeños peces aparecían de vez en cuando, nadando entre las grandes piedras. Apretó los hombros, víctima de un temblor que de repente azotó su corazón. Sentía la presencia de las lágrimas en sus ojos, razón que le frustraba más. Necesitaba de fuerza, de habilidad, todo para proteger a aquella chica que había jurado proteger aun cuando era un enano incapaz de protegerse a sí mismo.
—Maldición —masculló, ocultando la cabeza entre las piernas.
Día tras día había practicado tal y como le enseñaran en palacio. Había blandido veces sinfín la espada. Había entrenado hasta caer de rodillas sobre la tierra húmeda por el excesivo sudor que desprendiera de él, pero seguía siendo insuficiente. No lograba ser más fuerte. Su cuerpo era débil. No correspondía a los campos de batalla.
En sus pensares, el sonido rasposo de la tierra atrajo su atención. Alzó un poco la cabeza, dejando apenas sus ojos a la vista. Halló al guerrero sentado, observando con seriedad el río.
—No me digas que tú también te has cansado —trató de sonar chistoso, pero no funcionó, las lágrimas perturbaban su voz.
Se frotó el rostro con los puños cerrados, quemándose la piel. Una ira creciente residía en él. No lo toleraba.
—Quieres proteger a Chiasa, ¿verdad?
Que Ikki se mostrara ante él tan serio resultaba incómodo. No era propio de su persona. Normalmente se la pasaba soltando bromas.
—Chiasa estará bien mientras tú estés a su lado —se sinceró, apretando las piernas con los brazos. Detestaba su debilidad, pero era una realidad que debía asumir.
—No fui yo el que la instó a abandonar la mansión. Ni tampoco el que juró protegerla.
La llama se prendió con mayor intensidad en su interior.
—¡Lo sé! ¡Lo sé, maldita sea! –explotó con todas sus fuerzas, clavando sus demacradas uñas en sus piernas —¡Pero no importa cuanto haga! ¡Yo soy incapaz de protegerla!
Lágrimas escaparon a borbotones. Continuó apretando más las uñas contra la carne, hasta el punto de crear pequeñas corrientes de sangre. Asumir que era débil, que no era útil para nada le estaba matando, pero no quería seguir viviendo en la mentira. Pretender ser el guardián de Chiasa no podía durar para siempre. Tenía que protegerla, y para ello estaba dispuesto a suplicarle a Ikki que lo hiciera, aunque eso matara su orgullo masculino.
—Ikki —habló con voz ronca, sumiendo su rostro en las sombras por completo —Por favor, cuida de Chiasa por mí. No dejes que nada malo le ocurra.
—Esa no es mi promesa.
La voz de Ikki le pareció un tanto cruda.
—Es a ti a quien le corresponde protegerla.
¿Por qué seguía insistiendo? ¿Acaso le tenía lástima? El imaginarlo causaba mayor ardor en su pecho. ¡No quería su lástima! ¡Tan sólo deseaba que lo desechara de una vez por todas! ¡Que asumiera su papel!
—¡Yo no-!
Por reflejo, agarró un objeto que se precipitó sobre su persona. Parpadeó confuso, después de visualizar con claridad su espada.
—Levántate.
Koji alzó la mirada, confuso. Halló a Ikki en pie, blandiendo su espada, viéndole serio. Portaba una esencia peligrosa, una que no había visto antes él.
El chico se alzó tambaleante, aferrándose con ambas manos a su arma. La nuez en su garganta retrocedió al tragar. Pararse frente a Ikki portando una espada le resultó peligroso. Supo que en verdad nunca querría llegar a ser su enemigo.
—Ikki, es inútil. Yo soy un asco en esto —comentó Koji con total desánimo, dejando caer la hoja de la espada.
Por un momento un golpe de emoción había estallado en su pecho. Se había dejado llevar por la esencia del momento. Por la poderosa presencia del guerrero. Por aquellos ojos azules repletos de determinación.
Koji retrocedió con violencia cuando de repente Ikki se precipitó sobre él, creando un tajo en el aire antes de chocar con la espada que el muchacho irguió a tiempo.
—¡¿Pero qué-?!
Abrió grande sus ojos. Por un instante había dejado de respirar. Su cuerpo temblaba como loco. Nunca antes una presencia tan peligrosa le había acechado.
—No bajes la mirada. Enfoca siempre a tu enemigo con detenimiento.
La voz de Ikki era profunda, más que la profundidad de sus pupilas.
Koji obedeció enseguida, sin conocer el verdadero motivo del por qué lo hiciera. Había perdido cualquier esperanza. Se había resignado a poder cumplir su esperanza, pero sin embargo, había algo en Ikki que sembraba en él la semilla de la esperanza.
Cuando sus armas chocaron por cuarta vez, Ikki resbaló en la tierra húmeda que rozaba el río, tras ser atacado por una visión. De nuevo aquellos cabellos rojos surgieron, causándole una conmoción.
—¡Oye!
Koji retiró de inmediato el filo de su espada de frente del guerrero. Estaba muy blanco. Había estado a punto de cortarle, y sabía muy bien que no había sido por su destreza. El choque de espadas había sido imperfecto. De parte de Ikki había carecido de fuerza.
—¿Ikki, te sientes bien? —le tocó el hombro, preocupado.
Ikki estaba pálido y su cara estaba cubierta de sudor; sudor que no había sido originado por los movimientos, sino por algo más profundo.
Cerró los ojos, manteniendo un silencio absoluto, urgido de atrapar aquella imagen, de llegar a rozar aquellos cabellos rojos cuya persona desconocía. Sentía que si se concentraba podría recordar su rostro. Aquella escena, el entrenar a alguien, sentía que ya lo había vívido antes, y no era de sus meses en el palacio. Era alguien más al que un día había instruido. Era aquella persona de cabellos rojos.
—Espera —murmuró para sí mismo, víctima de la huida de aquella persona.
Sus cabellos rojos se perdían en el atardecer, rebeldes, ocultando el rostro que tanto ansiaba en recordar, hasta que al final se fundió con el sol, y con éste se marchó tras la aparición de la luna.
Le dolía el pecho. Le costaba respirar. No quería regresar. No cuando sentía que había estado tan cerca de recordar a aquella persona.
Finalmente accedió y abrió los ojos.
—¿Ikki? —le llamó Koji, mirándole paciente, consciente de que había estado sumergido en sus pensares.
—Apenas me estaba echando una cabezadita —sacó la punta de la lengua.
Koji esbozó una pequeña sonrisa. Sabía lo que estaba tratando de hacer. Disipar el tema. No le gustaba hablar de él. Apenas una vez mencionara a esa persona de cabellos rojos. Quizás no era de su agrado preocupar a los demás.
¿Qué estaba haciendo? Se preguntó Koji tras horas blandiendo la espada, tratando de arremeter contra Ikki. Se suponía que ya había tirado la toalla. Que había cedido su promesa a alguien más, pero sin embargo, no cesaba los movimientos. Su corazón golpeaba con fuerza. No estaba dispuesto a rendirse. No aún. Quería ser él el que protegiera a Chiasa.
—Ikki, ayúdame a proteger a Chiasa —habló entre jadeos de cansancio, pegado a su arma, clavando su mirada en la de su amigo, cargando una grande determinación.
Ikki apenas lució una sonrisa divertida y continuó batallando, dándole consejos.
—¡Chicos!
La rubia apareció mofletuda, cubierta de tierra por donde quier. Se llevó los puños a la cadera.
—¡¿Acaso os estáis divirtiendo sin mí?!
—¿Acaso te parece a ti que estemos jugando?
Chiasa se llevó la mano a la barbilla. Bueno, era verdad que Koji se lo estaba tomando muy en serio, allí bajo la hoja asesina de su rival, pero Ikki en cambio lucía un tanto aburrido, recostado en las armas como si fueran una almohada.
—¡Yo también quiero! —tomó una rama del suelo y lo blandió como si fuera una espada —Ikki, ¿me enseñas?
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Esto es cosa de hombres! —habló Koji con su orgullo restaurado, cargando en sus labios una sonrisa refrescante.
Los movimientos, el que Ikki fuera su profesor le estaba ayudando a ganar confianza. Se sentía capaz de alcanzar la meta. Iba a proteger a su mejor amiga, aunque se rompiera los huesos por el camino.
—¡Las mujeres también podemos luchar!
Casi engullió su grito cuando Ikki se precipitó sobre ella y con el índice de su mano pateó la rama como si no fuera la gran cosa.
Chiasa se quedó muda, viendo el vacío que ahora existía en su puño. Hasta que pudo reaccionar.
—¡Ikki, eso no fue justo! —se quejó, víctima de la carcajada de Koji —¡Tú no te rías!
Chiasa dejó a Ikki en segundo plano y se lanzó sobre su amigo con la clara intención de golpearlo. Koji sufrió de un atropello en sus acciones al ver a la rubia viniendo de repente, y el proceso de alejar el filo del arma de su contacto, resbaló con una piedra en el retroceso y se zambulló en el río.
—¡Chiasa! —chilló tan pronto como sacó la cabeza del agua.
—¡Tienes que reconocer que ya olías horrible! —se carcajeó, mientras improvisaba una pequeña danza burlesca.
—¡Tú también hueles a estiércol! —le recriminó él, señalandola.
—¿Cómo dices...?
Observó el estado de sus ropas. Tocó su cabello reseco por el exceso del polvo. Pronto el color escaló su rostro.
—¡Idiota! —gritó, lanzándose al agua.
Iba a quitarse la mugre, pero también iba a llenar aquella cabeza de chichones.
—¡No te escapes! —gritó sumergida en la pena, alzando su puño amenazante.
Koji huía cual pez, soltando carcajadas y provocaciones propias de un niño.
Ikki se sentó sobre la tierra, exhibiendo una sonrisa. La imagen de aquellos dos causaba en él un escozor en su pecho. ¿Acaso la persona de cabello rojo también había sido partícipe de una escena similar?
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