Capítulo 33
Un gran bostezo escapó de la boca de Aitana. Mientras bajaba a desayunar, tropezó con una bolsa de ropa. Esta se abrió, escupiendo una docena de sombreros y vestidos. Se levantó en modo zombi y zigzagueó entre cajas que tenía pendiente desempacar.
Maldijo a su anterior casero, quien le había subido el alquiler a un precio desorbitante, aplicando sin anestesia ese viejo truco para obligar a sus inquilinos a largarse.
En menos de tres meses, tuvo que encontrar un nuevo lugar donde construir su guarida. Como mujer precavida no era, ni siquiera tenía ahorros suficientes para un depósito inicial en un nuevo departamento.
Tuvo que hacer malabares con sus números hasta conseguir estabilidad. Que su jefe le ofreciera un ascenso, donde debería cazar nuevos talentos además de cumplir misiones, representó un inmenso alivio.
Al principio era muy torpe como reclutadora. Visitar teatros que se caían a pedazos o bares de mala muerte en busca de actores con potencial era lo de menos. Convencerlos de unirse a la agencia del caos resultaba un poco más desafiante. Pero ya se estaba adaptando y entablando nuevas amistades con los otros agentes de la misma sección.
Era una misión asignada a los agentes más experimentados, lo sabía. Subir al nivel de veterana en Desaires Felinos, a sus veintiocho años, era algo que le divertía tanto como le llenaba de orgullo.
"No es lo que esperaba, pero estoy satisfecha", se dijo. En el fondo sabía que hacía tiempo deseaba cambiar de aire. Por sí misma. Quería ser feliz, mirar hacia adelante sin aferrarse a lo que pudo haber sido.
Mudarse, aunque no fuera muy lejos de su trabajo de siempre, era un nuevo comienzo. Uno donde seguía teniendo su confiable empleo y yogur en el congelador.
De pie en su nueva cocina, abrió la heladera. La observó con atención, un dedo en su barbilla.
La cerró. Se dio la vuelta para marcharse. Diez segundos después volvió y la abrió otra vez.
—Nop, sigue estando vacía —confirmó, preguntándose si debía desayunar aire o agua del grifo—. Necesito materia prima.
A veces consideraba crear un huerto, pero hasta sus cactus se suicidaban. En la ventana descansaba la única planta que había sobrevivido a sus cuidados. Le tomó dos años descubrir que era de plástico.
"Si a los treinta años sigue con su soltería, se le asignará un gato o una planta", recordó una de las reglas de la agencia.
Su estómago rugió. Ya habían pasado ocho horas desde la última vez que probó un bocado. Necesitaba hacer las compras lo antes posible si no quería morir de inanición.
Quizá debería desayunar fuera. O aprovechar el nuevo bono que su jefe había dado a sus empleados, un desayuno gratuito a la semana en la catfetería.
En esas prioridades vagaba su mente cuando recibió un mensaje. Buscó el teléfono mientras se llevaba un pan a la boca. Sus pupilas resplandecieron con interés.
La lista de misiones de la mañana acaba de ser enviada. Nada mejor que comenzar el día haciendo el mundo arder.
Lejos de la joven que alguna vez fue su compañera de aventuras, Exequiel empezaba a acostumbrarse a trabajar en solitario. Desaires Felinos sin Aitana no era lo mismo, nunca lo sería, pero tenía su propio encanto.
Conversaban con frecuencia a través de la pantalla. Incluso veían películas, cada uno en su propia casa, algunos fines de semana. Un lazo tan fuerte no se rompería a causa de la distancia.
—¿Profesor?
El agente parpadeó de regreso al presente. Sostenía dos sombreros en sus manos, las copas llenas de papeles coloridos.
Una docena de jóvenes, que apenas alcanzaban la mayoría de edad, lo miraban desde sus asientos sobre el césped. Aguardaban sus instrucciones con sonrisas expectantes. Aunque la Cafetería de gatos y plantas ya había abierto sus puertas, la Agencia de sabotaje y rescate de situaciones problemáticas todavía continuaba instalándose. El jefe estaba dedicando estos primeros meses a construir una reputación y entrenar a los actores locales para convertirlos en sus nuevos agentes.
Exe no se acostumbraba a ser llamado profesor. Nunca imaginó que su experiencia en teatro serviría para algo así, pero le gustaba. Desde el principio se le había dado bien adaptarse.
—Una última actividad y serán libres por hoy —comenzó, con una sonrisa que arrancaba suspiros a más de un estudiante—. ¿Cuál es la especialidad de la agencia?
—La improvisación —respondieron al unísono.
—¡Muy bien! Vamos a realizar un ejercicio de improvisación que consiste en crear una situación y una reacción. En el primer sombrero hay situaciones cotidianas y normales. Por ejemplo, escapó un primate del zoológico. —Levantó el que sujetaba en su mano izquierda—. En el segundo hay emociones como alegría. —Levantó el derecho—. Van a formar parejas. Uno sacará una situación al azar y deberá actuarla, mientras el otro reaccionará a ella con la emoción que le tocó. ¡Arriba!
Mientras las parejas avanzaban y representaban su acto ante sus futuros colegas, Exequiel daba indicaciones para que construyeran historias más dramáticas, más escandalosas.
De pie a la sombra de un árbol, disfrutaba del día ligeramente nublado. Según el pronóstico, habría una llovizna suave por la tarde, un alivio después de semanas de calor.
El mes pasado había empezado a trotar por el inmenso terreno verde que conformaba este parque, a veces en compañía de un amigo de la infancia que había vuelto a encontrar.
Tan concentrado estaba en sus pupilos que fue demasiado tarde cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Justo donde había dejado su mochila.
Una figura marrón pasó como una flecha, lo levantó y salió corriendo.
Exequiel soltó una maldición. Ante los murmullos aturdidos de los jóvenes, se lanzó tras el ladrón.
"Los pueblos pequeños son más seguros y una mierda", pensaba mientras zigzagueaba entre árboles a tal velocidad que las personas a su alrededor eran sombras coloridas.
Le tomó un momento darse cuenta de que su ladrón era... ¿un dinosaurio? Su cabeza y cola se meneaban alegremente mientras corría por el parque, la mochila sujeta en una de sus cortas patas superiores.
Cuando lo tuvo a un metro, saltó sobre él sin piedad. Ambos cayeron al césped con un grito ahogado.
El traje acolchado los protegió del golpe. Rodaron un momento hasta que el agente consiguió quedar arriba.
Exequiel podía escuchar la respiración jadeante del dinosaurio. Debió ser todo un reto correr tan rápido con semejante peso.
Furioso, se puso a horcajadas y le arrancó la cabeza. Del disfraz, no del cuerpo humano.
Cuando sus ojos se encontraron, la respiración se atascó en su garganta. Reconocía esos iris café, la travesura de sus pupilas siempre brillantes y esos rizos cobrizos contrastando con el césped.
—No esperaba este recibimiento, pero me gusta tu iniciativa —confesó la muchacha, sin aire.
—¿Aitana? —susurró él, sin aliento.
Deslizó un dedo por su mejilla. Delineó las pecas de su nariz.
Era real, no estaba alucinando.
—Agente Dinoitana al rescate de esta situación problemática llamada Trabajo en tu día libre —corrigió—. O al menos eso decía la última orden que recibí de rescatar a un profesor de teatro que estaba dando clases en el parque un sábado por la mañana.
"Debe ser otra broma del jefe. Ese viejo zorro...", pensó él.
—No estoy aquí contra mi voluntad. —Bajó el rostro hasta que sus narices se tocaron. Su perfume desprendía las mismas notas frutales que recordaba. Hacían añicos su concentración—. ¿Qué hay de ti?
—Personalmente, me gusta que estés arriba. —Le acarició el torso con sus manos enguantadas—. Aunque se siente raro, no sabía que tenías ese fetiche con los dinosaurios. ¿Quieres que te deje el traje para que hagas cositas raras como si fuera muñeca inflable?
—Solo a ti se te ocurriría algo así. —Él soltó una risa ahogada y rodó a un lado—. Te pregunté qué haces en Villamores. ¿Cuándo llegaste?
Se puso de pie y la ayudó a salir del disfraz. Sus ojos se vieron atraídos por esas bonitas piernas apenas cubiertas por unos pantaloncillos de jean. Su camiseta sin mangas del mismo tono pálido le daba un aire juvenil y refrescante.
—Anoche. Es una larga y muy extraña historia. —Subió los brazos hasta sus hombros y le rodeó el cuello para atraerlo contra sí—. ¿Me extrañaste, Exe-punto-exe?
—Demasiado.
—¿Le diste un buen uso a mis fotos por las noches?
—Descarada. Sigue por ese camino y no voy a dejarte escapar nunca más —susurró contra su boca. Sus manos capturaron la cintura femenina.
—No te preocupes, vine para quedarme. No te librarás de mí tan fácilmente.
Los ojos del joven se iluminaron. La esperanza lo envolvió. El dolor sutil que había presionado su corazón durante los últimos meses se desvaneció por completo.
—¿Quedarte como...?
—Mi casero me echó a la calle y acepté un traslado de agencia. —Sus pupilas chispeantes se desviaron a un costado al recordar los hilos tan extraños que se habían movido a su alrededor—. El jefe me ofreció un aumento del setenta por ciento si me unía a este lado oscuro. Y, bueno... por dinero baila el perro.
—¿Setenta? —Frunció el entrecejo—. A mí solo me dio un sesenta...
—Eso es porque eres un chico fácil, mi amor. Yo negocié como si regateara con un vendedor ambulante. Sin piedad.
Él estudió cada uno de sus rasgos. Contó las bonitas pecas de su nariz y se perdió en esas pupilas perversas.
—¿Estás segura?
Ella no se molestó en fingir que no había entendido la pregunta.
—La verdad no tengo idea de lo que estoy haciendo con mi vida —confesó entre risas—. Pero sé que estoy donde quiero estar... y con la persona que quiero amar.
Tras esas palabras, la primera gota de agua cayó sobre su nariz. Era una llovizna suave propia del verano. Las nubes ni siquiera cubrían por completo al sol.
—Está lloviendo —señaló Exe, un poco aturdido por esa última declaración.
—Capitán Obvio al rescate.
Él soltó una carcajada. Era tan ponzoñosa como recordaba. La abrazó con fuerza, enterrando una mano en su cabello.
—¿Quieres conocer el patio de mi casa o la oferta del baile ya caducó?
Un delicioso escalofrío recorrió la columna de Aitana. La sonrisa que curvó sus labios estaba llena de promesas.
—Te estabas tardando en preguntar, Exe-punto-exe.
Por toda respuesta, él cerró la distancia entre sus bocas. Sus cuerpos se unieron en un abrazo que hacía trizas el tiempo que estuvieron separados.
Las dudas de Aitana desaparecieron. Siete años de amistad desde aquel instante en el que sus caminos se cruzaron. Siete años enamorándose cada día más.
Como si un hilo invisible hubiera estado tirando de ambos lados, se había rendido a ese asunto pendiente que tenían con el amor.
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