Manto estelar

La última noche me fue asignada a mí. Me gustaba la idea porque pronto todo terminaría. Mi sobrino había salido bien librado, y si seguía en el hospital era por simple precaución, ya que hacía dos días que parecía completamente recuperado.

El día transcurrió de manera rutinaria. Por la mañana fuimos al hospital para recoger a Mariana, algunos volvieron a casa mientras otros se quedaron con Iván.

Quedé encargado de asegurarme que mi hermana comiera y durmiera, una vez conseguida mi misión, decidí buscar algo de paz. En una casa llena de gente, y con mi abuela presente, la paz era imposible de encontrar. Así que, con el pretexto de ir a por algunas cosas que necesitaba para pasar la noche en el hospital, me fui a mi departamento.

Lo que no consideré es que lo que más me inquietaba seguía viviendo allí.

Habían sido días tan largos que todo lo que no involucraba a mi familia lo había olvidado, pero lo recordé en cuanto abrí la puerta.

Me encontré de frente con Marck, justo cuando salía de la cocina. Di un paso hacia atrás, sobresaltado.

—Alan —dijo retrocediendo también—, no esperaba que vinieras.

No encontré palabras; sentía que mi mente se había quedado en blanco.

—Estaba a punto de comer —dijo, mostrando el cuenco de espagueti que sostenía en las manos—. ¿Quieres albóndigas?

Debía estar tan estresado que terminé aceptando comer con él. Pensé que no volveríamos a pasar tiempo juntos, pero ahí estábamos.

Marck dejó lo que traía en las manos sobre la mesa mientras yo me sentaba. Me trajo todo lo necesario y me sirvió la pasta.

—Espero no haberme pasado con el ajo.

—Gracias —murmuré una vez que tuve mi plato servido.

Comencé a comer despacio y, de repente, Marck se soltó a hablar. Por un momento me confundió la naturalidad con la que lo hacía, dado nuestro último encuentro. Sin embargo, poco a poco comprendí lo que estaba haciendo.

Estaba tratando de distraerme, como cuando tenía un día difícil en el trabajo. Se ponía a hablar, aunque no solía hacerlo, de cualquier tontería. Me parecía increíble que aún supiera cuándo algo me pasaba.

Su plática logró concentrarme en la comida, que estaba deliciosa. Por un momento sentí que nos transportábamos a años atrás, cuando todo estaba bien entre nosotros. Después de los días recientes, fue reconfortante.

Tras la comilona comencé a sentir sueño, así que, después de ayudarle a llevar los trastes sucios al fregadero, me dirigí a mi habitación con la intención de echarme una siesta para regresar más recuperado con mi familia. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, Marck me detuvo.

—Alan —me llamó, haciéndome girar sobre mis talones.

—¿Sí?

—Me alegra que hayamos coincidido. No quería simplemente desaparecer —enarqué las cejas mirándolo sin comprender—. Encontré un lugar donde quedarme, solo espero a recibir la quincena para pagar el depósito y... me voy.

Noté cierto dramatismo en su voz. Sus palabras me llegaron de golpe y me hicieron recordar la ira que sentí al enterarme de que se había rendido. Estaba tan a gusto en esa hora de paz que lo omití por completo, pero ahora esa molestia resurgía al verlo y, sobre todo, al escucharlo.

—¿Y qué quieres que te diga? ¿Qué te dé mi bendición? —pregunté, sin evitar sonar agresivo. Bajó la mirada como un perrito regañado.

—Bueno, solo quería que supieras que dejaré de darte molestias. He dado por terminado el asunto con tu hermano.

—No esperaba que te rindieras —dije sin poder contenerme. Lo mejor hubiera sido encogerme de hombros, desearle lo mejor y no seguir metiendo mis narices donde no me correspondía. Marck se mordió el labio inferior y evitó mi mirada.

—Es más complejo de lo que parece.

—No, es tan simple como es, Marck, pero son tus decisiones —repliqué, obligándome a dar la vuelta e ignorar el asunto. No debía importarme.

—Alan —me llamó con un tono un tanto suplicante, irritándome aún más.

—Qué bueno que pudiste solucionar tu vida —exclamé con cierto sarcasmo—. Ahora los dos podemos seguir adelante, cada uno por su camino —dije, recalcando las últimas palabras.

—Alan...

—¿Qué más quieres de mí? —cuestioné, manteniéndome inmóvil.

—Sé que aclaramos el asunto la noche pasada, pero... —respondió con voz temblorosa. Ese "pero" no me agradaba, no estaba listo para oír lo que fuera a decirme—. ¿Podemos intentar ser amigos?

Fueron las peores palabras que pudo haberme dicho. Me giré bruscamente para enfrentarlo.

—¿Amigos? ¿Te das cuenta de que eso es lo que menos pudimos mantener entre nosotros? —exclamé con fiereza—. Vamos a volver al mismo punto, a cruzar esa línea. ¡Maldita sea! ¿No te das cuenta de que eres mi debilidad, Marck, y aun así me sigues ofreciendo tu amistad? —solté, finalmente, sin contenerme, apretando los dientes—. ¿Crees que no estoy al tanto de tu situación? —continué, sin darle oportunidad de decir algo—. No voy a regresar al mismo punto, Marck.

—Pero... —intentó decir algo, sin embargo, atajé sus palabras.

—Si quieres vivir así, adelante. Yo no pienso involucrarme más de lo que ya lo hice.

—Solo escúchame —pidió, atreviéndose a poner sus manos sobre mis hombros. Cuando lo hizo el día que llegué como tornado a donde vivía logró callarme, no obstante esta vez consiguió lo contrario: me sacudí con brusquedad.

—No tengo nada que oír de ti.

—Alan, no quiero volver a perderte —me pareció increíble su tenacidad al atreverse a decir algo así, aunque era evidente que se había mordido la lengua para evitarlo. Cerré los ojos y tomé aire, conteniéndome.

—Me perdiste desde el día en que decidiste tu propio camino —musité, sin evitar sentir un dolor en el pecho que creí haber superado.

—Alan —insistió con ese tono suplicante que dolía.

—Pensé que las cosas habían quedado claras en Navidad, Marck. Hemos saldado nuestra deuda. Vida nada te debo, vida estamos en paz.. Te deseo lo mejor —le dije, pasando a un lado de él. Marck alcanzó a tomarme de la muñeca.

—Más te vale que me sueltes —exigí, intentando que no se me quebrara la voz.

—Alan...

—Suéltame —sabía que no lo haría, así que sacudí su mano con brusquedad. Tomé mis pertenencias, que por fortuna había dejado a la mano, y hui antes de que hiciera o me hiciera hacer algo de lo cual me arrepintiera.

Salí del departamento temblando, con ganas de llorar, pero no lograba que saliera ni una lágrima. Había logrado tener un cierre pacífico, sin embargo lo arruinó cuando Marck vino a ofrecerme su amistad, algo que honestamente nunca quise.

Me quedé sentado en medio de la ciudad, sin saber a dónde ir. No quería llegar con mi familia porque no estaba en condiciones de fingir que todo estaba bien.

Mi celular vibró. Quise ignorarlo, pero dadas las circunstancias, tenía que asegurarme de que no fuera nada importante. Lo tomé, con la vista nublada apenas pude ver la pantalla:

"Ya vamos para la última visita, ¿vienes?"

Supuse que era un mensaje de mi hermana. No podía enfrentar a mi familia; ellos tenían una capacidad para percibir lo que me ocurría, y si alguien me daba una simple muestra de apoyo, como una palmada, me quebraría como una oblea. No quería que eso sucediera.

Me excusé diciendo que estaba consiguiendo algunas cosas para Iván, lo cual no sería mentira. Pensé en comprarle una rosca individual para comer con él. Desconocía si estaba permitido, pero se la llevaría de contrabando.

Decidí también comprarle unos juguetes para que tuviera algo cuando despertara al día siguiente, y que así no se perdiera la magia del día de Reyes.

Tener un objetivo ayudó a despejar un poco mi mente. Me tragué las ganas de llorar y fui a cumplir mi misión.

Ya casi al final de la visita, regresé a casa para tomar mis cosas. Para mi mala suerte, estaban las personas con quienes más difícil era convivir: mi mamá, la abuela y Andrés. ¿A quién se le ocurrió dejarlos solos?

—Mariana, Gustavo y tu padre se quedaron con el niño —me informó mi madre apenas entré. Los tres estaban viendo televisión, aunque cada uno estaba en lo suyo: mi abuela con una revista, y los otros dos con el celular.

—Voy a alistar mis cosas —dije, buscando escapar del incómodo momento.

—Te ayudo —se ofreció de inmediato Andrés.

No pude rechazar su ayuda, además de que sería maleducado, sabía que también él buscaba una oportunidad para zafarse.

Asentí, y subimos a la planta alta.

—Leo y Joaquín desaparecieron poco después de que te fuiste —me contó Andrés, respondiendo la pregunta que me rondaba—. Mamá le contó a la abuela su... —hizo una pausa—, su situación.

Me detuve en mitad de la escalera.

—¿Qué? —exclamé, sin poder evitarlo. Andrés se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio—. ¿Cómo así? —traté de bajar el tono de mi voz.

Mi hermano señaló la puerta del cuarto donde estaba lo que necesitaba, y nos dirigimos hacia allí.

—¿Qué le dijo mamá? ¿Por qué lo hizo? —solté sin tomar aire siquiera.

—Al parecer mamá ya no quería más secretos, y cuando fuimos a visitar a Iván, el día que se quedó Joaquín, se lo soltó.

—Increíble —exclamé, sentándome en la cama.

—Eso mismo pensé —dijo Andrés, sentándose a mi lado—. ¿Estás bien? —preguntó de repente, sorprendiéndome. No esperaba que me lo preguntara, de hecho, que yo recuerde, nunca lo había hecho.

Intenté responder con un firme "sí", pero como sospechaba, cualquier gesto de consuelo me rompería. Mi voz se quebró al intentar hablar.

—¿Y tú lo estás? —pregunté finalmente, tratando de recuperarme. No iba a desahogarme con él, por muchas razones. La principal era que el peso que él cargaba era mayor. Si como tío era difícil tener a Iván en el hospital, no podía imaginar lo que era como padre.

Al igual que a mí, la pregunta lo tomó desprevenido. Parpadeó rápidamente, mirándome como si no pudiera creer que estuviera allí. Se arregló la camisa, aún sin responder.

—Ha sido difícil —admitió finalmente. No podía creer que se estuviera abriendo conmigo—. Admiro la fortaleza de nuestros padres para soportar tantas penurias con cada uno de nosotros. Siento que esta semana ha sido la peor de toda mi vida.

—Yo admiro la tuya.

Si mi pregunta lo había sorprendido, mi comentario lo dejó perplejo.

Alguien gritó desde abajo, apurándonos para irnos al hospital.

—Gracias, Alan —atinó a decirme. Nos miramos un momento y sonreímos. Bien decían que en los momentos difíciles las familias se unifican o se separan. Para mi fortuna, en ese momento me sentí un poco más cercano a él.

Juntamos lo que necesitaba y lo aventamos en una mochila. Con mi maleta lista, me la eché al hombro dispuesto a salir, pero Andrés se detuvo, inmóvil. Dio un paso hacia mí y me abrazó. No vi venir ese gesto, y fue inevitable quedarme como piedra.

—Estoy contigo —murmuró. Dicho esto, se separó, balbuceó un poco, volvió a acomodarse la camisa y salió pasando junto a mí. Yo seguí tieso, el peso de la mochila o lo que sentía me hizo caerme en el lugar más cercano, que fue el piso. Acabé en cuclillas, sin entender lo que acababa de suceder. Una ola de recuerdos vino a mi mente.

Gracias a ese corto y sorpresivo abrazo, mis memorias de la infancia se volvieron más claras. Desde que podía recordar, Andrés siempre estaba allí, consolándome, diciéndome las mismas palabras: "Estoy contigo, no llores", mientras me acariciaba la cabeza.

Creo que lo había hecho desde antes de que siquiera pudiera hablar bien. Unas lágrimas amenazaban con salir, pero no podía llorar en ese momento. No podía aportar más drama a la situación.

Me quedé un momento en la misma posición, hasta que mis piernas comenzaron a dormirse, y entonces me incorporé. Mientras bajaba con rapidez, me preguntaba por qué Andrés había actuado así. Podía ser que el estrés ya lo estaba afectando, o que Iván finalmente había logrado ablandarlo. Como fuera, fue reconfortante.

Llegamos al hospital y, como anticipaba, las muestras de afecto me sobrepasaron. Gus me dio una palmada en el hombro, papá me dio su bendición, y Mariana me abrazó casi asfixiándome. Incluso mamá, en un gesto raro, me abrazó con un poco de mayor fuerza y duración. Tuve que hacer un gran esfuerzo para hacer de tripas corazón.

Tras el momento y aun con un nudo en la garganta, me encaminé a la habitación de Iván, acompañado por Andrés. Extrañamente, su caminar era más relajado. Meneaba las manos al ritmo de sus pasos, contrario a su costumbre de llevarlas en los bolsillos.

—Gracias por quedarte —me dijo cuando llegamos a la puerta de la habitación.

—No tienes por qué agradecerme, ya quería más tiempo con el ñeñe —le respondí, sonriéndole con cierta timidez.

—Desde que llegó a nuestras vidas, lo has cuidado.

—Para mí es un placer, es un encanto de niño.

Andrés sonrió y asintió, dándome la razón.

—Gracias a ti, Iván puede verme como su padre, aunque siento que solo cumplo por el lazo sanguíneo.

—¿Bromeas? —espeté—. No sé qué idea tienes de lo que es ser padre, pero al menos para mí, un verdadero padre es aquel que desea estar al lado de su hijo enfermo día y noche, sin importarle su propio bienestar.

Pareció conmovido por mis palabras. Una vez más, actuó de forma sorpresiva y me dio otro abrazo, más corto, pero igual de afectuoso, y luego me invitó a entrar.

El niño nos recibió feliz, sobre todo porque sabía que era su última noche en el hospital. Casi empujó a su papá para que pudiera descansar.

—¡Les dije que no quería verlo tan cansado! —reclamó el pequeño una vez que se fue Andrés.

—Tu papá es terco. No quiso descansar, pero no te preocupes, mañana estarás en casa y todos dormiremos mejor —lo tranquilicé, acercando una silla a su cama. Él se rio, pero luego frunció el ceño, preocupado.

—¿Y si los Reyes no vienen? Papá les escribió, pero no voy a estar para verlos —exclamó, angustiado. Sonreí por su inocencia y le acaricié la cabeza.

—Los Reyes siempre vienen cuando los niños son buenos, y tú has sido un angelito. He oído a las enfermeras hablar de ti, y te van a extrañar.

Iván sonrió más tranquilo.

—Vendré a verlas con papá —me aseguró—. Él trabaja aquí, le diré que me traiga.

—Les va a encantar verte.

De repente, me miró serio.

—¿Por qué estás triste? —preguntó, agarrándome desprevenido.

—Pero si estoy sonriendo —le respondí, manteniendo una sonrisa amplia.

—Vito dice que hay sonrisas tristes. Hoy tienes una, tío.

Me sorprendió lo atento que era para su edad.

—Son cosas de adultos, ñeñe —dije finalmente, haciendo que pusiera cara de fastidio.

—Siempre me dicen lo mismo.

—Es que son cosas muy difíciles de entender para un niño tan lindo como tú.

—¿Qué puedo hacer para que estés feliz?

—Solo sonríe, como siempre lo haces —le dije, pellizcándole la nariz con cariño.

—¡Ya sé! ¡Pásame mis colores! —pidió, emocionado.

—Pero a las diez nos vamos a dormir —dije, y al ver su carita, añadí—. Así te sorprenderán más los Reyes mañana.

Eso lo convenció.

Me levanté para buscar lo que pedía. Le di hojas, colores y le acerqué la mesita. Iván comenzó a dibujar, y yo lo imité. No sabía muy bien qué hacer, así que solo hice rayones de colores. Después de un rato, Iván anunció que había terminado.

—¡Es para ti, tío! —exclamó emocionado.

El dibujo era bastante abstracto, pero se distinguían un sol, nubes, un arcoíris y algo que parecía un perro y una casa.

—¿Qué es? —le pedí que me explicara.

—Papá me dice que cuando estoy triste, piense en cosas bonitas. Esto es para que tú también pienses en cosas bonitas, tío.

Me conmovió el gesto del pequeño.

—Es muy bonito, Iván —le dije, agradeciéndole.

—Ven —dijo, palmeando sus piernas—, pon tu cabeza aquí. Eso hace mi vita cuando lloro.

No podía imaginar a mi madre consolando a alguien así, pero Iván insistía.

—¿Tío? —me llamó, trayéndome de vuelta al presente. Le sonreí y acepté. Quité la mesa con las cosas que habíamos usado, arrimé la silla un poco más y dejé caer mi cabeza sobre sus piernas. Iván me acariciaba el cabello, dejándome mechones que me picaban la cara, pero no me moví. Murmuraba una canción que apenas entendía, pero me dio consuelo. Era increíble cómo esa personita me estaba dando tanta paz y tranquilidad. Después de un rato, me incorporé, temiendo que estuviera cargando demasiado peso. Me miró sorprendido.

—Gracias, Iván, ya me siento mejor —le dije con una sonrisa más sincera que la que había mantenido hasta ese momento. Al menos para él fue suficiente para quedarse tranquilo. Me puse de pie y me acerqué para besar su frente.

—Te quiero mucho, ñeñe.

—¡Yo también te quiero mucho! —exclamó, extendiendo los brazos para abrazarme. Lo abracé cuidando la sonda que aún tenía en la mano. Definitivamente, nuestras vidas no serían lo mismo sin ese pequeño humanito. A pesar de todo, agradecía que existiera.

Después de ese conmovedor momento, vinieron unas enfermeras a darle la cena. Decidí guardar la rosca como parte del regalo de Reyes. Le dieron su medicamento y revisaron que todo estuviera en orden. Una vez terminado, se retiraron, e Iván y yo cenamos mientras veíamos un programa infantil.

Cuando terminó, lo mandé a dormir. Aceptó a regañadientes, solo por la expectativa de lo que le esperaba al día siguiente.

Apagamos la luz, dejando una pequeña lámpara en la mesita junto al sillón donde me dejé caer, sintiéndome extremadamente exhausto, pero sin una pizca de sueño. Me quedé tumbado un rato, simplemente mirando el techo. Comencé a divagar, volviendo al momento que había sucedido por la tarde. Sin embargo, para ese punto del día, parecía que había sido hace semanas. Todo parecía tan lejano. El dolor volvió a mi pecho y la paz que mi sobrino me había brindado empezó a desvanecerse, así que saqué mi celular para distraerme.

Conecté mis audífonos y comencé a navegar por las redes sociales. No tenía ganas de hablar con nadie, menos con Braulio, que ya tenía varios mensajes suyos en mi barra de notificaciones. Era el peor momento para responder. Perdí la noción del tiempo, pasando el dedo entre videos graciosos que no me hacían reír, hasta que una videollamada entró. Era Óscar, así que la acepté mientras salía un momento de la habitación.

—¡Qué pasa, mi hermano! —gritó Óscar, casi dejándome sordo.

—¡No grites! —exclamé en voz baja—. Tengo los audífonos puestos.

—¿Por qué hablas tan bajito? —preguntó, imitándome en tono burlón.

—Estoy en el hospital con Iván.

—Ya veo. Se te nota el cansancio —comentó, observándome. No era el único, también parecía que no había descansado, estaba por preguntarle cuando su rostro adoptó una expresión de horror—. ¿Quién está detrás de ti?

—¿Qué? ¿Detrás de mí? —pregunté, sintiendo cómo la sangre me abandonaba, ya que el pasillo estaba vacío.

—¡Alguien te está mirando! —dijo, pero no pudo contenerse y soltó una carcajada—. ¡Hombre, casi te pones del color de las paredes!

—¡Eres un idiota! —dije, apretando los dientes para no gritar—. ¡Voy a colgar!

—¡No, espera, carnal! No te enojes, solo era una broma —respondió, tomando aire y secándose unas lágrimas mientras intentaba calmarse.

—No estoy para bromas —repliqué, ya molesto.

—Está bien, está bien. ¿Qué te pasa? Además de estar molesto por mi broma, noto que algo más te sucede.

Solté un largo suspiro antes de contestar, pero Óscar volvió a hablar antes de que pudiera decirle algo.

—Ese suspiro tiene nombre y apellido, ¿verdad? —dijo, convencido—. Creo que esta conversación será mejor con una cerveza y en otro lugar que no sea un hospital—hizo una pausa y por un momento su semblante cambio—también lo voy a necesitar—añadió con voz queda apenas audible.

—¿Qué pasó? —quise saber ante su variación de humor.

—Me has hecho falta —admitió evadiendo la respuesta

—Oscar...

—¿Me extrañas? Yo sí. —continúo eludiéndome—Un mes sin ti ha sido una eternidad, aunque tampoco quiero volver, es raro.

Me resigne a que no respondería.

—¿Cuándo regresan? —pregunté cambiando el tema.

—Regresamos el siete.

—En pocos días... Que bueno, ya te extraño—dije sonriéndole.

—¡Ay, pero si los hospitales te ponen tierno! —exclamó, conmovido recuperando el ánimo de siempre—. Quieto, Alan —dijo de repente—. Algo pasó detrás de ti.

—Ay, vete al demonio, no voy a caer otra vez.

—Es en serio, Alan —dijo con un tono casi creíble, acompañado de una cara de miedo que, si no lo conociera, podría pasar por real.

—Voy a colgar. Me estás poniendo de los nervios.

—Por si acaso, reza un Padre Nuestro.

Puse los ojos en blanco y colgué sin despedirme. Miré hacia el pasillo, completamente vacío, y un escalofrío recorrió mi espalda. Mejor regresé a la habitación de Iván; al menos allí me sentía más acompañado.

Decidí ver una película en la tablet que había traído. Me entretuve un rato hasta que, cerca de las tres, una enfermera entró para revisar a Iván y darle su medicamento. Quise hablar con ella, sentía la necesidad de interactuar con otro ser humano vivo, aunque fuera de cualquier tontería. Pero ella tenía trabajo, así que la dejé ir.

Seguí con la película, aunque ya no estaba prestando atención. De vez en cuando miraba a Iván, que dormía profundamente. Deseé volver a tener esa tranquilidad infantil.

Ya cerca de las cinco, me levanté del sillón y me estiré un poco. Hice algunas flexiones para desentumecerme y me puse a organizar los regalos de Iván. Había un arbolito de mesa a un lado de su cama; lo tomé y lo coloqué en la mesa donde comía. Alrededor del árbol acomodé los objetos que había traído. En mi mochila llevaba la rosca, un rompecabezas, un libro y un conjunto de ropa. Seguramente en casa habría el doble de regalos, pero sabía que este detalle lo alegraría mucho.

A las seis en punto, Iván despertó. Yo fingí dormir en el sillón para que me "sorprendiera".

—¡Tío! —exclamó Iván.

—¿Qué pasa? —pregunté, fingiendo una voz adormilada.

—¡Tenías razón! ¡Mira!

Me incorporé y vi su carita, sonreía de oreja a oreja con los ojitos brillantes de emoción.

—Deja que te acerque todo —le dije, levantándome para acercarle la mesa.

—¡Wow! ¡Una rosca solo para mí! —exclamó emocionado. Me causó risa que lo que más le emocionaba fuera el pan—. ¡Mira, tío! ¡Es perfecta para hoy que me voy! —dijo, mostrando la ropita que le compré, un overol de mezclilla con un perrito al frente. Venía con una camiseta amarilla a rayas y calcetines con perritos.

—Vaya, parece que los Reyes llegaron —dijo una voz, entrando en la habitación antes de anunciarse.

—¡Doctor Ratón! —exclamó el niño feliz—. ¡Coma rosca!

—¿Cómo entró esto aquí? —preguntó mirándome. Yo me hice el desentendido—. ¡Eres Alan! —soltó de repente.

—Y tú eres el hijo del doctor Pérez. Perdóneme usted —dije con tono formal.

—Por favor, si jugamos juntos de niños. ¿No recuerdas cómo desesperábamos a Minerva tirando sus revistas? —dijo con una sonrisa amable, estrechando mi mano. Me reí al recordar aquello.

—Claro que lo recuerdo —respondí riendo—, pero no puedo ignorar la bata.

El doctor se encogió de hombros con una sonrisa.

—¿Ya me voy? —preguntó Iván, ansioso, llamando la atención de su doctor.

—No comas ansias, pequeño. Te prometo que antes de la comida ya estarás en casa. Pero antes necesitamos hacerte unos últimos estudios, solo de rutina —añadió, como para tranquilizarme—. Lo que sí es que ya podremos quitarte la sonda —anuncio, señalando su manita.

—¡Al fin! Ya me duele.

—Muy bien. Les diré que te la quiten y que te traigan un premio por ser tan buen niño —agregó, guiñándole un ojo—. Tengo que revisar a otros pacientitos, así que los dejo. Fue un gusto encontrarte —dijo, volviendo a estrecharme la mano para despedirse—. Mini Andrés —le dijo a Iván, revolviéndole el cabello con cariño.

Me reí por el apodo, era bastante cierto. El doctor pasó junto a mí, pero antes de salir por completo se detuvo.

—Ya me disculpé con la señora Carmen, con Andrés y con su papá, pero siento que también necesito disculparme contigo.

—¿Por qué? —pregunté, confundido.

—Por no contestar la llamada. Estaba fuera con mi familia y no había señal. En cuanto me enteré, llegué corriendo.

—No tienes por qué disculparte, digo no tiene por qué disculparse... —solté un suspiro ante la confusión de no saber cómo hablarle, eso le quito un poco el gesto preocupado. —También tiene una vida afuera, valoramos mucho que la haya dejado por Iván.

—Es mi paciente favorito. Le prometí a doña Carmen que lo cuidaría muy bien desde el primer día que lo trajeron al consultorio.

—Y te lo agradecemos. Para el niño también eres su doctor favorito.

El doctor me sonrió, visiblemente más relajado, asintió y finalmente salió.

—Tío, ya llama a la enfermera —pidió Iván, inquieto como no había estado en todos esos días.

—Ya, ya, tranquilo. Ya viene —le aseguré al ver que una mujer de blanco se acercaba.

Iván se quedó quieto durante el procedimiento y fue recompensado con una paleta y un carrito. La enfermera se retiró no sin antes avisarnos que en breve se llevarían al pequeño para los estudios. Mientras esperábamos, tecleé rápido un mensaje informando a mi familia lo que acababan de decirme. Me respondieron diciéndome que llegarían en media hora.

Aún me sentía aturdido. Contribuía a mi malestar el no haber dormido, pero Iván estaba tan emocionado que hablaba sin parar y no me permitía perderme en mis pensamientos. No tenía otra opción que seguirle el hilo, aunque a veces me resultaba difícil seguir el ritmo de un niño emocionado de casi cuatro años.

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