Doce
Cada escalón que subía era como una puñalada en el pecho, me temblaban las piernas, sudaba frío y los escalofríos aumentaban con cada paso que daba. Las demás rameras me habían dado consejos no tan útiles; simplemente me dijeron que me relajara y que todo pasaría muy rápido, con el tiempo empezaría a gustarme a la idea de que me penetraran. Simplemente para ellas era gozo, aunque para mí era un atormento, tortura propia.
Llegué al cubículo donde mi padre me había señalado, las abrí y estaban ellos, dos ancianos con miradas tan anheladas como el diablo tentado en su presa. En este caso ocupaban el lado del lobo mientras que yo era la pobre gacela en peligro. Me desvestí frente a ellos mientras que sus ásperas manos acariciaban mi cuerpo, ellos podían ver como temblaba y aun así no se detuvieron. Me pusieron de rodillas en el suelo y comenzaron a jugar conmigo, en mi boca entraron muchas cosas que me gustaría olvidar, después me sujetaron con odio y desprecio. A los minutos comenzaron a gemir mientras que yo sentía dolor, desprecio, agonía y sobre todo comenzaba a llorar.
No se detenían, comenzaban una y otra vez, uno acababa y el otro recién comenzaba, tuve que acariciar sus testículos en varias ocasiones, mientras que ellos apretaban con fuerza mis senos. No era más que una ramera en esta ocasión. Las luces azules hacía que nos pudiéramos ver los rostros y a pesar de que pudiera ser su nieta no se detuvieron., lo hacían una,dos, tres e incluso cuatro veces y cada vez más rápido. Pasó una hora y como una puta ambos hombres me arrojaron los billetes en la cara y desaparecieron entre las cortinas. Tan puta, ramera me había vuelto ¿Cómo permití que esto sucediera?
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