Tarde de verano
A medida que la bicicleta de un amarillo eléctrico toma velocidad, genera que el aire le comience a zumbar en sus oídos, haciendo que hasta el ruido de las pedaleadas fuera poco distinguible, llegando como el ruido provocado por el golpeteo de las alas de una pequeña abeja. Su corto cabello se encontraba tirado hacia atrás, dejando descubierta su frente y las grandes gotas de sudor que se deslizaban por el costado de su rostro para, luego, descender por su cuello.
Las pequeñas piedras del sendero se pueden sentir en las cubiertas; algunas al ser pisadas de refilón salen disparadas hacia los costados. Una de estas da en los rayos y genera un sonido horroroso, el niño deja de pedalear y, mientras la bicicleta sigue en movimiento, mira ladeando un poco su cuerpo con cierto temor de hacer roto algo, pero al no ver ni sentir nada raro vuelve su vista al frente.
Gira a la derecha, saliendo del sendero, y se encuentra con el conocido terraplén como de unos tres metros. Baja aplicando muy poquito los frenos y, al llegar al final de la pronunciada pendiente, vuelve a pedalear con fuerza divisando a la distancia aquel gran árbol que era la meta final. Inclina su torso más cerca del manubrio y se levanta apenas del asiento; la bicicleta parece un rayo cruzando el verde prado.
Lo ha logrado. Por su velocidad pasa de largo el gran árbol y tiene que aplicar los frenos que largar un chillido mientras sus pies bajan de los pedales para ayudarse; pero no frena por completo, sino que reduce la velocidad lo suficiente y gira para volverse hacia el gran árbol. Llega a la sombra producida por aquella frondosa copa y, dejando la bicicleta en el suelo, se recuesta en el verde pasto.
Sus extremidades se encuentran extendidas, por no decir desparramadas en el suelo, mientras su boca se encuentra abierta y dando grandes bocanadas de aire que inflan su pecho. Traga por un momento, ya que respirar así le seca la garganta, pero inevitablemente, vuelva a abrir la boca para respirar ahora un poco más tranquilo y cierra los ojos por un momento.
Algunos rayos del sol logran colarse por la copa y uno de estos llega hasta su rostro, justamente sobre su pómulo izquierdo. La pequeña brisita de verano mueve apenas las hojas y él siente como aquel calor, debajo de su ojo izquierdo, se mueve hacia el puente de su nariz para luego volver a su pómulo y subir apenas, acariciando su parpado.
Con la respiración ya tranquila, debido a cierto ruido familiar vuelve a abrir los ojos. No son verdes, pero están tan llenos de vida como la naturaleza que le rodea. Apenas levanta su cuerpo sobre sus codos y el mapamundi en su espalda, trazado por el sudor, queda al descubierto por lo que la briza lo roza y le genera un poco de frío, pero no por ello sus mejillas dejan de arder de calor.
Los otros dos jinetes en bicicleta pasan de largo, uno detrás del otro, para luego aminorar la velocidad y volverse, al igual que él lo hizo. Llegan sin aliento a su lado, y se desploman en el suelo.
Una amplia sonrisa de triunfo brilla en su rostro, para luego liberarles en tono cantarín un sencillo —Gané.
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