Capítulo 21
Aitana consiguió tomar una bocanada de aire antes de hundirse. Tres segundos estuvo sumergida hasta salir a la superficie por la presión del chaleco.
Salvador gritaba, aferrado al instructor como si su vida dependiera de ello. Había olvidado por completo que tenía un chaleco salvavidas y estas aguas eran tranquilas.
Eliza y Emilio se sujetaban al bote, jadeando. Más preocupados por recuperar el aliento que regresar a la embarcación. La discusión matrimonial quedó en segundo plano.
Por su parte, el matrimonio de Fermín y Florentina flotaban con serenidad en el agua. Conversaban sobre la posibilidad de unirse a una embarcación con miembros que tuvieran más estabilidad emocional.
Los instructores de las otras balsas les preguntaron si necesitaban ayuda. Gian no podía responder, demasiado concentrado en quitarse esa sanguijuela diez años mayor.
No había rastro de Exe.
Aitana fue la única en notar su ausencia. Dio un giro en el agua, buscándolo por las cercanías.
—¿Exe? —No recibió respuesta—. Ya, ahora vas a fingir que te comió un tiburón. Insertar música dramática —pronunció escéptica. Los segundos pasaron. Se lamió los labios, sus latidos se aceleraban—. No es gracioso.
Se sobresaltó al sentir algo en su espalda. Giró en el acto, furiosa, dispuesta a vengarse por jugarle esa tonta broma.
La sangre abandonó su rostro al descubrir que no era su compañero. Un chaleco sin dueño flotaba a la deriva.
Las voces se desvanecieron. Las risas de las otras balsas se perdieron en la distancia. Su corazón comenzó a latir en sus oídos.
En una fracción de segundo, su memoria revivió las tardes que habían compartido en la piscina. Cada vez, su compañero se había quedado en la orilla. En la zona segura.
Nunca... lo vio nadar.
—¡Exequiel! —gritó desde el fondo de su garganta.
Sin pensarlo, desabrochó su propio chaleco. Ante los gritos de advertencia del instructor y sus acompañantes, se lo arrancó y se sumergió por completo.
Sus ojos abiertos apenas distinguían formas distorsionadas entre las algas. Buscó desesperada alguna pista, alguna señal. Un movimiento bajo el bote le envió una alerta. Un casco rojo.
Tuvo que cerrar los ojos por el ardor. Ciega en esa profunda oscuridad, debía confiar en su instinto. Sus piernas se movían dando tijeretazos a medida que las brazadas la llevaban en cuestión de segundos a su destino.
Nunca creyó que valoraría tanto las clases de natación que sus padres le obligaron a tomar cada verano. Esos tortuosos ejercicios en piscinas heladas mientras el resto de los adolescentes disfrutaba de chapotear sin preocupaciones a tan solo unos metros...
Abrió los ojos al sentir su energía. Los movimientos frenéticos de Exequiel eran más débiles a cada segundo. Burbujas escaparon de su boca cuando sus ojos se encontraron. Era un grito de auxilio desesperado.
Ella extendió un brazo y consiguió atrapar su muñeca. Lo abrazó por detrás, cruzando su brazo derecho sobre el torso masculino. Ubicada en posición lateral, alineó su cadera con la columna de Exe. Entonces, comenzó a remolcarlo.
Sus piernas cortaban el agua como tijeras afiladas y el brazo libre guiaba el camino. Por momentos, el temor de sufrir un calambre o quedarse sin fuerzas la ralentizaba.
Pero no lo dejaría. Estaba fuera de discusión. Eran un equipo. Preferiría arrancarse el corazón antes de abandonar a quien le había enseñado lo que era estar viva.
La luz del día estaba cada vez más cerca. Exequiel había dejado de luchar, demasiado débil.
La falta de oxígeno comenzaba a marearla. Puntos de luz aparecieron en su visión periférica. Su pecho dolía por la presión. Sus músculos rogaban descanso.
Rompió a la superficie con un jadeo. Tragó agua por accidente. Sintió las toses convulsivas de su compañero, pero no lo soltó hasta que estuvieron en la orilla.
Lo instó a subir de regreso a tierra. Consiguió quitarle el casco antes de que Exequiel cayera de rodillas. Las arcadas lo invadieron. Un segundo después, vomitó agua en medio de toses y jadeos.
Aitana se arrancó su propio casco y lo lanzó a un lado. La ropa mojada pesaba una tonelada, su cabello era una maraña salvaje que goteaba. No le podría importar menos. En ese momento no sentía dolor, solo un alivio que amenazaba con derrumbarla.
Se puso en cuclillas delante de él. Con manos inestables, le acarició el cabello corto en tanto esperaba a que sus arcadas remitieran. Sus pupilas delataban cuán aturdido se sentía, quizá luchaba contra la inconsciencia.
Todo daba vueltas en la cabeza de Exequiel. Su pecho y garganta ardían como si hubiese tragado fuego. Recordó el terror de hundirse, las brazadas inútiles con las que trató de subir. La oscuridad que susurraba promesas de paz en sus oídos.
Se obligó a guardar esos pensamientos para alguna pesadilla. En ese momento podía respirar. El sol golpeaba su cabeza a través de los árboles, el musgo era suave bajo sus palmas.
Levantó la vista con lentitud. Necesitó unos segundos para enfocar. Encontró esos iris cafés muy abiertos, tan cerca que podría contar las pecas de su nariz y distinguir los infinitos matices rojizos de sus rizos húmedos.
—¿Estoy muerto? —murmuró con una sonrisa atontada—. Porque estoy viendo un... —Sintió las uñas de Aitana clavarse en sus brazos desnudos— demonio salido del Averno. ¡Eso duele!
Despertó por completo. Trató de liberarse, en vano. Ella era fuerte.
—¡¿Cómo se te ocurre tratar de morirte?! —chilló, sacudiéndolo por los hombros—. ¡Sabes que necesito que estemos casados mínimo cinco años para cobrar la póliza de seguro!
—Pensar en tanto tiempo a tu lado me hace desear regresar al Río Paranóiorar, mujer avarienta.
—¿Por qué no me dijiste que no sabías nadar?
—¡No lo sabía!
—¿¡Cómo diablos no vas a saberlo!?
—Nunca aprendí, pero creí que mi cuerpo sabría por naturaleza.
—¡Es lo más estúpido que he oído después de a mí misma diciendo que aceptaba ser tu esposa!
—¡No fue mi mejor idea, lo admito!
—¡Bueno, pero no me grites!
—¡Tú empezaste a gritar!
Sacudió la cabeza para despejarse. Entonces descubrió que la humedad en los ojos femeninos no provenía del río.
Respiró con fuerza. Bajó la voz al nivel de un susurro, con la cautela de un soldado precavido que se asomaba a la guarida de un dragón.
—¿Aitana?
Ella trató de hablar, pero un sollozo escapó de sus labios trémulos. Las lágrimas empezaron a fluir en silencio. Lanzó un grito ahogado y se lanzó hacia él.
Exe la atrapó en un abrazo igual de abrumador. Dejó que descansara la barbilla en su hombro, murmurando promesas que ni él mismo procesaba.
Sus corazones latían uno contra el otro, igual de agitados. Lo peor ya había pasado, pero en su mente lo perseguía el fantasma de lo que pudo haber sido si ella no hubiera actuado a tiempo.
Había estado aterrado, ¿cómo negarlo? Sacudir brazos y piernas sin resultados, sentir que se hundía irremediablemente hacia el olvido, lo había cegado.
Soltó un suspiro para alejar esos pensamientos. Acarició la espalda femenina hasta que la sintió dejar de temblar. Besó sus rizos húmedos, respirando el aroma de su acondicionador.
Todo en ella era calidez y energía. Tenerla en sus brazos alimentaba su espíritu. Le hacía desear cosas que no podría tener, cruzar líneas que ambos habían trazado.
—Estoy bien... Estaré bien —pronunció en su oído—. Guarda tus lágrimas para cuando la policía investigue la desaparición de tu esposo millonario.
—Eres demasiado pobre para ese título.
—Yo seré el mayordomo irresistible con el que te fugarás en un yate tras cobrar la herencia.
Ella soltó una risita temblorosa. Se apartó un poco. Lo suficiente para descansar la frente contra la suya. Sus pupilas se encontraron.
Bastó una mirada de esos iris grises para saber que estaba perdida. Había caído en ese mar de humo y ninguna clase de natación le había enseñado a escapar.
—¿Están bien? —El grito del instructor la arrancó de su ensimismamiento—. ¿Pueden seguir o prefieren regresar?
Ambos agentes volvieron la vista hacia el grupo. La mayoría votó por regresar a suelo firme.
No había sido un día arruinado. Simplemente, experimentaron demasiadas emociones y todos necesitaban un descanso.
Pasaron el resto de la tarde en la tierra de la reserva, fingiendo que nada había cambiado. Compartieron un almuerzo silencioso. Le siguieron horas de reposo junto a un arroyo, a la sombra de sauces tristes.
Eliza y Emilio evitaban el contacto visual. La tensión entre ambos era evidente. No había rastro del matrimonio lleno de ilusiones que arribó en Sientelvainazo.
Los agentes intercambiaban miradas furtivas y saltaban ante un roce accidental de sus manos. Aunque las bromas no faltaron, algo en el aire era diferente.
Terminado el día de turismo, retornaron al hotel sin una gota de energía.
Cuando abandonó la ducha esa noche, los ojos de Exequiel se detuvieron en el bulto sobre la cama. Acaparaba todas las mantas, sus rizos estaban esparcidos sobre la almohada.
Hoy era el turno de Exe de usar la cama. Pero, siendo sincero, no le importaría compartirla con ella.
Frotó la toalla en su cabeza y la colgó en el baño. Entonces regresó a la cama. Subió las sábanas y se acostó de lado. Sus rostros estaban tan cerca que podía contar esas bonitas pecas.
Resistió el impulso de besar la punta de su nariz. Le encantaba ver su reacción aturdida cuando lo hacía.
—¿Estás dormida? —susurró, apartando un brillante mechón de su rostro.
Su respiración era suave como la piel de su mejilla. Descansó la palma en ella cuando la oyó murmurar en sueños.
—Es una pena que estés dormida. Iba a contarte mis dos oscuros secretos.
Estudió sus labios, pero ella no sonrió como habría hecho si estuviera despierta.
Exe soltó el aire en un suspiro. Regresó a su memoria aquella noche de invierno, el punto de quiebre en su amistad.
¿Cuántos meses habían pasado? Una breve y agonizante eternidad.
Sucedió durante una misión nocturna. Estaba lloviendo a cántaros. Escapar de una fiesta por la puerta trasera tras desatar el caos los expuso a las inclemencias del clima.
Mientras caminaban hacia el auto, él mantuvo su capucha puesta para no mojarse. Por su parte, Aitana había estado dando vueltas con los brazos abiertos y canturreando en plena acera.
—¡Ven a bailar conmigo, Exe-punto-exe! —Extendió su brazo en una tentadora invitación, una sonrisa curvando sus labios húmedos.
—La danza bajo la lluvia incluía paraguas, pelirroja —señaló, refugiado bajo los aleros de las casas por las que pasaban.
—¿A qué le temes? Si nos enfermamos, podemos pedir licencia por accidente laboral. ¡Días libres! —Ella ocultó las manos tras su espalda y se inclinó hacia él. Entornó los ojos y suavizó su voz—. Seré tu enfermera sexy, si me lo pides amablemente.
—El cielo me libre de tener una enfermera tan perversa. Harías que subiera mi temperatura en vez de bajarla.
Ella soltó una risita. Su sonrisa traviesa estaba de regreso.
—¿Alguna vez has bailado desnudo bajo la lluvia?
—No tengo ese tipo de fetiches, pero serás libre de hacerlo cuando tenga una casa con patio.
—¿Quién necesita un patio cuando existen las calles públicas...?
—... con cámaras de seguridad y leyes contra el exhibicionismo.
—Eres un aguafiestas con temor a la lluvia, qué ironía.
Ella levantó los brazos en un arco y dio una voltereta en puntas de pie, rastros de las clases de ballet que tomó de pequeña. Por un error de cálculo, pisó un charco y resbaló.
Habría caído si Exe no la hubiera atrapado por detrás. En lugar de preocuparse, se limitó a reír a carcajadas en sus brazos.
Feliz. Era un espíritu libre. Esa alegría inagotable había calado en su corazón, más letal que el frío del invierno.
Lo dejó en su departamento con un guiño y el recordatorio de que tenían un baile pendiente.
La mañana siguiente no la encontró en Desaires Felinos. Por Roy, el recepcionista, supo que había pescado una gripe y decidió quedarse en cama.
Fue un balde de agua helada para Exequiel.
"¿Por qué no me avisó?", deseó preguntarle. Pero sabía la respuesta, por supuesto. Ella nunca pedía ayuda cuando realmente la necesitaba.
Su comportamiento impulsivo podría parecer infantil a los ojos de extraños. En el fondo era una mujer aferrada a su independencia, queriendo demostrarle al mundo que era autosuficiente.
Normalmente, él habría seguido su camino tras enviarle un mensaje. Podría resolver las misiones solo.
Sin embargo, se encontró a sí mismo pidiendo el día libre. Antes de pensarlo demasiado, terminó en el departamento de Aitana. Por primera y única vez, usó la llave que ella le había confiado para emergencias años atrás.
El dormitorio era un desastre de ropa desparramada y envoltorios de golosinas. Casi tuvo que hacer alpinismo para atravesarlo.
—Si no vas a disfrazarte de doctor sexy, no quiero nada —musitó ella, somnolienta, cuando la encontró acurrucada en la cama.
—Primero: Buenos días, Exequiel, ¿cómo diablos entraste a mi departamento? —corrigió él, rebuscando en su mochila los medicamentos que acababa de comprar—. ¿Tomaste algo?
—Té con limón. No hay presupuesto para drogas de venta libre.
—Traje miel.
—Para eso tengo la miel de mis labios. ¿Quieres probarla?
—Estará difícil diferenciar los delirios febriles de tu verborragia natural —murmuró él, preocupado. Apoyó la palma en su frente. Estaba ardiendo—. ¿Qué te duele?
—El corazón al ver que ignoras mis insinuaciones.
—Aitana...
—Todo —admitió, resignada ante su advertencia—. Cada uno de mis músculos. ¿Esto se siente ser aplastada por un tractor? Mi cabeza está por estallar. El maldito frío no desaparece. Por momentos tiemblo tanto que siento mis huesos a punto de desarmarse. Cuando era joven tenía más resistencia a la lluvia.
—Pasando los veinticinco empiezan los achaques de señora.
Exequiel se quitó la chaqueta y arremangó su camiseta. Fue a la cocina por un vaso de jugo para obligarla a tomar medicación.
Regresó por un bol con agua y un paño. Entonces tomó asiento a un lado de la cama y apoyó el paño húmedo en la frente femenina.
La arropó, subiendo las mantas hasta su barbilla. Acarició distraído esos rizos cobrizos. Ella pareció relajarse ante su toque, una sonrisa sincera curvó sus labios pálidos.
—¿Habías hecho esto antes?
—¿Estás celosa?
La joven trató de reír, pero estaba demasiado débil para esos movimientos. Su voz salía ligeramente ronca.
—¿Te gustaría que lo estuviera?
—Un poco.
—Gracias por venir —susurró, casi con timidez.
—No me perdería la oportunidad de verte en desventaja, cobrita de mi vida.
Con una sonrisa serena, acarició la mejilla femenina. Su índice recorrió cada una de sus pecas.
Sintió un tirón en su corazón al verla tan vulnerable. Deseó envolverla en sus brazos. Cuidarla cada día de su vida. Prometerle que no volvería a estar sola. Rogarle que lo llamara si algún día volvía a enfermar.
Detrás de las burlas y comentarios irónicos había una genuina preocupación que rara vez se demostraban. Eran los códigos sobre los que construyeron su amistad. Líneas que él aceptó trazar, contra su voluntad.
—¿Quieres oír algo curioso, Exe-punto-exe? —Ese divague en medio de la fiebre lo arrancó de sus pensamientos—. Nunca le he dicho a un hombre palabras sinceras de cariño. Desde que me fui de casa, creí que no volvería a sentir afecto real... hasta que te conocí.
—Es el Te quiero más original que he recibido.
Aunque sus palabras eran desenvueltas, por dentro estaba abrumado. Una parte de sí quería salir huyendo ante las emociones que despertaban.
Se llevó una mano al pecho. Supo que algo muy frágil estaba naciendo en su corazón. Un sentimiento que no debería estar allí. Algo que arruinaría esa dinámica perfecta que habían mantenido durante tantos años.
En su mundo, la amistad era el único tipo de relación que funcionaba. El amor, las relaciones románticas, el matrimonio... marchitaban todo lo bello y convertían refugios en campos de batalla.
Pensar en sus padres le causaba escalofríos. Ellos también habían sido amigos en su juventud, lo sabía por las fotos en el polvoriento álbum familiar. Exe no tenía el valor de arriesgarse a terminar como ellos, atados por algo tan absurdo como dos anillos y promesas caducadas.
¿Cómo podría estar seguro de que la historia no se repetiría?
Era demasiado cobarde, no lo negaba. Eligió rendirse en esa batalla sin siquiera pedirle una oportunidad. Su decisión había sido tomada, no iba a retroceder.
En esa habitación de hotel, al sentirla acurrucarse contra él, su convicción se tambaleó. Sabiendo que estaba jugando con fuego, pasó un brazo sobre ella y la atrajo suavemente contra sí.
Cerró los ojos. Depositó un beso suave en sufrente.
—Ese día bajo la lluvia... —susurró con el valor que le daba el saber que ella no podía escucharlo— empecé a enamorarme de ti.
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