33. Parte 1

Humbert AA

Foro Europeo, Centrea


Las baldosas ajedrezadas del recinto vibraban por el ajetreo sobre ellas. Cientos y cientos de personas intentaban entrar a las restringidas inmediaciones del edificio de piedra pulida. En los bordes del gran salón había varias puertas que conducían a las otras secciones del edificio, pero frente a toda esa multitud se alzaban majestuosas las puertas de madera tallada del salón central del Foro.

—¡Abran la puerta! —gritaba con ímpetu la multitud, golpeando arrítmicamente las puertas con sus puños desnudos.

El portón parecía a simple vista un par de tablas enormes de madera con molduras talladas por alguna persona que seguramente descansa en el olvido. Sin embargo, tenían un interior de acero inoxidable y estaban aseguradas a las paredes y entre ellas por gruesas barras cilíndricas de metal. La puerta era infranqueable cuando la bloqueaban desde dentro.

Al otro lado de esa puerta, los senadores respiraban agitadamente, con sus corazones latiendo tan fuerte como sus envejecidos cuerpos podían. Observaban desde sus puestos el portón que los dividía con la multitud que esperaba impaciente.

—¡Tienen dos opciones! —Los ancianos escucharon, como un grito sordo que alcanzaba a traspasar la gruesa madera y el fiero metal—. ¡O quedarse ahí y morir enclaustrados, o salir y enfrentarse en paz a todos nosotros!

Esas eran en verdad sus dos únicas opciones. Las tres ramas de la policía habían sido aplacadas. Nunca nadie pensó que una manifestación de tal calibre escalaría tan rápido como había sucedido. Por esa razón el presupuesto y el tamaño del cuerpo policial eran tan bajos como las esperanzas que ahora tenían en seguir en el poder.

El ambiente parecía estancado en el tiempo. Los senadores estaban congelados en sus posiciones, sin poder decidir el destino de sus vidas en el poder. Afuera, los golpes a la puerta seguían incesantes.

Un hombre, en medio de la multitud levantó los brazos y todos callaron. Los golpes se detuvieron y voltearon sus miradas hacia Humbert, curiosos de qué iría a decir ahora.

El exalcalde empezó a caminar hacia la puerta de la sala central. Sus pisadas, silenciosas y rígidas, hacían eco en el alto techo marmolado. Cuando llegó, extendió su mano y acarició con cariño los tallados de la puerta. Bajó el brazo y acercó su cabeza un poco más.

—¿Lore? ¿Estás ahí? —Su voz era paternal, calmada, como si quisiera compadecer con ella.

El silencio fue el rey del lugar por unos segundos hasta que una voz cansina lo asesinó suavemente.

—Aquí estoy. ¿Qué quieres? —El hombre mayor estaba a su vez apoyado en la puerta, a escasos centímetros de la multitud.

Humbert sonrió. De los hombres que estaban al otro lado de ese portón, Lore era el que más aprecio tenía, y el sentimiento era mutuo.

—¿Ya decidieron si van a salir?

—N...no todavía —La voz no le temblaba, empero era débil y fragmentada.

—Ríndanse, por favor —Parecía implorando pero su tono de voz demostraba que lo que intentaba era convencerlo—. No tienen nada más que hacer, todos sus aliados están con nosotros o han huido. No alarguen su sufrimiento, son ancianos, no vivan sus últimos años así.

Lore se mordía el labio, sabiendo que era verdad. Eran veinticuatro ancianos contra una horda de jóvenes.

—Ustedes quieren arrancarnos del poder, quitarnos todo lo que hemos construido —objetó el viejo.

—Te equivocas... ¡Todos ustedes se equivocan! —Alzó un poco la voz para que el resto de senadores pudieran escuchar, aunque él asumía que ya estarían poniendo atención desde que empezó a hablar—. No queremos destruir nada, no queremos quemar o bajar a sus cimientos la ciudad, no queremos destruirnos a nosotros que de un modo u otro somos creación de ustedes. Solo queremos cambiar el mundo, innovar, avanzar y no quedarnos en el pasado que ustedes extendieron por veinte años.

—Estarán destruyendo el régimen —Una voz nueva habló, era otro de los senadores que Humbert reconoció como Aman, uno de los que intervino cuando él había venido por el asunto de los Aisce—. Eso es lo que hemos construido.

Humbert apretó los puños. Tantos años como alcalde le hacían saber cuándo una conversación no llegaría a ningún punto. Guardó silencio por un momento, formulando en su mente un argumento para poder lograr su cometido.

Al final, se rindió de buscar una solución en la comprensión, algo que quizás haría entrar en razón a un par o más, pero que no lograría que abrirían las puertas. Suspiró en señal de derrota hacia sí mismo y zanjó hacer algo que había decidido no hacer más.

—¿Está por ahí Nama? Asumo que sí —Humbert respiró profundo, no le gustaba mucho lo que hacía. La amenaza era algo que odiaba después de haber reflexionado sobre su paso como alcalde y haber sido desterrado por el Foro, pero era lo único que podía funcionar ahora—. Si mal no recuerdo, necesita un medicamento para la tensión. ¿Cuánto tiempo puede vivir sin su dosis?

Los jóvenes a su alrededor empezaron a cuchichear de sorpresa y emoción. Adentro, todas las miradas voltearon hacia la anciana que tenía los ojos abiertos y el cuerpo temblando, negando con la cabeza lentamente. Sucumbía lentamente hacia el miedo.

—Si abren y nos dejan gobernar la ciudad, les prometemos que podrán vivir el resto de sus vidas en paz. Pueden huir a sus villas, pasear por la ciudad, lo que quieran —Se volteó a la multitud y los miró de manera desafiante—. Nosotros no queremos destruirlos porque con eso no ganamos nada, lo que queremos es poder conducir nuestras vidas y el de la ciudad a un nuevo futuro alejados de la violencia y las malas prácticas. ¡Les prometo en nombre de todos estos jóvenes que podrán terminar su camino por este mundo en paz!

Los murmullos iban de un lado de la sala al otro, sopesando opciones, comentando sobre la situación. Un momento después, todos asintieron casi al unísono. Los argumentos de Humbert eran implacables y calaban positivamente en las mentes de las personas que andaban con él. ¿Qué ganarían con encarcelar, desterrar o matar a unos ancianos que estaban al borde de la muerte? A todos les pareció bien dejarlos libres. Aquí, allá, la diferencia era mínima cuando se trataba de dos docenas de octogenarios. Todos tenían el mismo pensamiento, cada uno con sus propias convicciones y pensamientos del futuro.

—¡Que vean en lo que convertiremos Centrea! —Humbert pregona.

—¡Sí! —Le responden todas las voces.

—¡Por el nuevo cambio!

—¡Por el nuevo cambio!

Adentro, Nama bajó en silencio el par de escalones recubiertos de terciopelo vino tinto que la separaban del suelo, tenía sus dedos entrelazados, temblando. Avanzó con una falsa calma hacia el gran portón y oprimió un gran botón rojo al lado de la puerta.

Sonaron un par de clics y la puerta empezó a girar lentamente sobre sus goznes.

Afuera, la multitud retrocedió un par de pasos mientras observaba salir a veinticuatro senadores vestidos de arrugadas togas blancas y rojas. Los susurros aumentaron como un mar de voces movido por la impresión.

Adentro y afuera ahora eran solo un espacio, unido por unas puertas completamente abiertas. Los senadores observaron a la joven multitud, con miradas brillantes y llenas de euforia. El pasado y el futuro de la ciudad se encontraban cara a cara y el sol brillaba sobre sus cabezas, observando la escena.

Humbert dio un par de pasos y quedó enfrente de todos.

—Gracias por permitirnos darle un nuevo futuro a la ciudad —expresó emotivamente Humbert sujetando con suavidad las manos de Nama, que encabezaba el grupo de exsenadores.

La mujer respondió con una mirada de derrota, con las bolsas de los ojos caídas y un brillo ausente que se había perdido hace mucho. Al final, sin saber por qué, una ligera sonrisa brotó de sus labios.

Humbert miró a su izquierda y con un gesto hizo que se abriera un pasillo entre las personas hasta una de las otras puertas del recinto. Los exsenadores empezaron a caminar lentamente por el camino que les abrían y poco después desaparecieron detrás de una puerta.

—Asegúrate que lleguen bien a sus hogares —susurró Humbert a un chico alto y delgado. El joven asintió y fue tras la comitiva de ancianos que ya habían dejado el edificio del Foro Europeo.

—¡La ciudad es nuestra! —Humbert alzó el brazo derecho en señal de victoria y un vitoreo surgió de las voces de todos.

Los gritos de celebración retumbaban en las paredes del edificio, escuchándose a cuadras de distancia de la plaza principal. Las ovaciones se propagaron por toda la ciudad que ahora celebraba un nuevo gobierno y que parecía gritando al aire: «El futuro es nuestro».

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