Capítulo 10


El paquete turístico incluía ingreso libre a la Reserva Yavalimos durante toda su estancia. El guardia a la entrada les indicó los senderos recomendados, haciendo énfasis en respetar la flora y fauna locales.

Vistiendo ropa deportiva, Exe cargaba a su espalda la gran mochila que les había proporcionado el jefe. Por su parte Aitana daba saltitos en su camiseta a tirantes a juego con su falda larga en capas de tonos verdosos. Sujetaba con ambas manos una canasta de pícnic, cortesía del hotel.

El Lago de los Condenados era un espacio natural bordeado por árboles centenarios y un césped que llegaba hasta los tobillos. Las aves salían huyendo al notar la cercanía humana. A la distancia podían ver turistas practicando remo, lo que alejaba a los patos que nadaban pacíficamente.

Los agentes se apoderaron de un rincón a la sombra púrpura de un jacarandá. Aitana acomodó el mantel de su canasta y se dejó caer con la delicadeza de una piedra.

Boca arriba con los brazos a los costados, cerró los ojos. Dejó escapar un suspiro. La energía de ese lugar era renovadora.

¿Cuándo fue la última vez que tuvo un pícnic de ensueño en compañía de otra persona? La respuesta despertaba más tristeza que esperanza. Giró el cuerpo hasta quedar de costado para estudiar a su compañero.

La sonrisa de Exe era sutil, el tipo de gesto relajado que le daba un aire juvenil a su espíritu antiguo. Su cabello despeinado aún conservaba gotas de humedad por la ducha reciente. Distraído, rebuscaba en los bolsillos laterales de la mochila.

Debió sentirse observado porque bajó la vista hacia la joven. Cuando sus ojos se encontraron, su media sonrisa adquirió un brillo travieso. Esa sonrisa estaba diseñada para causar estragos en el corazón femenino.

—No te enamores de mí, pelirroja. Soy un desastre egoísta para el amor. —Chasqueó la lengua, negando con la cabeza—. Aunque con este rostro es inevitable caer.

—Ese ego... —Con una risita, ella le lanzó una ramita de hojas púrpuras—. Desde que te conozco, me he preguntado por qué no eres un imbécil.

Él enarcó una ceja.

—¿Gracias?

—Para ser honesta, he salido con muchos hombres atractivos.

Muchos —repitió burlón—. Como si tuvieras tanto éxito en las relaciones.

—Está bien, puedo contarlos con una mano. —Levantó las palmas hacia el cielo y contempló el dosel arbóreo a través de sus dedos—. El punto es que el atractivo es proporcional a la tendencia a creerse la última cerveza del desierto. En general, tú eres bastante decente. Para haber sido un niño bonito toda tu vida, eres...

—¿Quién dijo —interrumpió con suavidad— que fui así toda mi vida?

—No hablas mucho de tu niñez, he adivinado el resto. ¿Cómo eras de pequeño?

Exequiel guardó silencio un momento. Para ganar tiempo, se acomodó con las piernas cruzadas y abrió la mochila. Comenzó a sacar paquetes envueltos en bolsas de tela con el logo de la catfetería y los fue acomodando a su alrededor. Entonces tomó una profunda respiración.

—Miserable.

—Cretino —replicó ella al instante.

—¡No te estoy insultando!

—Ah, ¡lo siento, lo siento! Continúa. Cuéntame por qué eras un miserable gusano.

—Esa lengua de suegra... —murmuró, sus hombros más relajados luego de ese intercambio—. Cuando tenía alma y fe en la humanidad, entré a un infierno llamado escuela pública. Me convertí en el objetivo principal de los bullies. Si deseaban insultar a alguien, bastaba señalarme y decir que éramos novios. Nunca me elegían al hacer deportes, yo era el último que terminaba siendo asignado por descarte. Me aislaron. Me aislé.

Hizo una pausa para abrir la primera bolsa rectangular. Era el libro Los árboles mueren de pie. Obra de teatro también conocida como la biblia del jefe, o el extraño manual de instrucciones que obligaba a leer a sus agentes tras contratarlos.

Era desconcertante pensar que si el jefe se hubiera inspirado en la precuela, ahora trabajarían en una agencia de suicidios.

En la siguiente bolsa encontró dos pares de auriculares inalámbricos con micrófono incorporado. Sin sacarlos de su estuche, encendió el botón del costado para que se recargaran. La luz roja le indicó que el cargador aún tenía batería.

Bajó la vista al sentir que Aitana continuaba observándolo con interés. Seguro estaba esforzándose en mantener su concentración... o de verdad le importaba oír una respuesta.

—Las imitaciones eran lo que más dolía —continuó despacio—. Los insultos directos eran caricias al lado de esos puñales. Hacían sonidos de animales cuando me veían pasar, y eso me ahogaba en vergüenza...

—Tus ojos siempre han sido preciosos, ¿por qué te darían ese trato?

—Porque... me refugiaba en la comida —confesó por lo bajo. Se sintió demasiado expuesto al contarlo. Si no fuera ella, en ese momento habría cambiado de tema con brusquedad—. Mi sobrepeso era tan grande como diminuta mi autoestima.

Sus pupilas se desviaron hacia el lago. Era profundo, sus aguas cristalinas dejaban entrever algas coloridas. ¿Cuántas veces deseó hundirse durante su infancia y adolescencia? ¿Qué lo detuvo de intentarlo?

—Si sufrías esos problemas de salud desde pequeño, la culpa es de tus padres por no brindarte una buena alimentación.

—Era su forma de compensarnos. —Apretó las hojas de una ramita entre sus dedos hasta que la tinta manchó sus yemas—. Cada vez que mis padres discutían, él se iba a un bar. Ella se encerraba en la cocina y preparaba un banquete. Mi hermana y yo comíamos en un silencio tenso, fingiendo que todo estaba bien. No lo estábamos. Nada estaba bien. Éramos actores representando una pesadilla.

—¿Cómo rompiste esa cadena?

—En mi último año de colegio, anunciaron un musical. Algo sencillo, con el presupuesto del colegio. Audicioné para el rol principal.

Abrió el siguiente paquete de la mochila. Una bata blanca con su estetoscopio. En un bolsillo encontró un juego de esposas con su interior acolchado. Enarcó una ceja. ¿Qué rayos tenía en mente el jefe?

—Es para que juguemos al doctor y su paciente traviesa —explicó Aitana con un parpadeo inocente, extendiendo un brazo para recorrer con su dedo la línea de su mandíbula—. ¿Cómo te fue en esa primera vez?

Ignoró el doble sentido de la pregunta.

—Después de dejar mi alma en esa demostración sobre el escenario, las palabras del director se grabaron a fuego en mi memoria: Tienes el talento pero no la imagen.

Tragó saliva. Ese golpe de realidad lo había sacudido.

Las personas disfrutaban más del arte idealizado. Al ver una película, esperaban actores irreales. Criaturas perfectas fingiendo ser humanos. El vestuario, maquillaje y peinado se encargaban de ocultar imperfecciones, pero necesitaban que el cuerpo base fuera medianamente atractivo.

Él no servía.

En ese momento le hicieron creer que solo podría ser el amigo feo del protagonista, o el extra que aceptaban para que el reparto tuviera inclusión y no fuera acusado de gordofobia.

Lo convencieron de que, si tenía suerte, encontraría un cortometraje o musical que buscara un protagonista con sus medidas para poder dejar una moraleja hipócrita como Lo único que importa es el interior.

Su lugar estaba tras bambalinas. Eso le dijeron. Ayudando, desde las sombras, a brillar a las verdaderas estrellas.

Con un nudo en la garganta, lo aceptó. Como el zorro que fingía no querer las uvas declarando que estaban verdes, se dijo que esa obra escolar era insignificante y ya después llegaría su momento. Se conformó con estar en el escenario detrás del telón cuando la función terminó.

Mientras sus compañeros llevaban las cajas de utilería al depósito, él se encontró solo en medio del escenario, un trapeador en sus manos.

Con el valor que le daba la ausencia de público, dio un paso al frente y repitió las mismas líneas que una hora atrás había pronunciado el protagonista masculino. Hizo una inclinación y extendió el brazo para invitar a bailar al trapeador.

Con una sonrisa confiada, imitó el inicio de la coreografía que había contemplado en los ensayos. Al tener la espalda erguida no podía ver sus propios pies. Los movimientos que debían ser ágiles resultaban pesados. Su respiración agitada lo hacía sentir ligeramente mareado.

Lo ignoró. Lo achacó a la falta de práctica.

Bailó desde una punta del escenario hasta la otra. Cuando llegó el momento de dar un giro para regresar, sus piernas no resistieron y tropezó. Soltó un jadeo ahogado al impactar contra el suelo. La base plástica del trapeador se quebró bajo su peso.

Durante un instante, todo fue silencio. La música invisible había desaparecido junto a su alegría.

Cuando el dolor remitió, presa de la humillación de la que fue el único testigo, comprendió. Ni siquiera podía dar un giro sin que sus pies tropezaran, su pecho ardía al tener que moverse rápido. Carecía de coordinación, equilibrio y fuerza.

El problema no era que él no encajara en el mundo. No encajaba consigo mismo. Su cuerpo era un obstáculo que acabaría devorando su espíritu.

Ver su sueño tambalearse representó un quiebre.

Cuando regresó a casa esa noche, al borde de una crisis existencial, se encerró en su habitación. Se negó a comer durante días, mientras se consumía en el autodesprecio.

Cada vez que su madre le ofrecía un postre para hacerlo sentir mejor, o su padre le ordenaba que dejara de hacer un berrinche, Exe hundía su rostro en la almohada y gritaba.

Así estuvo hasta que su hermana decidió hacer una intervención. Limia, quien se había mudado sola hacía poco y nunca venía a visitarlos porque estaba asqueada de oír las peleas entre sus padres, irrumpió en la habitación de su hermano menor para extender una mano... y arrastrarlo en contra de su voluntad a una clínica.

Visitaron psicólogos y nutricionistas hasta dar con los que eran perfectos para él. Pasó por docenas de análisis antes de unirse a un programa de control de peso.

Poco a poco, fue trasladando su habitación al departamento de su hermana. Él era solo un año menor, pero Limia había madurado mucho más rápido. Ella estudiaba o trabajaba la mayor parte del día, así que era escaso el tiempo que compartían. Pero había confianza, había paz. El ambiente era mejor para sanar que la casa de su infancia.

Desde entonces, siguió una dieta estricta y cambió su rutina sedentaria por caminatas diarias. Recayó en varias ocasiones, se ahogaba en frustración al ver que semanas de esfuerzo apenas reducían un número en la balanza.

Pero siempre volvía a levantarse. O Limia amenazaba con una motivacional patada en el trasero.

Le gustaría decir que fue cuestión de meses. La realidad era más hiriente. Fueron años para reconstruir sus hábitos y su imagen.

Le tomó aún más tiempo perdonarse a sí mismo por lo que había sido. Dejar de culparse, volver a mirarse al espejo. Construir desde cero un amor propio que no creía merecer.

—Escucha, Exequiel —le dijo su hermana durante la última cena que compartieron antes de que él se mudara a su propio departamento—. Vivimos en un mundo superficial, no voy a mentirte. Una buena apariencia abre puertas, hace tu vida más fácil. Pero la clave está en la personalidad. Y para construir una buena autoestima, necesitas estar satisfecho con tu imagen externa. Es parte de ti, no puedes separarlos. ¿Comprendes?

—Eso creo.

—¿Sabes por qué mandé al diablo al psicólogo que te dijo: Estás bien así tal cual y no necesitas cambiar para satisfacer a otros?

—¿Porque te llamó controladora y obsesiva? —respondió el joven con cautela.

—También —asintió mientras clavaba el tenedor en su ensalada—. Lo hice porque esa filosofía me parece basura obsoleta, diseñada para convertirte en un conformista y quedarte estancado. No estabas bien. No eras feliz. Debes amarte tal como eres, siempre, pero eso no puede impedirte buscar una mejor versión de ti mismo.

—¿Esta es mi mejor versión? —se preguntó en un murmullo al bajar la vista a su camiseta holgada. En esa época todavía tenía pavor a usar ropa ajustada y terminaba comprando talles más grandes.

—¿Te sientes mejor que hace cuatro años?

El joven se llevó una mano al bolsillo. Tanteó el folleto de una comedia musical de bajo presupuesto que se estrenaría en un mes. Por primera vez, su elenco lo había elegido para el rol principal.

Tenía miedo, estaba aterrado de despertar y descubrir que tantos años de esfuerzo habían sido un sueño. Pero también estaba lleno de esperanzas, deseaba volver a empezar. La ilusión resplandeció en sus pupilas.

—Sí.

Fue en esa misma función donde su futuro jefe lo descubrió. El Exequiel de veintiún años que fue invitado a Desaires Felinos no tenía rastros de ese niño relegado a un rol secundario.

¿Cuántos años habían pasado desde que pensó en esas épocas?

—Exe-punto-exe ha dejado de funcionar —pronunciaba Aitana con voz robótica—. ¿Cerrar el programa o esperar a que responda? ¿Qué rayos es Notificar de un problema?

Exequiel regresó al presente con una risa baja. Hizo a un lado las bolsas de la mochila y se recostó a su lado, sus cabezas tan cerca que podía juguetear con un mechón del cabello femenino.

—¿Dijiste algo más? Me perdí en los bucles infinitos que tienes en tu cabeza.

—Qué galán. Te pregunté si volviste a ver a tus compañeros para escupirles en la cara con tu nuevo estilo.

—¿De qué serviría? Es mejor superar y dejar atrás... —Sus ojos se encontraron. Su sonrisa se volvió maliciosa—. Los rastreé por redes sociales. Los bastardos están sufriendo en empleos miserables. Por tantas fiestas en la adolescencia ahora lucen como vejestorios. La mayoría ya tiene un divorcio encima.

Aitana dejó escapar una carcajada. Su lado oscuro disfrutaba de ver el hacha del karma caer.

Apoyó el peso en los codos y se incorporó un poco. Entonces se inclinó hacia su rostro. A riesgo de inflarle el ego, decidió decir lo que pasaba por su mente.

—No sé si te lo han dicho antes pero... —pronunció la joven con suavidad. Aprovechando la cercanía, depositó un beso en la mejilla masculina— como tu compañera de escenario, me gustan todas las versiones que he visto de ti.

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