Capítulo 31


El salón era inmenso. Sus paredes blancas y techos altos poseían excelente acústica. Sobre un escenario alfombrado habían instalado un micrófono y un mesón con una computadora. Una mujer vestida de traje presentaba una serie de diapositivas proyectadas a su espalda.

El público escuchaba con atención, murmurando o tomando notas del discurso acerca de un prometedor programa para celulares.

Al ser abierto al público, la seguridad era mínima. Podían ver al guardia bebiendo café en vaso descartable, en compañía de un aburrido conserje.

Entre las decenas de invitados, un hombre joven sacó un pañuelo y secó el sudor de sus sienes. Sus manos temblaban mientras sacudía una tablet. Presionaba el botón de encendido con tanta fuerza que podría perforarlo. No se perdía la ironía de ser un experto en programación que no conseguía encender el aparato.

Una mujer vestida con una chaqueta borgoña a juego con una falda tubo ingresó por las puertas dobles. Los tacones bajos golpeaban la alfombra de un modo rítmico. Su cabello negro era tan corto que destacaba sus pómulos marcados. Desprendía un intenso perfume a su paso.

Tomó asiento con confianza entre los espectadores. Cruzó las piernas, levantó la barbilla y se dispuso a escuchar.

El hombre en la silla contigua se removió incómodo. Miró su reloj, luego a la puerta. Levantó su maletín y se dedicó a revolver todos sus papeles.

—Siga actuando tan sospechoso y cualquiera pensará que ocultó una bomba en el edificio —pronunciaron los labios color carmín de la recién llegada.

—Todo está saliendo mal, se suponía que sería el mejor día de mi vida —reveló su interlocutor, al borde del llanto.

Cuando levantó la vista, sus ojos se clavaron en el collar de la mujer. La figura metálica representaba una tacita con un corazón fisurado en la parte superior. Su mirada subió hasta esos labios curvados.

—Cuando era estudiante, solía olvidar con frecuencia el afiche para mis exposiciones —comentó ella, sus dientes asomándose con su sonrisa—. Pero tenía un don que me salvaba cada vez. ¿Puede adivinar cuál era?

—No-no lo sé...

—La improvisación.

—A continuación, queremos presentarles a nuestro empleado más joven y prometedor —pronunció la conferencista sobre el escenario—. Con un proyecto que solo podría habérsele ocurrido a las nuevas generaciones: Una aplicación preventiva de malas decisiones. Les adelanto algunas funciones: Si tratan de enviarle un mensaje a sus ex, la pantalla se bloqueará automáticamente y proyectará videoclips de gusanos arrastrándose. Para desbloquearla deberán repetir tres veces Valgo más que esto, merezco algo mejor.

Murmullos de aprobación e interés resonaron entre el público.

Mientras terminaba de anunciar al joven creador del programa, el rostro del muchacho a su lado perdió todo color. Se levantó con dificultad, la tablet apagada en su mano. En medio de los aplausos de bienvenida, avanzó hacia el escenario. Su caminar era rígido cual condenado al fusilamiento.

Antes de que pudiera tomar el micrófono, la puerta se abrió bruscamente. Los espectadores soltaron exclamaciones de sorpresa y se levantaron.

El intruso tenía el traje arrugado y la corbata floja. Una mochila rosa Barbie digna de un constructor colgaba de su hombro. Su largo cabello castaño estaba recogido en un elástico flojo, un flequillo desparejo ocultaba toda su frente, pero no la furia en sus pupilas.

En un par de zancadas, había subido al escenario y gritado a todo pulmón:

—¡Sé que este no es un grupo de compra venta, pero vengo a acusar a una mala mujer! —Agitado, señaló entre el público.

La mujer del traje borgoña se puso de pie. Llevó una mano a su pecho, su boca abierta en horror.

Todos los ojos se clavaron en ella, quien cerró los puños a los costados y levantó la barbilla.

—¿Otra vez estás borracho? —respondió furiosa.

—¡Déjame ver a los niños, Cindy Nero!

—¡No hasta que me pases la manutención, maldito estereotipo de padre latinoamericano divorciado!

—¡No mientas! Te envié una bolsa la semana pasada.

—¿Crees que con eso alcanza? ¿Tienes idea de cuánto cuesta una visita médica o productos de higiene? No. —Formó una cruz en el aire con sus brazos—. Porque ni cuando los llevé a sus vacunas estuviste.

—¡Los perdiste en el parque el mes pasado! Tuvimos suerte de que supieran regresar por su cuenta.

—¡El parque queda, literalmente, frente a la casa!

—Eres una madre horrible, pudieron haberlos secuestrado... —Se sujetó la cabeza, exasperado en medio del escenario.

—Hasta los vecinos los reconocen. Ya tienen siete y diez años.

—¡Voy a denunciarte si no aceptas una custodia compartida!

—No vengas ahora a hacerte la víctima. ¡¿Crees que no nos damos cuenta de que tienes otra familia?! —Los presentes abrieron los ojos con incredulidad, contenían la respiración—. Encontré cabellos rubios en tu camisa. Apestas a infiel, hasta los niños se dan cuenta.

—Es un malentendido. En mi trabajo hay unos huérfanos...

—¡No quiero oír tus mentiras! —Sacó su celular del bolsillo y lo llevó a su oreja—. Cualquier pregunta habla con mi abogado. Y recuerda que el mayor gasto no son las croquetas...

—Oh, lo sé perfectamente. —Su sonrisa destilaba veneno. Ante la mirada aturdida de los asistentes, sacó una bolsa de su mochila y la levantó en el aire—. ¡Aquí tienes la cuota mensual para el arenero de los niños!

Con ambas manos, abrió en dos la bolsa. La arena se esparció por todo el suelo del escenario. Al sacudirla, salpicó los zapatos del muchacho aturdido a su lado.

—¡Eres un cretino! ¡Ve a terapia si quieres visitar a los niños! —La mujer soltó un sollozo, avergonzada, y se lanzó en dirección a la salida de emergencia.

El intruso se aclaró la garganta y la señaló con un dedo acusador.

—¡Llevaremos esto a la justicia! —afirmó con ferocidad—. ¡No te atrevas a huir de mí! ¡Devuélveme a mis gatos, Cindy!

Agarró la mochila rosa, saltó del escenario y fue tras ella a través de los pasillos.

Se ocultaron tras la cartelera que anunciaba la conferencia Softwares innovadores. Esta colgaba de la pared cual cortina gigante.

Desde el interior del salón, los presentes recién salían de su aturdimiento.

—¡¿Qué fue eso?! —exclamó la directora—. La conferencia se pospone una hora hasta que alguien limpie este desastre. ¡Y que alguien llame a seguridad!

Al oír la palabra mágica, los dos intrusos abandonaron su refugio y emprendieron la huida a través del jardín trasero.

Antes de cruzar la puerta reja, vieron al muchacho de traje salir del edificio. Sujetaba el teléfono con una mano y el maletín en el pliegue del codo.

—¡Cariño, no vas a creer lo que pasó! —decía al celular, visiblemente aliviado—. ¿Cómo...? ¿Qué rayos es Desaires Felinos? —Frunció el ceño. Entonces negó con la cabeza y sonrió—. Ah, sí, en veinte minutos llego por la notebook, ¿podrías...? Gracias, no sé qué haría sin ti. No, la tablet no responde. Te juro que reconoce cuando la necesito y se muere. Si me dan este ascenso compraré una decente...

Lo perdieron de vista un momento después.

—Después de ti, drama queen. —Exequiel hizo una graciosa inclinación, un brazo sobre su espalda y otro extendido en dirección a la calle.

—¿Vas a aprovechar de admirar mi bello trasero en esta incómoda falda? —coqueteó Aitana, pasando por delante de su socio con un vaivén de sus caderas.

—Si es tan incómoda, puedo ayudar a quitártela.

Entre risas, se alejaron del edificio. A toda prisa, mirando hacia atrás para asegurarse de no estar siendo perseguidos por seguridad. Con las pelucas y el arte del maquillaje sus verdaderos rostros se volvían irreconocibles, pero eso no los protegería de ser arrestados.

Una vez frente al auto, ambos agentes bajaron del escenario imaginario. Respiraron profundo. Se miraron a los ojos durante una eternidad.

El tiempo había pasado con sorprendente velocidad. El regreso a la agencia, retomar sus rutinas diarias y fingir que su relación laboral no tenía los días contados los mantuvieron distraídos.

Tras volver de Sientelvainazo, su jefe los había felicitado por otra misión cumplida. Incluso les ofreció el privilegio de acariciar a Mini como premio, y la promesa de un ascenso inminente.

Teniendo en cuenta que fueron contratados cuando la agencia apenas tenía tres años, sus siete de experiencia los convertían en veteranos.

En ese momento, la última misión juntos acababa de terminar, y se sentían algo perdidos.

Aitana se quitó la peluca, liberando esos rizos espesos sobre sus hombros. Lanzó el accesorio al asiento trasero, a través de la ventanilla abierta.

Entonces unió las manos a su espalda y cambió el peso de un pie a otro. Lo miró con esos ojos enormes gracias al delineador y sombras bien aplicados.

—¿A qué hora está programado el reinicio, Exe-punto-exe?

—Antes del amanecer.

—¿Vamos a una cafetería?

Exequiel se llevó una mano a la nuca, incómodo.

—Lo siento, pero aún no termino de empacar...

—¿Puedo ayudarte? —lo interrumpió ella. Trató de disimular cuánto deseaba pasar tiempo juntos, pero sus pupilas brillantes la delataban—. A menos que tengas muchos objetos privados que desees ocultar de mí, como látigos, películas para adultos y una colección de libros dinoporno.

Él negó con la cabeza, sonriendo.

—Presiento que me arrepentiré de esto, pero aceptaré tu sospechosa oferta.

Cuando ella se disponía a darse la vuelta para subir al auto, él la atrapó en un abrazo impulsivo. Cerró los ojos mientras disfrutaba el aroma de su cabello. La extrañaría tanto como una parte de sí mismo.

Aitana le rodeó la cintura con sus brazos y descansó la barbilla en su hombro. Su corazón latía con fuerza. No quería renunciar a su compañero de aventuras, pero tampoco podría retenerlo.

Ella sabía mejor que cualquiera el daño que causaba ser atrapado en una jaula de oro, vivir bajo las elecciones de alguien más.

—Va a ser difícil reemplazarte...

—Ambos sabemos que no será difícil. —Su aliento le hizo cosquillas en la oreja—. Será imposible, pelirroja. Soy único.

Ella contuvo una sonrisa.

—Nunca te sentirás solo con ese ego en la misma habitación. ¿Puedo ir a visitarte pronto? —murmuró cuando se separaron. Comenzó a rodear el vehículo para subir al lado del conductor—. Quiero conocer tu nueva casa.

—Eres bienvenida a quedarte un fin de semana completo.

—¿Y podremos cumplir una misión juntos para recordar los viejos tiempos?

Una pequeña punzada sacudió el corazón del joven al imaginar la nueva sucursal de Desaires Felinos sin ella.

Ambos se adaptarían. Encontrarían una nueva dinámica de trabajo en solitario. Eventualmente.

—Lo que te haga feliz.

—Otra vez esa frase asesina... —Ella chasqueó la lengua—. ¿Tu casa tiene un patio grande?

Él enarcó una ceja, desorientado por la pregunta.

—Lo tiene.

—¡Perfecto! Me aseguraré de visitarte durante la temporada de lluvias.

—¿Lluvias?

—¿Ya lo olvidaste? —Le guiñó un ojo, un dedo contra sus labios—. Prometiste dejarme bailar en tu patio con nada más que la lluvia cubriendo mi cuerpo.

Dejada esa imagen mental en la cabeza de su ex socio, se lanzó al vehículo.

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