Capitulo VII: Quien avisa no es traidor

Las poderosas alas verdeazules de Aela se mecían en el viento, rozándose contra el aire y bailando entre las nubes, en dirección al Olimpo.

La líder de las arpías consideraba que volar era uno de los placeres más exclusivos del mundo y disfrutaba como nunca cuando abría sus alas. Mientras la mayoría de seres vivos nacían, crecían, se reproducían y morían; los seres alados tenían al menos la fortuna de surcar los cielos tan rápido como lo hacían las olas en el mar. Probablemente, si le dieran a elegir entre sus alas y su xifos, se desharía sin miramientos de la espada que la había acompañado desde su creación.

El Olimpo no estaba lejos de Salmideso, por lo que llegar allí no era un problema, pero debía invocar a uno de los doce dioses que lo habitaban para poder entrar en él. De lo contrario, sin invitación, jamás conseguiría transmitirle sus reclamaciones a Zeus.

— ¡Hermes! — Gritó Aela con bravura, cuando por fin sus grandes garras aterrizaron en la ladera sobre la que se situaba el monte Olimpo.

El mensajero de Zeus había nacido de una pléyade llamada Maia, la más tímida de mas siete ninfas que habitaban la montaña de Arcadia. Tal vez por eso, entre sus numerosas conquistas figuraban mujeres pastoras.

A pesar del carácter apacible de su madre, Hermes demostró con bastante precocidad que había desarrollado la picardía de su padre. Ya en la cuna, gracias a sus sandalias aladas, gateó y robó parte del ganado a su hermano Apolo para atormentarlo. La desaparición de los animales generó una disputa sin precedentes en el Olimpo ¿Quién iba a creer que un bebé, que no contaba más que con unos dias de vida, podría cometer semejante acción?

Hermes creció fuerte, varonil y apuesto, pero su lengua era diestra en la oración y había adquirido la fama de ser un auténtico diablo manipulador. Por todo ello, Aela recelaba de su presencia, pero en esos momentos consideraba que era el dios más adecuado para mediar entre los deseos Zeus y las demandas del nido.

— Hola encanto.

Una voz grave, a espaldas de Aela, hizo que la arpía extendiera las alas y se girase con rapidez. Sin embargo, sus ojos verdeazules no fueron capaces de encontrar por ninguna parte al dios, y tampoco pudo reconocer su posición con su agudo sentido del olfato.

— Hermes, muéstrate — Exigió Aela, lanzando un cacareo de molestia mientras observaba detenidamente su alrededor.

— ¿Qué trae a una arpía al templo de los dioses? — Volvió a decir Hermes, sin aparecerse.

Aela bufó, antes de comenzar a agitar sus alas para levantar deliberadamente la tierra del suelo, tratando de descubrir el lugar exacto donde se escondía Hermes. Poco a poco, el aire se fue tornando amarillento.

— ¿No te dijo la de ojos rojos que vuestro deber es permanecer en Salmideso?

Después de escuchar aquellas palabras, los ojos de Aela detectaron la presencia del dios. La arena empezó a depositarse sobre su cabeza y hombros, revelando su silueta. La líder de las arpías actuó con rapidez, tomándolo del cuello y acercó su rostro afilado al suyo. Las temibles garras de Aela rodearon por completo la garganta de Hermes, mientras el hijo de Zeus no hacía nada por evitarlo.

— Tal vez deba recordarte que yo también soy descendiente de Gea, Hermes. Procedo de su hijo Pontos, que dio lugar a las aguas — Apretó los dedos de las manos en torno al cuello del dios, hasta que pudo notar el paso de la sangre circulando por sus arterias carótidas — Las arpías no tenemos sangre titánica como la tuya, pero merecemos el mismo trato que los que os habéis ido a vivir allí arriba, a ese templo pretencioso — Le recriminó — La arpía de ojos incandescentes se llama Celene. Y yo he venido a discutir algunos términos con tu padre.

Bajo su agarre, Hermes se hizo visible y se limitó a forzar una sonrisa.

— Muy bueno el truco de la arena — Felicitó a Aela — Pero me temo que mi padre no espera ninguna visita.

Aela aflojó la sujeción, sin soltar al dios, y emitió un ruido similar al de un rugido.

— Aquí — Insistió Aela — Ahora. Ya ¡Dile que me reciba!

— No puedo.

— Entiendo — Respondió la arpía, enfadada, mientras cerraba la mandíbula con fuerza — Es una pena no ser capaz de convertirme en una joven, delicada y virgen para que me conceda unos instantes de su tiempo — Entonces, abrió sus garras y liberó al dios — Transmítele nuestro descontento — Declaró finalmente.

Hermes se sacudió la arena que lo cubría, se elevó en el aire haciendo uso de sus sandalias aladas y la señaló con el extremo de una vara que llevaba en una de sus manos.

— ¿No os gusta Salmideso?

— No podemos alimentarnos si se nos impide cazar y entrenarnos.

— Zeus os proporcionará comida suficiente.

Aela gruñó.

— Dile que invente alguna manera de hacer esas normas mas laxas, o es posible que con la merma de nuestras habilidades Fineo se escabulla y continue desvelando los secretos que tanto le incomodan.

Hermes levantó una ceja al escuchar su petición, asi como la amenaza que llevaba implícita.

— Y que cuando termine esta misión, querremos regresar a nuestro antiguo nido. Si descubrimos que alguien nos lo ha robado para ocuparlo, se desatará la furia de las arpías ¿Me he explicado bien?

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