Capítulo 13
En una especie de karma, se encontró huyendo por su cordura tan solo dos días después.
—¡Abran paso!
Como buen destructor de relaciones, Exequiel se lanzó entre una pareja que caminaba tomada de la mano, obligándolos a separarse. Ignoró las quejas que le gritaron.
Sus piernas atravesaban el parque a toda velocidad. Su pecho ardía, la respiración cada vez más agitada. Esquivó los árboles, saltó una raíz aérea en medio del sendero, se arrastró para pasar por debajo de un tronco caído.
Se levantó con prisa. Quitó las hojas que se habían metido por el cuello de su camiseta y reemprendió su huida. No pudo evitar pensar que Aitana haría un comentario inapropiado al ver las rodillas de sus jeans llenas de barro.
Sin dejar de correr, miró hacia atrás una sola vez. Como buen pagano en momentos de crisis, comenzó a rezar para conseguir su escape.
"Solo un poco más". Necesitaba encontrar un refugio y su cordura estaría a salvo. Había hombres con contenedores barriendo el parque, quizá podría pedirles que le permitieran ocultarse dentro. Quizá...
Perderse en sus pensamientos le costó caro. Lo supo cuando se estrelló contra una espalda humana.
Ambos cayeron sobre una montaña de hojas a un costado del sendero. Los de limpieza debían haberlas acumulado para recogerlas más tarde. Al menos amortiguaron el golpe.
Sepultados bajo esa pila, necesitaron dos segundos para comprender qué rayos acababa de suceder.
Entre toses por la polvareda que se levantó, Exe rodó a un lado. Escupió un trozo de hoja seca y se incorporó. Se frotó la frente adolorida. Su cabello era un desastre a juego con su sentido común. Escuchó la maldición de su interlocutor.
—Mira por dónde corres, imbécil —gruñó.
—¡Lo siento! Fue mi... Ah, eres tú.
Emilio le lanzó un gruñido cargado de odio. Se levantó con cuidado. Sacudió las hojas de sus pantalones de vestir. Su camisa estaba arrugada y cubierta de tierra.
Tocó su bolsillo izquierdo. Luego el derecho. Sus ojos se abrieron con temor. Comenzó a tantear su ropa, la desesperación dando forma al familiar baile del Dónde diablos está mi celular.
—¿Se te perdió algo? —adivinó Exe.
—¡¿Tú qué crees?!
—¿Llaves, celular o fe en la humanidad?
—Billetera... y tolerancia a idiotas.
Ante esa actitud, Exequiel consideró mandarlo al diablo. Pero había sido su culpa en todo caso. Era su obligación moral ayudarlo. Apretó los dientes.
Miró por sobre su hombro. No había rastro de su persecutor. Quizá al fin lo perdió de vista.
Con esa paz en mente, se puso en cuclillas. Rebuscó con las palmas abiertas entre las hojas desparramadas.
—¿Dando un paseo tranquilo en el parque? —preguntó a modo de conversación.
—Qué te importa.
—¿Qué carajos vio tu esposa en ti? —Exequiel perdió la paciencia y se levantó—. ¿Acaso te encontró en un refugio de animales? Ni siquiera puedes comunicarte como un humano normal.
—¿Me hablas a mí de normalidad? —explotó Emilio, agarrando un puñado de la camisa de su interlocutor—. Trabajas en una maldita cafetería de gatos, cuyos empleados ineptos se disfrazan para arruinar fiestas.
—Te recuerdo que contrataste a esta condenada agencia porque no tuviste las pelotas de decir No quiero frente al cura.
—Escucha, pedazo de...
—¡Te encontré! —exclamó una voz alegre a su izquierda. Ambos hombres giraron el rostro al mismo tiempo, frustrados. Salvador parpadeó con inocencia—. Mis disculpas, ¿interrumpo uno de esos mágicos momentos en los que no sabes si besarlo o darle un puñetazo?
Emilio murmuró un juramento y soltó a Exe. Retrocedieron al mismo tiempo, igual de asqueados por la sugerencia.
—No me insultes —murmuró un ofendido Exe—. Soy más selectivo.
—¡Exequiel! —Salvador dejó caer un brazo amistoso en los hombros del joven—. Te saludé hace unos minutos, ¿no me viste? Pensé que me habías confundido con un ladrón, ya que corriste como alma que se la lleva el diablo.
—Sí, digamos que no te reconocí... —suspiró, resignado.
Emilio gruñó algo y se agachó para seguir buscando en el suelo.
—¿Trata de comunicarse con los elementales? —Salvador entornó los ojos, pensativo—. Conozco rituales más efectivos.
—Su billetera. Se perdió.
—Deben ser los duendes, suelen esconderme cosas con frecuencia. Vamos, grita la frase: ¡Duendes, no quiero jugar más! Ya verás que te la devuelven al instante.
—A mí me funciona nombrar el objeto en voz alta. —El agente se sacudió el brazo del hombro y se sentó en el pasto con las piernas cruzadas. Sus ojos recorrían los alrededores en busca del objeto.
—¡También es un ritual de invocación! ¿Crees en la magia?
—Creo en el karma. Lo estoy experimentando.
—Nos vamos a llevar muy bien. —Salvador se dejó caer a unos metros—. Compré cerveza artesanal para mi padre. Hay una licorería en la entrada de este parque —contó mientras hurgaba en su mochila, con la naturalidad de quien hablaba a su mejor amigo.
El agente lo observó sacar una botella con el escudo del pueblo impreso en la etiqueta. Sientelvainazo poseía un suelo muy fértil, por lo que abundaban las bebidas y alimentos de origen vegetal.
—El dueño de la tienda me regaló este destapador por mi compra. —Levantó una figura metálica y plana. Tenía la forma de un hombre con una soga al cuello, en su cabeza el hueco para quitar la tapa... y en su trasero un resorte sacacorchos. ¿O estaba en su parte delantera? Abrió la primera botella—. Vamos a ver si vale la pena.
Dio un largo trago directo del envase. Terminó tosiendo y parte del contenido se volcó en el césped.
—Puaj, ¿qué veneno es este? —Hizo una mueca, un temblor lo recorrió. Estudió la botella desde distintos ángulos. La olfateó—. A ver, otra vez. —Le dio un segundo trago. Bajó rápidamente la botella con un jadeo—. Mala inversión. Sabe a orina de gato —escupió con repulsión, alejando la botella de su rostro.
—¿Cómo sabes qué sabor tiene la orina de gato?
Salvador lo miró. Parpadeó. Tres segundos incómodos pasaron.
—¿Por el olor? —sugirió Emilio, quien había desistido de su búsqueda por el momento y los estudiaba como si fueran fenómenos de circo.
—Ah, sí, eso es —respondió rápido—. En mi vida, me he llevado muchas cosas raras a la boca, pero les juro que nunca orina... de gato.
—Esa fue demasiada información. —El agente reprimió un escalofrío.
—He aquí mi consejo para mejorar tu sabor: come mucha piña y naranja. —Salvador le dio una palmada amistosa en la espalda.
Exe se apartó cual gato escaldado.
—¿Sabor de qué? —preguntó Emilio, confundido.
"Esto es lo que pasa cuando quedas atrapado entre un liberal y un conservador", se lamentó Exe.
Salvador soltó una carcajada ahogada y dejó la cerveza abierta a un lado. Fue cayendo lentamente hasta terminar acostada. No le importó que su contenido se perdiera.
Buscó otra botella en su mochila. Esta tenía un corcho. La descorchó y la acercó a su nariz. Una vez superada la prueba del olfato, le dio un sorbo.
En una discusión consigo mismo, primero negó con la cabeza. Luego asintió, satisfecho.
—Está mejor. ¿Quieren probar? —ofreció.
—Paso.
—No bebo alcohol. —Emilio miró a su alrededor, los carteles de advertencia instalados en cada esquina—. Y no estoy seguro de que sea legal consumirlo en los espacios verdes.
—Tranquilo, hombre. Siendo precavido o imprudente, de cualquier modo la vida acabará matándote.
—Buen punto.
—Hablando de muerte, debería comprarle algún vino a mi exsuegra. Le llevo cerveza a su esposo, ¿creen que sería un buen gesto incluir algo para ella?
—¿Cómo es que sigues vivo? —La pregunta del agente era de genuina incredulidad.
—Tengo dos regentes, me bendicen con buena suerte. ¿No recuerdas? Te dije que Júpiter te envió para salvarme ese día... A propósito, el logo de tu camiseta me parece familiar. —Señaló el bordado de una taza con un corazón fisurado flotando. Sus acompañantes se tensaron—. Llevabas uno parecido cuando te conocí. ¿Es de tu trabajo? Me recuerda a cierta cafetería...
—¿No dijiste que le comprarías un regalo a la arpía... digo, a tu exsuegra? —interrumpió Exe, rígido—. Deberías darte prisa antes de que cierren.
—¡Cierto! La tienda está aquí a la vuelta. Ya regreso. ¿Me cuidan los souvenires? —Señaló la mochila abierta y las botellas a un lado—. Pueden volcar un poco al pasto, sería una ofrenda para la Madre Tierra.
Sin esperar respuesta ni mirar a ambos lados, se lanzó a la calle. Un auto tocó bocina, las ruedas chirriaron cuando hizo una maniobra impulsiva para esquivarlo. El joven levantó ambas manos, gritó una disculpa y continuó su camino, indemne.
—Realmente es un idiota con suerte —masculló Emilio, enterrando las manos en sus bolsillos.
—Uno con demasiada memoria para detalles inútiles —reflexionó su interlocutor—. Si reconoce mi trabajo, no tardará en deducir los motivos que me trajeron a Sientelvainazo.
—Maldita la hora que los contraté. ¡Tú, tu chica y tu ligue solo me han traído estrés!
—Salvador no es mi ligue, todo es un malentendido. Es... complicado.
—Como sea. Deshazte de esa basura antes de que nos multen por contaminar. —Señaló hastiado las botellas abiertas, derramándose.
Como si acabara de invocarla, una patrulla se detuvo en la calle más cercana. La pareja uniformada bajó directo a ellos.
Exe cerró los ojos y respiró profundo. Se levantó. Su acompañante indeseado murmuró una maldición.
—Buenas tardes, caballeros. Está prohibido consumir alcohol en la vía pública —fue el saludo del primer oficial—. Identificaciones.
—¡Yo no he tocado esas botellas! —comenzó Emilio, visiblemente nervioso—. Son de él y de su... amigo o lo que sea. ¡Pueden hacerme la prueba de alcoholemia!
Exequiel apoyó una mano en su hombro. Hizo presión. Necesitaba hacerlo callar.
—Identificaciones, no me hagan repetirlo.
—Olvidé mi credencial en el hotel —explicó Exe con calma.
—Yo sí la traje. Está en mi... —Sus pupilas se desviaron a la montaña de hojas desparramadas— billetera.
—Déjeme adivinar, se la olvidó en el hotel.
—¡No! La tenía encima cuando este raro me derribó. La estaba buscando. Entonces llegó el vagabundo de su amigo y se puso a probar las botellas de alcohol. Volverá en cualquier momento...
—¿Tienes el alcoholímetro? —preguntó el oficial a su compañera.
—En la comisaría —respondió ella con los brazos cruzados.
—¡Caballeros! Tendrán que acompañarnos a la patrulla. Ustedes deciden si por las buenas... —Sacó un par de esposas— o a la antigua.
Exequiel soltó el aire en un largo suspiro. Había pasado tiempo desde la última vez que escuchó esas palabras.
—Bueno... lo tomaré como una excusa para no tener que volver con mi esposa en toda la tarde.
Estiró los brazos sobre su cabeza, entrelazó los dedos tras su nuca y caminó con desenvoltura hasta el vehículo.
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