Capítulo 8
Había sido un día muy largo para los reyes del caos. El viaje, las presentaciones, la cena de bienvenida... los dejaron agotados. Con la escasa energía que les quedaba, se arrastraron hasta la puerta del dormitorio, desesperados por un merecido descanso.
El cansancio quedó en segundo plano cuando se encontraron dentro de la habitación, frente a la única cama.
Aitana se enderezó. Se aclaró la garganta. Le echó un vistazo a su compañero por el rabillo del ojo.
—No veo el problema —pronunció ella con una desenvoltura que estaba lejos de sentir. Se quitó los zapatos y los lanzó junto a su mochila—. Somos adultos con experiencia. No es la gran cosa. Además, eres tú, ni siquiera eres un hombre...
—¿Disculpa?
—... que me haría sentir incómoda. ¡No me dejaste terminar la frase! —chilló a gran velocidad—. ¡No es que piense que no eres un hombre! En el pasado nos hemos ayudado a disfrazarnos. Accidentalmente, he tocado más que tu trasero. Conozco hasta el talle de tu...
—¡Aitana! —interrumpió al sentir el calor que subía por su cuello hasta sus orejas—. ¿Tu idea para aligerar el ambiente es matarnos de vergüenza?
Ella cerró la boca. La volvió a abrir. Sus mejillas estaban sonrojadas.
—Estoy soltando demasiadas incoherencias, ¿verdad? Creo que estoy un poco ebria. —Dejó escapar una risita.
—No veo la diferencia con tu estado natural.
—El cansancio también influye. Voy a quitarme la ropa... ¡El maquillaje! —se corrigió en un chillido, sus ojos muy abiertos. Dio unos pasos rápidos hacia el baño—. Me voy a desmaquillar. También me quitaré el vestido, ¡pero me pondré un pijama! No es que duerma desnuda. Solo en verano si hace mucho calor. ¡Hoy hace un excelente clima! Aunque... sí duermo sin sostén porque sería realmente incómodo tener algo apretando tu torso mientras descansas. —Dejada esa imagen mental en el cerebro de su compañero, se encerró en el baño.
Exe cruzó los brazos.
—Tres... —murmuró— dos... uno.
La puerta se abrió unos centímetros. Ella asomó su cabeza pelirroja. Tenía un cepillo de dientes en su boca.
—¿Tienes algún ritual raro antes de acostarte? ¿Algo que deba saber? Como... ¿jugar con Manuela o llorar hasta quedarte dormido?
Él dejó escapar un suspiro que sonó más cercano a la frustración que al alivio. Negó con la cabeza.
Ella le disparó una sonrisa antes de volver a apoderarse del baño.
Otra vez solo, buscó en su mochila algunas prendas más holgadas y se vistió en un instante. Entonces, se dejó caer boca arriba sobre la cama, sus brazos extendidos en cruz. Estaba exhausto, pero algo le decía que esta sería una noche muy larga.
Terminaron uno en cada extremo de la cama, espalda contra espalda sin tocarse. Las luces apagadas, el resplandor de las estrellas entrando por la ventana como única iluminación. El canto ocasional de un ave nocturna se perdía entre el silbido de los árboles.
La respiración de Exequiel no tardó en suavizarse, sus miembros se relajaron.
"¿Te quedaste dormido?", deseó preguntarle Aitana. "Qué envidia".
Por su parte la muchacha no conseguía conciliar el sueño. Estar tan cansada y no poder dormir era una tortura familiar. Se giró una y otra vez. Trató de dormir boca arriba, con las piernas flexionadas o estiradas.
Nada estaba funcionando. Sería tan cómodo si pudiera guardar sus propios brazos y piernas en una caja, así no le estorbarían.
"Maldito insomnio". Se giró una última vez y quedó de costado.
Estudió la espalda de su compañero. De hombros anchos y caderas estrechas, su complexión atlética hablaba de cuánto se preocupaba por su apariencia. Ambos eran conscientes de que una buena presentación abría puertas, y puertas abiertas era lo que necesitaban para colarse en las fiestas que arruinarían.
La joven apretó los labios. Era injusto. ¿Cómo podía dormir tan tranquilo? ¿Acaso no tenía alguna crisis existencial que lo desvelara?
Exe murmuró algo y se aferró a las mantas. Ahora que lo notaba, había acaparado todas las sábanas.
Ella tomó un puñado y trató de recuperar su parte. Él no se inmutó. Incluso se llevó lo poco que ella tenía, movimiento que la dejó descubierta.
Frustrada, Aitana se inclinó hacia adelante y mordió su hombro.
—¡Auch!, ¿qué carajo... ? —Exe se giró al instante, sus ojos entornados por sueño y furia—. ¿Cuál es tu maldito problema? Vuelves a morderme y te lo devolveré.
—¡Deja de acaparar las sábanas!
—Llevas dos horas retorciéndote. ¡Si vas a sufrir insomnio hazlo con frío!
—No sabía que los hombres con corazón de hielo eran tan friolentos. —Ella trató de quitarle las mantas, pero desde el otro lado las aferraba con fuerza.
—Busca otra en el armario.
—Solo quedan acolchados. Son demasiado abrigados, tampoco quiero asfixiarme.
—Si necesitas ayuda, puedo hacerlo por ti. —Levantó su propia almohada y la aplastó contra la cara femenina. Ejerció una sutil presión.
—¡Eres un horrible compañero de cama! Con razón tus parejas solo te usan por unas horas.
Gruñó con rabia y mandó a volar la almohada. Tomó en su puño las sábanas y las jaló hacia ella, lo que atrajo al joven más cerca.
—¡Al menos vuelven a llamarme para una segunda vez! —masculló a un aliento de distancia—. A ti te bloquean hasta del correo electrónico.
Él tiró las mantas hacia su lado. Empezaron a forcejear, su madurez desactivada por el cansancio. Ella trató de patearlo y él atrapó su pierna entre las suyas. Dieron un giro en la cama. Por un momento él la aplastó y luego volvieron a estar de costado.
Con un chillido indignado, la joven clavó las uñas en su espalda. Al instante, él se giró boca arriba para dejar atrapadas las manos femeninas contra el colchón. El impulso la llevó a quedar sobre él, sus piernas entrelazadas en un pobre intento de llave ninja.
Sus respiraciones agitadas eran todo lo que oían en la penumbra de la habitación.
—Esto podría malinterpretarse en muchos sentidos —suspiró ella, descansando la frente contra el cuello del hombre.
—Solo en uno. —Desenredó sus piernas con cautela para que no lo pateara en las joyas de la familia. Ella se sacudió en su intento por recuperar sus manos—. Y deja de moverte tanto.
—¿Por qué? —Esa sonrisa perversa estaba de regreso— ¿Te estoy poniendo nervioso, querido Exe?
—No eres mi tipo. Tengo estándares.
—Tienes razón, merecemos algo mejor.
—Vete al diablo, Aitana.
Ella consiguió liberar sus manos, terminando con ese extraño abrazo que le daba. Se incorporó con dificultad. Ambos se sentaron con las piernas cruzadas. Se tomaron un minuto para recuperar el aliento.
—Esto no va a funcionar —declaró él en medio de un bostezo—. Uno de los dos tendrá que dormir en el suelo.
—¿Esa es tu brillante solución?
—Quiero dormir, maldita sea.
—¿Y crees que yo no? Sé un caballero y déjale la cama a esta dama.
Él soltó un bufido.
—¿Cuál dama?
—Suficiente. —Ella trazó una línea horizontal en el aire con ambas manos—. ¡Vamos a solucionar esto como adultos!
Se miraron furiosos, los dientes apretados. Ella cerró el puño derecho. Ambos levantaron una mano al mismo tiempo y gritaron al unísono:
—¡Piedra, papel o tijera!
Bajaron la vista. Ella soltó una maldición digna de un camionero.
—¡El papel vence a la piedra! —cantó victorioso—. Largo de mi cama, arpía.
—¡Eso ni siquiera tiene sentido! ¿Acaso tu estúpido papel asfixiará a mi piedra?
—No vamos a tener esta discusión cada vez. Conoces las reglas.
—¡Dos de tres! —gritó ella, apoyando ambos puños en la cama e inclinándose hacia él. Sus rostros quedaron tan cerca que él podía contar las pecas de sus mejillas—. ¡Hagámoslo otra vez o no cuenta! Faltan dos intentos.
—Siempre quieres hacerlo tres veces, mujer exigente.
—¡No estoy satisfecha con el resultado de la primera ronda! —Bajó los párpados y cambió su tono de voz a uno ligeramente burlón—. Aunque no voy a juzgarte si eres ese tipo de hombre que solo sabe terminar todo... demasiado rápido.
Él negó con la cabeza, a duras penas conteniendo la risa. Nunca entendería por qué disfrutaba tanto al verla lanzar su veneno.
—Como sea. Igual eres demasiado predecible.
Ocultaron sus manos detrás y repitieron el ritual. Ella perdió en las tres oportunidades.
Resignada, terminó acomodando los acolchados del armario para amortiguar la dureza del suelo. El cansancio le había robado toda la energía del combate anterior. Se cubrió hasta la barbilla y desde ahí le dirigió un mohín.
Exe se acostó al borde de la cama y la estudió con pereza, el fantasma de una sonrisa en su boca.
—¿Cómo lo haces? —murmuró ella.
—¿Ser tan irresistiblemente atractivo al punto de quitarte el sueño?
Ella soltó una risa cansada. Entonces su tono adquirió un matiz de tristeza.
—Dormir sabiendo que hay alguien más cerca.
—Nunca te haría daño, Aitana. Ni aunque te tuviera ebria en mis brazos.
—Lo sé. No es eso. Es solo que... llevo muchos años sola. Mi habitación permanece en un silencio eterno. Tú también vives solo. ¿Acaso siempre tienes invitados en tu cama?
—No. Pero uno se acostumbra a dormir donde sea. —Una sombra oscureció sus ojos—. Aunque los gritos empiecen al amanecer, el aire se cargue de odio y los objetos se estrellen contra las paredes. Cuando la persona en la habitación contigua no deja de llorar, aprendes a naturalizar ciertos sonidos.
Ella guardó silencio un momento, cualquier rastro de humor desvanecido. Eran raras las oportunidades en las que Exe compartía fragmentos de su pasado. A través de los años, Aitana pudo deducir que la relación del hombre con sus padres era complicada. Un matrimonio que trató de dar lo mejor a sus hijos, pero el odio que se tenían el uno al otro dejó una huella imposible de borrar.
—¿Esta misión —preguntó con cautela— te despierta viejos recuerdos?
Él parpadeó. Permaneció ensimismado un minuto entero.
—No lo había pensado, pero tiene sentido, ¿no? Emilio nunca quiso casarse. Es cuestión de tiempo que manifieste rencor. Deben separarse antes de terminar atados por un hijo. Ningún niño merece criarse en un campo de batalla.
—¿Cuándo fue la última vez que los viste?
Ambos sabían que no se referían a Emilio o Eliza.
—Tres años —susurró, una gota de resentimiento escapando con sus palabras—. Han hecho una tregua porque están viejos. Creen que es tarde para el divorcio. Vienen creyendo eso desde hace casi treinta años.
A veces pensaban en sí mismos como villanos al trabajar en una agencia que saboteaba citas. Cupidos que disparaban solo flechas de plomo y esparcían el desamor por doquier.
Bastaba echar un vistazo al pasado para recordar que, a veces, una ruptura era la única forma de elegir el amor propio por encima de una relación destinada al desastre.
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