Capitulo I: Hogar

— Aela, necesitamos saber cuál es tu opinión al respecto — Podarge exigió su participación en la asamblea.

Aela cerró los ojos un instante, para acto seguido abrirlos de par en par y mirar con su iris verdeazul a cada una de las arpías que había sentadas en torno al saliente rocoso de la isla de Sifnos. Estaba tensa y preocupada, pero no podía transmitir esos sentimientos negativos a su nido.

— Todavía no he llegado a una conclusión que merezca la pena compartir — Declaró, dejando que su pelo rojizo y las plumas que cubrían sus hombros, se movieran al son del viento en lugar de permanecer estáticas.

Las arpías de su nido comenzaron a murmurar palabras ininteligibles, mientras Pordage decidía acercarse hasta donde estaba sentada Aela para obtener información relevante para la colonia.

— Hay rumores...¿Cuál ha sido exactamente la propuesta del Olimpo?

Las alas de Pordage se sacudieron levemente al situarse junto a Aela, mostrando su hermoso tono dorado, idéntico al color de sus ojos. El olor a jazmín de su pelo se entremezcló con el aire circundante y apaciguó momentáneamente los ánimos de las arpías allí reunidas.

— Zeus quiere atormentar al adivino que ha estado desvelando secretos de los dioses — Aela se levantó y apoyó una de sus manos en el hombro de Pordage, rozando su piel con sus afiladas uñas.

— ¿Y qué tenemos que ver nosotras? — Una de las mujeres del nido lanzó la pregunta al aire, antes de que la propia Pordage lo hiciera.

Aela dirigió una mirada serena a Pordage, infundiéndole fuerza, y se separó de ella para responder a la pregunta que le habían formulado. La arpía de los ojos dorados inclinó la cabeza en señal de respeto.

— Desea que nos mudemos a Salmideso para vigilar al adivino — Contestó Aela.

Ella misma podía percibir el peligro de la propuesta de Zeus. Les prometía ocupar un territorio mayor, pero abandonar la localización actual del nido conllevaba empezar de cero y había que dar por supuesto que tendría efectos colaterales.

Por otro lado, estaba el hecho de que los deseos del dios del Olimpo debían considerarse órdenes. Rechazarlos sería equivalente a iniciar una guerra.

— ¿Qué dice Iris? — Preguntó Pordage, a espaldas de Aela.

La diosa mensajera de Hera sentía predilección por las arpías. Con el paso de los años, se había instaurado entre ellas una relación que rozaba lo fraternal y, dentro de sus posibilidades, velaban por intereses mutuos.

— Ella es obediente — Dijo Aela, apretando los labios y, de este modo, mostrando su decepción por la postura que la diosa había adoptado.

Las mujeres de su especie estaban acostumbradas a vivir en libertad. Eran hábiles guerreras y ágiles con sus manos. Capaces de construir complejas herramientas, fabricar armas, cultivar su propio alimento y cazar con destreza.

Tal era su ingenio, que a menudo eran requeridas por el Olimpo para participar en algunas escaramuzas, y crear animales veloces. Su especialidad eran los caballos. Habían dado vida a équidos muy inteligentes cuyos nombres ocupaban un lugar destacado en la historia, como los famosos caballos de Aquiles, Janto y Balio.

— ¡Ese caprichoso...! — Pordage dejó escapar aquel comentario con rabia.

Al escuchar las palabras de la arpía de ojos dorados, Aela se giró con rapidez y abrió sus hermosas alas para extenderlas delante suya. Eran las alas más grandes del nido y poseían una musculatura robusta en su inserción en el hombro, lo que hacía que tuvieran una fuerza descomunal.

Pordage percibió el enfado de Aela y se arrodilló de inmediato, cerrando sus ojos y extendiendo sus alas sobre el suelo a modo de sumisión. Contrariamente a lo que parecía, su respiración agitada y el ritmo de los latidos de su corazón denotaban un grado de indomabilidad que no pasó desapercibido.

— Cuida tus palabras — Advirtió Aela, bajando la voz para evitar ser escuchada por las demás — Ese caprichoso tiene oidos en todas partes. No dudes de que tiene el poder suficiente para hacer cosas peores que aplastar tu orgulloso corazón.

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