Capítulo 25
La función debía continuar. Era un lema propio de los actores. Nadie era irremplazable, los problemas personales quedaban en segundo plano. O podían usarlos para canalizar toda su pasión sobre el escenario.
Por acuerdo tácito, decidieron fingir que continuaban siendo un matrimonio feliz en público. Sin embargo, las caricias furtivas habían desaparecido, y las sonrisas cálidas se convirtieron en miradas gélidas.
—¿Discutieron? —susurró Eliza, sentada en la furgoneta a la cual los había hecho subir Gianella.
—No, solo estamos recreando la siguiente fase de un verdadero matrimonio. Nos quedó bien realista la función —masculló Aitana entre dientes. Entonces se aclaró la garganta, parpadeó con inocencia y subió la voz—. ¿Qué te hace pensar eso?
Sus ojos se encontraron con Exequiel un par de asientos atrás. Él le lanzó un beso, pero sus pupilas destilaban hielo.
—Los últimos días han estado más apagados que de costumbre.
—A veces nos gusta fingir que somos humanos aburridos.
Como adultos maduros capaces de resolver sus problemas con diálogo, pasaron los últimos dos días aplicándose la ley del hielo cada vez que quedaban a solas.
Giró el rostro hacia la ventanilla, gesto con el cual puso fin a la conversación. En ese momento la furgoneta conducía a través de una extensa arboleda cercada por murallas de ladrillo. Una construcción pequeña aguardaba en la entrada, donde los esperaba una pareja vestida con pantalones cargos, camisetas oscuras y botas de combate.
Una vez abajo del vehículo, el conductor lo estacionó en un galpón cerrado. El grupo permaneció de pie sobre la tierra rodeada de naturaleza. Susurraron entre sí, ansiosos por tanto misterio.
Ante sí se extendía un terreno inmenso sembrado de árboles. Bloques de cemento se vislumbraban a la distancia, en su mayoría a medio construir. La decoración de ladrillo desnudo y musgo le daba un aura apocalíptica al paisaje.
Gianella intercambió unas palabras con los desconocidos, y uno de ellos le extendió un bolso largo. Entonces se posicionó frente a los turistas y probó su micrófono.
—¿Listos para la aventura? —comenzó, animada—. En tres días, muchos de ustedes darán por concluida esta maravillosa luna de miel. Antes de dejarlos ir, nuestro equipo de Turismo Sientelvainazo ha preparado actividades inolvidables. —Mientras hablaba, fue desenfundando lo que ocultaba el bolso—. La experiencia de hoy será ideal para descargar tensiones y despertar la faceta competitiva de los amantes mientras... —Dejó caer la funda vacía y levantó un extraño fusil con una botella metálica incrustada en la culata— ¡huyen por sus vidas!
Los turistas retrocedieron. Algunos incluso levantaron las manos y dejaron escapar jadeos de incredulidad.
—Algo me decía que el nombre de la reserva era una señal —murmuró Exequiel.
—¡No se asusten! —Con una risa casual, la guía les enseñó el fusil con el cañón hacia abajo—. No sería muy rentable si nuestros turistas volvieran a casa en ataúdes. Esto es una marcadora. La sorpresa de hoy es... ¡Paintball!
Las pupilas de Aitana se iluminaron. Durante su primer año en Desaires Felinos, el jefe, fiel amante de los deportes de simulación, había llevado a sus empleados a fingir una masacre.
—Buenos días, mi nombre es Diana. —La mujer de uniforme casi militar tomó el fusil y la palabra—. Como mencionó Gianella, esto es una marcadora. Es inofensiva si se usa adecuadamente. Las bolitas de pintura salen a noventa metros por segundo. Por cortesía, deben evitar dispararle a sus adversarios por la espalda o cuando la distancia sea menor a cinco metros.
—Quienes deseen participar activamente, les voy a pedir que completen este documento —intervino Gianella, ondeando sus fotocopias cual bandera de paz—. Los que prefieren permanecer como espectadores, acompáñenme a la sala de seguridad donde tomaremos té con pastelitos mientras vemos a los demás en las pantallas. ¡Podrán apostar por sus favoritos!
"Dispararle pintura a un montón de extraños o comer pasteles gratis contemplando una masacre simulada. Qué dilema", reflexionó Aitana mientras el grupo se dividía.
Descubrió, divertida, a Exequiel inmovilizando a Emilio para evitar que huyera con el grupo de pacifistas.
—Les explicaré la dinámica del juego. ¿Saben qué es una baja? —continuó la instructora a quienes se quedaron. Sacó un pañuelo rojo de su bolsillo—. Todos deben tener este pañuelo en un lugar visible, ya sea atado a un tobillo o brazo. Representa sus vidas. Si les marcan en cualquier parte del cuerpo, deben gritar ¡Baja!, ponerle el seguro a sus marcadoras y levantar los brazos, permitiendo que el adversario les quite el pañuelo.
Aitana levantó una mano, emocionada. Esperó el asentimiento de Diana para hablar.
—¿Puedo lanzarme al suelo mientras finjo agonizar?
—Pueden, pero solo por un momento. Después deben regresar a la base para evitar que los demás los pisen o sigan tirando. El equipo que junte más pañuelos ajenos recibe más puntos. Ahora vamos al protocolo. Chaleco protector y máscara. —Conforme ella hablaba, su colega iba distribuyendo el equipamiento—. Bajo ninguna circunstancia pueden quitarse las máscaras.
—Un disparo en el ojo y se les reiniciará el Windows —comentó su socio.
—Así es —concordó Diana—. Para sumarle drama a la diversión, un equipo estará formado por las esposas, y el otro por los maridos.
—¿Qué hay de los solteros? —Salvador levantó una mano.
—Al tercer equipo.
—¡Los ganadores recibirán cupones para un día en Sacrificio Maya, el mejor spa de Sientelvainazo! —Oyeron la voz comercial de Gianella, desde los altavoces—. Sus baños termales y equipo de masajistas son ideales para disminuir tensiones.
—Ya oyeron. ¡La última persona en pie se consagrará como la gran ganadora!
Cinco minutos después, Aitana se encontró agazapada en el interior de una casa abandonada. El techo no existía, al igual que las ventanas o puertas. Sus paredes mostraban manchas de pintura seca y signos de incendio.
Oculta tras su máscara, su sonrisa era inmensa. Sus manos sobre la marcadora temblaban de emoción, sedientas de sangre.
Tras ella, la joven Candy buscaba una posición cómoda para apoyar la marcadora. Probó contra su pecho, omóplato y hombro.
—¿Alguien me explica cómo sujetarlo? —preguntó, desorientada.
Aitana abrió la boca para advertirle que no le apuntara mientras hablaba, pero no tuvo oportunidad. Soltó un jadeo al oír el clic del disparo. Se agachó por reflejo. Tres esferas consecutivas se estrellaron contra la pared, salpicando de pintura su espalda.
—Ay, ¡lo siento, Aitana! No sabía que estaba sin seguro. No quise matarte.
—Está bien. Estoy acostumbrada.
—¿Qué?
—Una vez leí que el Paintball es uno de los deportes más seguros que existen. Incluso el golf es más peligroso. Tratemos de jugar limpio y en paz —comentó Eliza, sentada bajo una ventana sin marcos ni vidrios. Dejó el falso fusil en su regazo para poder unir las palmas. Entonces bajó la voz—. Confieso que la idea de dispararle a Emilio suena tentadora... ¡Con balas de pintura! No es que desee matarlo, solo asustarlo un poco —se justificó, con una risita nerviosa.
—La piedad es para los débiles. Tú dispara sin culpa —agregó Florentina. Sujetaba la marcadora con manos arrugadas pero firmes, su postura recta y ojos de águila dignos de una sargento—. Vamos a aniquilarlos.
A varios metros de distancia, bajo un granero que parecía haber sido víctima de una invasión zombi, a juzgar por las marcas de manos rojas y arañazos en sus paredes, Exequiel presentía que en la ruleta de compañeros le asignaron dos eslabones débiles.
—Extraño a Candy, quería estar en su equipo —se lamentó el joven Elber, sentado sobre una pila de heno. Su cabeza enmascarada estaba agachada cual cachorrito castigado.
—¿Pasan muchas horas juntos? —preguntó Exe.
—Todo el día. Ella es mi vida, mi alma gemela. Lo supe desde la primera vez que vi sus hermosos ojos. Y su boca. Y su nariz. Bueno, todo su cuerpo...
—Ya. Capto la idea —lo interrumpió con sequedad—. ¿Alguna vez has jugado Paintball?
—Hace años venimos planeándolo con mis amigos, pero nunca pudimos ponernos de acuerdo para reunir al grupo completo.
—Después de los veinte, se vuelve biológicamente imposible hacer coincidir los tiempos si son un grupo numeroso.
—Cuando lleguen a mi edad, comprenderán que es mejor la calidad por encima de la cantidad —intervino Fermín.
El anciano estudiaba las partes de la marcadora con ojo crítico a través de su máscara. Revisó la munición y comprobó el seguro. Entonces se la cargó al hombro y apuntó hacia un hueco en la pared, un objetivo invisible.
—¿Ha hecho esto antes, señor? —preguntó Elber.
—Un par de veces. Cuídense de Florentina, donde pone el ojo pone la bala —advirtió—. Una noche caí de sorpresa a su casa. Pensó que era un ladrón y me dio un culatazo con su escopeta.
—Suena como amor a primera vista.
—Supongo que lo fue, pero nos tomó un par de décadas estar listos para aceptarlo.
—Quiero volver al hotel —se quejó una cuarta voz en un rincón del granero.
Emilio abrazaba su marcadora como si fuese un salvavidas. Acomodó su máscara con incomodidad. A través del cristal, esos ojos nerviosos recorrían todo su alrededor en busca de las salidas.
—Piensa en esto como un videojuego —sugirió el agente.
—No es lo mismo. Los deportes y yo somos incompatibles. Me van a matar primero, lo veo venir.
—Ten fe. En las películas, el más inútil suele ser el único sobreviviente.
—Espero que tu esposa te dispare en el trasero —replicó en un gruñido.
—Oh, lo intentará. Ya quiero ver qué trucos sucios está maquinando su cabeza resentida.
La conversación cesó de repente. Una sirena resonó por los altavoces del parque. Era el anuncio que abría las puertas a la cacería humana.
Los cuatro se pusieron en marcha. La única misión era conservar la vida y acabar con todos los oponentes. O morir con honor, lo que sucediera primero.
—Trata de permanecer cerca —ordenó Exequiel a un asustado Emilio—. Mantenerte con vida será todo un desafío.
Abandonaron el refugio al instante. Corrieron con el viento, zigzagueando entre árboles cubiertos de pintura ecológica. Esculturas metálicas habían sido instaladas en puntos estratégicos del terreno. Se asemejaban a muebles bañados en antióxido.
Exequiel agudizó el oído. Pasos a su derecha. Se lanzó sobre Emilio justo a tiempo para esquivar la esfera de un francotirador oculto. La pintura estalló contra la corteza de un árbol, salpicando la mejilla enmascarada de Exe.
Ambos hombres buscaron refugio tras un sofá metálico. Excelente escudo. Escucharon las esferas impactando del otro lado. Apretando los dientes, el agente se asomó una vez y disparó en dirección al sonido.
—Eliza ha estado más agresiva últimamente —comentó Emilio por lo bajo.
—Es parte del duelo. Terminar una relación implica la muerte de algo apreciado.
—Pero seguimos casados.
—Ellas pasan por el duelo antes de mandarte al infierno. Previsión femenina.
Otro disparo. Este fue tan al borde de su escudo metálico que les salpicó el cabello.
—Cubre mi espalda. —Con una sonrisa salvaje, Exe se puso de pie, corrió por campo abierto y disparó directo a un integrante del tercer equipo. Un segundo después se lanzó tras una mesa caída.
—¡Baja! —gritó una joven con las manos y marcadora en alto. No la reconoció. Efectivamente, pertenecía al grupo de los solteros—. Me diste.
—No pienso ir por tu pañuelo —susurró Exe desde su nuevo refugio—. Tus compañeros me harán pedazos.
—¡Está muerta, pero su cuerpo aún sigue tibio! —gritó una voz desconocida entre los arbustos.
—Vuelves a hacer una broma así y las bolas de mi marcadora conocerán a las tuyas —advirtió con furia la mujer recién eliminada.
Un cosquilleo en la nuca le advirtió a Exe de un peligro inminente. Por el rabillo del ojo captó un movimiento.
En una fracción de segundo, se echó al suelo y rodó. Escuchó el impacto, los disparos sucesivos. Al levantar la vista, descubrió una mancha de pintura en el sitio donde había estado su cabeza.
Se ocultó tras un arbusto. Asomándose por el costado de un refrigerador metálico, a diez metros de distancia, el cabello de Aitana la delataba.
—Amore, ¿por qué te escondes de mí? —canturreó con calidez—. Solo soy una damisela indefensa en busca de su macho alfa protector.
Los hombros de Exe temblaron de risa. Estos últimos días había extrañado su sentido del humor.
—Las damiselas en apuro pasaron de moda. Lo de hoy son las pelirrojas sedientas de sangre —replicó—. Baja el arma y prometo darte, amor.
—Pero quiero dispararte una vez. —Podía imaginar el mohín en su boca—. ¿Prefieres mi bala en tu cerebro o entrepierna? De todas formas ambos músculos proporcionan un pésimo servicio.
"Es tan vengativa y ponzoñosa", pensó con una sonrisa. Estaba feliz de oírlasiendo ella misma. Su indiferencia había sido mucho más letal que el dulce venenode su lengua.
—No dejes que te atrape, pequeña Caperucita —replicó en voz alta, listo para abandonar su refugio y lanzarse de lleno a la batalla—. Porque no es dispararte pintura lo que quiero hacerte.
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