Capítulo 26


Tres esferas de pintura que se estrellaron a su izquierda la arrancaron de su aturdimiento. El tercer equipo la había encontrado.

Jurando volver por su presa, Aitana escapó en dirección al bosque. Jalaba el gatillo a lo desquiciado, a cualquier objetivo humano que se movía.

Sentir la vibración de la marcadora entre sus dedos y escuchar el sutil crujido de las esferas al estallar era un placer en sí mismo. Disparaba su adrenalina al máximo.

"¿Cuántos quedarán en pie?", se preguntó mientras se arrastraba entre unos arbustos. El enemigo era un hueso duro de roer.

Descubrió a uno tembloroso, huyendo entre los árboles. Tropezaba hasta con sus propios pies, su cabeza mirando tras de sí a cada segundo. Reconoció la camisa blanca cubierta de barro, y esos zapatos para nada prácticos en terreno rural.

—¿Ese es Emilio? —la sorprendió una voz dulce a su lado.

Aitana soltó un jadeo por haber sido tomada con la guardia baja. Eliza la miró a través de su máscara.

—Es un adversario. Abra fuego contra él, soldado Méndez.

—Pero... no sé, no quiero hacerle daño por accidente. Se nota que está aterrado y quiere irse.

—Con más razón. Piensa en él como un zombi. Ya no es humano, dejó de ser tu esposo cuando se sacrificó por salvarnos. Ahora haz un acto de piedad y ponle fin a su miserable existencia.

Eliza soltó una risita.

—Bueno, si lo ayuda a descansar... —Levantó la marcadora y apuntó. Su dedo sobre el gatillo vaciló. Contuvo la respiración, cerró los ojos y disparó.

Emilio soltó un grito y tropezó. La máscara protegió su rostro, pero sus codos y rodillas debieron doler.

Aitana hizo una mueca. Eliza dejó escapar un grito de culpa.

—¡Emilio! —Alarmada, escapó de su escondite para correr a ayudarlo.

—¡Eliza, no! —gritó Aitana, extendiendo su brazo demasiado tarde para detenerla—. ¡Es una trampa!

Justo en ese instante, una lluvia de esferas cayó sobre la esposa incauta. Esta dejó caer el arma y se cubrió en medio de un chillido.

¡Baja! ¡Me rindo! —gritó, cayendo sentada en la tierra.

Fue un fusilamiento directo. Al igual que el francotirador, Emilio escapó asustado cuando nuevos disparos los amenazaron.

"Lo sospeché, él fue usado como carnada", pensó la agente.

—Fue ese viejo zorro de Fermín. —Florentina emergió del bosque, disparando en dirección a los asesinos—. Ve por su pañuelo, yo te cubro.

Al ver el terreno despejado, Aitana corrió hasta Eliza. Cayó de rodillas ante su cadáver y la envolvió en sus brazos. Un sollozo escapó de su boca. Entonces levantó la vista, cargada de impotencia, al cielo cubierto por el dosel arbóreo.

¡Nooo! —El grito salió desde lo profundo de su garganta, digno de una amazona en duelo—. Eliza, no puedes irte. ¡No me dejes! ¿Qué voy a hacer sin ti cubriendo mi espalda? ¿Cómo podré salir a buscar agua por el desierto? ¡Esquivar las bandas de caníbales pervertidos nunca será lo mismo sin ti! ¡Te necesito! Prometimos llegar juntas al antro final...

Lloró con su alma. Sin lágrimas. Era un llanto seco por la desesperación.

Tres sollozos más tarde, se recompuso. Dejó el cuerpo en el suelo con delicadeza, como si tocara un polluelo frágil.

Entonces levantó la mirada con rencor puro, los dedos pálidos aferrando ferozmente su propio fusil.

—Ella era todo lo que tenía en este mundo, y me la quitaron. ¡Te vengaré, hermana mía!

Eliza abrió un ojo.

—Eres buena —susurró.

—Apenas estoy calentando. —Su voz volvió a la normalidad—. Me llevo tus balas, siempre quise saber qué se sentía saquear un zombi.

—Hazlo sin pena.

—No se diga más.

Con dedos ágiles, recargó su marcadora con las esferas de su compañera caída. Levantó la vista al oír un grito femenino.

—Candy me necesita. Esto no es un Adiós, es un Hasta luego... Ay, qué asco, esa frase dijeron mis compañeros de graduación. Casi les respondí que los odiaba a todos y no quería volver a verlos en mi condenada vida. —Se aclaró la garganta, regresando a su personaje. Tomó el pañuelo que representaba la vida de su amiga—. Volveré por tu cuerpo, hermana Eliza. Que el Cielo te proteja de los necrófilos.

Se puso de pie y siguió su camino sin mirar atrás. Camuflada entre los árboles, siguió el rastro de los grititos de Candy.

Imaginó que la estaban sometiendo a un nuevo tipo de tortura, pero resultó que solo se asustaba de sus propias acciones. La recién casada levantaba su marcadora y disparaba con los ojos cerrados, gritando cada vez.

—No creo que esa sea una buena estrategia —comentó Aitana cuando se agachó a su lado, en cuclillas tras un árbol—. Estás delatando tu ubicación.

—Lo siento, me da miedo cada vez que aprieto el gatillo. —La joven hizo un mohín—. ¿Elber se estará divirtiendo? Lo extraño mucho... Debí haberle dado otro beso de buena suerte.

—Son bastante... unidos.

—Siempre habíamos sido como Romeo y Julieta, nuestras familias no podían ni verse, pero nuestro amor fue más fuerte.

Aitana soltó una risita. Todo aquel que se expresaba con exageración ganaba su respeto.

—¿Cómo se conocieron? —curioseó la agente.

—En un concierto de mi banda favorita, que resultó ser su preferida también. ¡Era el destino!

—También encontré a mi esposo en una fiesta. No es el mejor lugar para conocer a tu alma gemela, lo admito, porque en esas situaciones uno busca divertirse sin filtro. ¿Por eso tus padres no lo aceptaban?

—Algo así. Creían que era un capricho pasajero, ¡pero es amor de verdad! Conozco todo de Elber y cada día lo amo más. ¿Has visto sus manos? Y su boca. Y su...

—Demasiada información. —Levantó una mano para detenerla—. ¿Cómo consiguieron la aprobación para casarse?

—No lo hicimos. Nos fugamos en secreto. —Se llevó las manos a las mejillas cubiertas por la máscara, su voz destilando azúcar—. Queríamos hacer algo especial para celebrar nuestro primer aniversario, y decir Acepto frente al cura fue lo más romántico.

—Vaya... —La agente soltó el aire en un silbido—. ¿Aniversario de un año de novios?

Nop. —La risa de Candy estaba llena de energía e ilusiones—. Aniversario de un mes desde que nos conocimos.

La respiración se atascó en la garganta de Aitana. Por poco no se ahogó con su propia saliva.

Atrapó un movimiento tras la escultura gigante de un microondas. Un anciano y un muchacho que con suerte llegaba a la mayoría de edad. Eran del equipo de Exequiel.

"El amigo de mi enemigo es mi enemigo", pensó con frialdad mientras levantaba su marcadora y les apuntaba.

Cuando estaba a punto de jalar el gatillo, el grito de Candy la sobresaltó.

—¡Elber! —Olvidada la marcadora en la tierra, junto a su cerebro, la joven dejó su refugio para ir al encuentro de su amado.

—¡Candy, mi vida! —Ciego de amor y sentido común, el muchacho dejó caer su falso fusil y fue en busca de su esposa con los brazos abiertos.

Cual efecto de bajo presupuesto, parecían correr en cámara lenta. Finalmente, ambos amantes eliminaron la distancia entre sus cuerpos con un esperado abrazo.

Él la levantó en el aire y la hizo girar. Candy soltó una risa tintineante. El universo había desaparecido ahora que volvían a estar juntos después de una dolorosa espera de quince minutos.

Para conmemorar esa maravillosa representación de amor, una lluvia de esferas los abatió. Soltaron idénticos chillidos mientras se cubrían y gritaban su rendición.

Luego de que el francotirador del equipo tres se hiciera con sus pañuelos, los enamorados se miraron a los ojos. Solos otra vez. E igual de muertos.

Ignorando el protocolo del Paintball, levantaron sus máscaras para descubrir sus bocas. Un segundo bastó para que estas se buscaron como imanes. Entonces cayeron al suelo entre manoseos descarados y besos apasionados.

Aitana miraba la escena sin intervenir, muda de incredulidad. Sus pupilas se desviaron hacia un costado.

—Quiero creer que en mi adolescencia no fui tan pendeja —murmuró para sí.

Sacudiendo esa imagen con un encogimiento de hombros, se alejó en busca de vida inteligente. Siguió el rastro de disparos hasta dar con un viejo granero. Se asomó, pero no encontró rastros frescos de jugadores.

Cuando estaba por salir, sus ojos se encontraron con un desconocido. Ambos jadearon sorprendidos. El hombre soltó una maldición y trató de levantar su marcadora.

Aitana fue más ágil. Abrió fuego en un parpadeo. La sangre verde se extendió por el pecho de su víctima.

Baja —se lamentó el desconocido mientras ella le quitaba el pañuelo atado a su antebrazo—. Eres rápida.

—De manos muy hábiles, gracias por notarlo. ¿Eras del tercer equipo?

—Sí.

—Y decían que los solteros vivirían más tiempo —se burló antes de salir huyendo, el trofeo en su bolsillo.

Encontró a la última sobreviviente de su equipo agazapada tras una colina de tierra.

—¡Florentina, perdimos a Candy! —susurró.

—Superó su esperanza de vida hace veinte minutos. —Le restó importancia con un encogimiento de hombros—. Ya me cargué al esposo de Eliza. El tuyo es escurridizo y de buenos reflejos.

—Exequiel es mío. No lo mates. Quiero mirarlo a los ojos cuando su vida se apague.

—Escuché que quedaban solo dos del equipo tres.

—Uno. —Levantó orgullosa el pañuelo recién conseguido—. ¿Había hecho Paintball antes, sargento Socorro? —adivinó.

—Hace unos años. Disfruté mucho mi soltería antes de sentar cabeza con Fermín. Hablando de Roma...

Ambas callaron cuando reconocieron al hombre agazapado tras un lavarropas metálico, a diez metros de distancia. Al parecer, todavía no notaba la presencia de ambas mujeres.

—¿Cuál es la estrategia? —susurró Aitana.

—Siempre quise intentar el estilo kamikaze.

Dicho eso, la mujer saltó sobre la colina. Ambos ancianos hicieron contacto visual. Ella dejó escapar un grito de guerra. Él, un gruñido. Apuntaron. Aitana contuvo la respiración, su boca cayó abierta ante lo que sucedió.

Dispararon entre carcajadas, a ciegas, hasta quedar bañados en pintura. Al vaciar sus cargadores, hicieron a un lado las marcadoras mientras recuperaban el aliento.

—Juntos hasta la muerte, querida Florentina.

—El cura dijo claramente Hasta que la muerte los separe. Supongo que ahora soy libre de ti, viejo.

"Quiero ser como ella cuando sea grande", pensó Aitana.

Ahora era la última superviviente de su equipo. Lo más razonable sería esconderse hasta que los restantes se mataran entre sí.

Sin embargo, eso sería cobarde. Ella podía ser torpe, desorientada, descarada y cobarde pero nunca razonable.

Con los puños cerrados sobre su arma, fue en busca del objetivo final. Los minutos pasaron, en cualquier momento sonaría la sirena que daría por concluido el tiempo de batalla.

Se escondió tras un viejo sauce y asomó su cabeza. Sus ojos recorrieron todo el escenario desierto.

—¿Dónde diablos estás? —murmuró entre dientes—. No me digas que te dejaste asesinar por otra.

Un ruido a su espalda hizo que su corazón se saltara un latido. Era el crujido de una rama seca al ser aplastada.

—Date la vuelta lentamente —exigió una voz masculina, fría— y pon las manos donde pueda verlas.

Aitana contuvo la respiración. Sabiéndose acorralada, decidió obedecer. Entonces sus ojos se encontraron con esos iris de humo, a través de las máscaras.

—Llevo años esperando este momento. Desde que acabaste con mi familia a sangre fría, me juré que no descansaría hasta encontrarte. —Exequiel levantó el fusil, los músculos de su cuello tensos y su respiración agitada.

—Sabía que me arrepentiría de dejarte ir. —Ella elevó la barbilla, su voz orgullosa y helada—. Has crecido bien, niño de ojos grises.

—¿T-tú me recu-cuerdas? —Su mano tembló.

—No lo dudes.

—¿Por qué me dejaste vivir esa noche de invierno?

—Tus lágrimas me convencieron de fingir que no estabas oculto en ese armario. Me recordaron a mí misma antes... —Su voz vaciló, las pupilas desviándose hacia los arbustos— antes de que me quitaran mi humanidad.

—¡No vas a conmoverme con tu falsa empatía! —gritó, sus ojos húmedos, con miedo al tener en sus manos la tan añorada venganza—. Sé que eres un monstruo sediento de sangre.

—No voy a negar lo que fui. Tampoco me creerías si te dijera que he cambiado. ¡Dispara! —Se llevó la mano libre al pecho—. Puedes matarme, pero el número de asesinos seguirá siendo el mismo en este mundo.

—Entonces mataré a dos. —Posicionó la mano sobre el gatillo—. Saluda al demonio de mi parte.

Con sus últimas fuerzas de voluntad, ella levantó su propio fusil, dispuesta a disparar sin vacilación.

Un chillido escapó de su boca al sentir múltiples impactos en su costado. Exequiel gruñó de dolor a su vez, demasiado tarde para cubrirse de un francotirador invisible.

Gravemente heridos, cayeron al suelo de espaldas. Sus cabezas estaban tan cerca que podían mirarse a los ojos mientras las luces se apagaban.

—Gracias por darme una razón para sobrevivir en este jodido mundo, arpía —jadeó Exequiel, retorciéndose de dolor.

—En mi próxima vida, espero que tú y yo... podamos... intercambiar memes de madrugada. Te veo en el infierno, bastardo —fueron las últimas palabras de la joven antes de colapsar.

Tras esa larga agonía, exhalaron sus últimos alientos. Todo rastro de alma abandonó sus cuerpos. Solo el bosque fue testigo de las vidas que se perdieron.

Y alguien más.

—¡Lo hice! ¡Lo hice! Con la bendición de los astros que iluminan mi camino... —Salvador levantó su marcadora con orgullo. Hizo una danza de la victoria donde dejó su alma y su dignidad. Contra todo pronóstico, sucedió lo que nadie habría imaginado—. ¡Gané!

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