Cap 1
Tres mujeres desnudas yacían en la plaza del pueblo, permanecían allí como advertencia para quienes desafiaran las ideas de la reina o no mantuvieran su lealtad a la corona. Cualquier acto de rebeldía o desacuerdo, sería pagado hasta con la mismísima sangre.
Las jóvenes eran prostitutas, y se encontraban atadas a las columnas de mármol de la plaza, como carnada para los hombres cesantes de lujuria, y de advertencia para las mujeres.
Aquella vez la reina decidió castigarlas primero allí, durante tres días, para luego cortarles la cabeza frente a todo el pueblo.
La reina posó su helada e indiferente mirada sobre las prostitutas, y luego se dirigió al jefe de tropas.
— En tres días convoque una reunión obligatoria donde asista todo el pueblo, y córteles la cabeza. Espero y sea el escarmiento ideal para las demás prostitutas.
Habiendo dado la orden con claridad, arrastrando los encajes del vestido negro y acompañada siempre de Hades, su lobo negro, la reina subió al carruaje perenne.
El cochero agitó las riendas para hacer correr a los cuatro caballos negros de su majestad.
Aghata se dirigió hacia su palacio, morada sin color ni viveza donde los empleados, en su presencia parecían estupefactos y temerosos.
Ninguno se atrevía a acercárcele o dirigirle la palabra a menos que ella lo hiciese primero. Temían convertirse en la cena de Hades.
La reina atravesó los grisáceos y desnudos pasillos llenándolos del molesto ruido que provocaba el impacto de sus zapatos de tacón contra el suelo de piedra.
Las paredes prácticamente desnudas, con no más que algunos retratos de sí misma, parecían incluso temblar ante su presencia.
El castillo, antes desbordante de color y armonía, lleno siempre de flores, de mamparas, o cristales coloridos, había sido transformado por completo, incluso los retratos de los antiguos reyes muertos habían sido sacados de sus sitios por la misma reina, dejando solamente los suyos, y añadiendo una decoración espantosa con cráneos de ciervos, pieles y colmillos, que aterraba a cada ser que los divisaba.
Aghata se dirigió a la sala del trono y tomó asiento en su trono ordenándole a un lacayo traer la cena de Hades.
— ¡Oiga!
— Sssiii, majessstaddd— Respondió el lacayo aterrado.
— Deseo que vaya por la cena de mi lobo, está hambriento... ¡Apresúrese si no quiere volverse, usted, su cena!
El lacayo se retiró veloz orando al cielo por su vida, y luego trajo de la cocina una cesta con carne para Hades.
— ¿Majestad?
— ¿Qué sucede?
— Nada... Majestad, solo quería saber...
— No está aquí para saber nada.
— Lo se, Majestad, pero me preocupo por... Su mascota.
— ¿Hades? ¿Por qué?
— Nunca ví esa carne en mi vida, no es cerdo, ni res, ni liebre, tampoco pollo, carnero...
— No siga... No es nada de eso.
— ¿Qué es entonces su Majestad?
— Es la carne de los campesinos a los que electrocuté la semana pasada.
— Dios Santísimo— Susurró el lacayo sin percatarse que la reina podía escuchar hasta el más leve susurro, y hasta el zumbido de las moscas era un inconveniente para ella.
— ¿Cómo se atreve a cuestionarme?
— No la cuestiono... Su Majestad.
— ¿No cree que los campesinos se lo merecían? Osaron intentar adentrarse en castillo durante la noche...
— Tiene razón señora.
— No me diga señora, no soy una anciana.
— Como usted desee, Majestad.
El lacayo se retiró con un trauma por el resto de sus días y mientras abandonaba la sala del trono, el obispo se dirigía a charlar con la reina.
— Majestad— Comentó haciendo una reverencia— Quiero decirle...
— Oh no... Dígame que no es de nuevo ese estúpido grupo de chiquillos reboltosos.
— Sí, en efecto Majestad.
— ¿Y ahora qué?
— Están escribiendo los muros del pueblo con crayón negro.
— ¿Qué escriben?
— Ofensas en su nombre.
— Ya veo, desean jugar... Pues les enseñaré cómo se juega con Aghata Harris.
— Si me permite darle un Consejo...
— Estoy harta de sus consejos, no está aquí para pensar nada, pero igual me lo dirá, así que diga lo que tenga que decir.
— Las edades de esos jóvenes oscilan entre 15 y 17 años, espero que no piense cortarles la cabeza, o desterrarlos al bosque debora almas.
— ¿Cree que soy una asesina? Además, creo que se ha pasado de la raya cuestionando sobre lo que debo hacer.
— Tiene razón Majestad...
— Quiero que los llame ante mi presencia en la plaza de la ciudad, mañana.
— Así será.
Cuando el obispo abandonó la habitación, la reina comenzó a pensar en las mil formas de hacer sufrir a los jóvenes.
El helado viento se colaba por las ventanas despeinando los cabellos negros de la reina, mientras Hades continuaba devorando la carne humana traída por el lacayo.
Se levantó del trono y caminó hacia el balcón, siempre recta y seria, creyendo tener una porte solemne.
Miró hacia lo lejos contemplando el bosque debora almas.
El bosque debora almas era un simple, pero enorme bosque, en el cual la reina había ordenado talar cada árbol frutal. Allí, la misma desterraba a los pueblerinos como castigo para que murieran de hambre sin frutos para comer, un pequeño charco de agua para beber, o siendo devorados por los animales salvajes.
Le reina lo observaba desde el balcón de piedra de su castillo, había desterrado a dos herreros allí hacía tres días por no pagar los impuestos, así que creyó muy repetitiva la idea de expulsar a los reboltosos dibujamuros al bosque debora almas.
Una vez analizada la situación, se le ocurrió la forma no sólo de castigarlos, sino también de que jamás pudieran volver a pintar los muros del pueblo con ofensas hacia ella.
— ¿Les agrada dibujar? — Expresó regresando al trono y acariciando el pelaje de Hades. — Me gustaría observarlos intentando dibujar una vez más... Si han perdido sus manos.
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