Capítulo 2


Recuerdo aquel domingo 5 de Diciembre de 1976 como si fuera ayer, han pasado casi cuarenta años.

La curiosidad por algo nuevo me hizo despertar cuando amanecía. Escuchaba el baño ocupado y esperé a que mamá saliera. Vino a mi cuarto:

-Buenos días, Pepita. ¡Qué bien! Estás despierta.

Contesté con una sonrisa que pretendía ser de ilusión:

-Buenos días, mamá. ¡Por fin llegó el gran día!

-Sí, hija mía. Recuerda todo lo que te conté ayer.

Paquita, como buena amiga de mamá, abrió su peluquería en exclusiva para nosotras dos. Llegamos a las 10, Paquita atendió a mamá y su hija a mí. Tenía dos años más que yo y ya era una experta. Nos llevábamos bien, como con todas, sin embargo yo era muy reservada y nunca tuve una amiga a quien contar mis confidencias. Yo no iba a la peluquería tan a menudo como mamá.

-Pepita, tienes la cara y el cabello morenos, los ojos claros. Te sentaría bien un tono castaño en tu pelo. ¿Te gustaría?

-Sí.

Aunque veía mi transformación paso a paso, el cambio de color en el pelo, el maquillaje aclarando mi piel y resaltando mis ojos; no podía creer que a quien veía en el espejo fuera yo. Sino una mujer mucho más guapa.

Volvimos a casa después del mediodía. Papá nos miraba con cara de sorpresa. Tomamos unos aperitivos, como previsión del gran banquete.

Más tarde, mamá me acompañó a mi cuarto. Saqué del armario la ropa para la boda, toda blanca, hasta los zapatos. Primero la braga de encaje, después el sujetador haciendo juego y por último el vestido de batista bordado hasta la cintura, sin escote y con manga larga; no sólo por decencia, también por el frío.

El Mercedes de Don Armando, jefe de papá, nos esperaba en la puerta cinco minutos antes de las 5; hora de la ceremonia. No tenía ningún adorno. Llegó a la iglesia dos minutos después, porque recorrió despacio la corta distancia.

Todo Arcos esperaba junto a la iglesia, muchos no pudieron entrar por falta de aforo. Excepto Severo, que esperaba junto al altar con su madre. Su familia, residente en Cádiz, ocupaba la parte izquierda de la primera fila. Papá, como mi padrino, me acompañó al altar.

Mamá también me prestó sus zapatos de tacones, para que practicara en casa a andar con ellos los días anteriores. Gracias a Dios que tenemos el mismo pie. Por eso, anduve por la iglesia con paso seguro.

La ceremonia fue emotiva, más bien porque siendo una chica tímida y reservada, me sentía como la protagonista delante de un amplio público.

A pesar de eso, los nervios no me abordaron, me mantuve calmada toda la ceremonia, Severo me parecía más nervioso que yo.

Ya acabó la misa, recibimos la felicitación del párroco Don Justo en primer lugar. Después recibí la de mi madrina y suegra, añadió:

-Hija mía, debéis venir a nuestra casa en la primera ocasión.

-Gracias, Doña Mercedes, se lo prometo.

Después me presentó a su marido y sus otros dos hijos, menores que Severo, el segundo con su novia y el pequeño sin compromiso.

Salimos de la iglesia entre la multitud, me sentí agobiada por sus felicitaciones.

Hicimos a pie el camino al restaurante, cerca de la iglesia, pero tardamos una eternidad por tener que responder a todos.

Entramos los últimos en el salón del restaurante, oyendo la marcha nupcial y la ovación general. Ocupamos nuestros asientos y poco después trajeron los aperitivos.

No recuerdo los platos que comimos, sí recuerdo que estuvieron deliciosos.

- ¡Qué se besen!

Repitieron tres veces todos los invitados, me sentí cohibida por hacer en público algo que jamás hice antes. Nos levantamos, yo notaba la sonrisa de Severo bajo su bigote, sonreí, puse mis manos en sus hombros, él en mi cintura, sólo arrimó sus labios a los míos unos breves segundos. Nueva ovación. Me supo a poco, no sentí nada especial.

Tres parejas ocupábamos la mesa principal. A mi izquierda, Severo; a mi derecha, papá y a continuación mamá; a la izquierda de mi marido (¡qué raro me sonaba!), su madre y en el extremo, su padre.

La primera mesa a la izquierda estaba ocupada por su hermano menor, el mediano y su novia. El menor, cuando no estaba comiendo, clavaba sus ojos en mí sonriendo. A veces le devolví la mirada, pero sin sonreír, por pudor. Es mucho más atractivo que mi marido; ojos grandes y azules; pelo rubio como su madre, sus hermanos no; sonrisa encantadora con unos labios perfectos. Me sentía incómoda, él me atraía, mas yo no quería que lo notara él ni nadie.

Severo se estaba pasando con el vino, yo me contenía para estar serena toda la noche. Recordé cuando papá se pasaba con el vino cenando. En casa se oyen todos los ruidos, máxime cuando tenemos habitaciones conjuntas. Esas noches lo estaban haciendo. Deseé que a mi Severo le pasara lo mismo.

Sólo recuerdo la tarta de entre los platos. Aún sigue siendo mi favorita: de chocolate y nata.

La cena acabó a las 9. En un santiamén, los camareros recogieron todo y movieron las mesas para habilitar una pista de baile. No había orquesta, sí altavoces. El vals "Danubio Azul" fue lo primero en sonar, todos nos esperaban a que fuésemos los primeros. Severo cogió mi mano y me llevó al centro de la pista, diciéndome que me dejara llevar. Sin soltar mi mano, puso la otra en mi cintura y empezó a moverse. Con tanta destreza que no me costó aprender sin haberlo hecho nunca antes. Yo sonreía con sinceridad, estaba encantada por experimentar algo nuevo. Con la última nota, nos besamos abrazados, fue mucho más placentero que los anteriores, por ser más largo, aunque me disgustaba su aliento.

El siguiente fue un pasodoble, esta vez se arrimó un poco más, provocando mi deseo. Me dio por imaginar nuestra unión ya en casa y disfruté con la esperanza de que el matrimonio cambiase mi vida tediosa y plana.

Sin embargo, noté que con los giros él empezaba a marearse, le susurré al oído:

-Cariño, deberíamos sentarnos.

-Tienes razón, gracias, mi amor.

Ese mi amor me llegó al alma. Pasamos junto a la mesa de sus hermanos, el pequeño se levantó y habló con su hermano:

-Seve, me permites bailar con tu esposa.

-Claro que sí, Fernando. Si ella quiere.

Ambos me miraron, yo lo deseaba y lo temía por no dar una mala impresión. Acepté con la condición de que fuera la única.

En ese momento, distinguí los primeros acordes de "Ramito de violetas". Miré a mamá porque es la única que conoce mi preferencia por esa canción. Ella asintió sonriendo, mientras Fernando me decía:

-Pon tus manos en mis hombros y déjate llevar.

Agradecí a Dios que no se arrimara. Dimos los primeros pasos:

-Bailas muy bien para ser novata y llevar tacones.

-He tenido un buen maestro.

-Por supuesto, es su oficio.

Reí como respuesta, él me susurró sin arrimarse:

- ¿Le amas?

Respondí con el mismo tono bajo: -Claro que sí.

-Te creo aunque me cuesta, no he conocido a alguien tan soso como mi hermano.

-Baila muy bien.

-Que sepa bailar no significa que sea simpático.

-Por favor.

-De acuerdo, estaré callado.

Cumplió su palabra. Después que con él bailé con papá, mi suegro y nadie más.

Los invitados se despedían de nosotros, nos deseaban mucha salud y muchos hijos.

Llegamos a casa antes de las 11.30. Sentí pudor por desnudarme, cogí el camisón especial para esa noche, de raso y encaje, la seda era más cara. Fui al baño. ¡Qué alivio al quitarme los zapatos! Me habían torturado casi siete horas. Después el vestido y la ropa interior. El camisón dejaba ver mis senos, no me importó, al fin y al cabo era mi marido y alguna vez me vería desnuda. Me cepillé los dientes.

Volví a nuestro cuarto, él ya estaba acostado y dormido. Me sentí frustrada, ¿para esto me había puesto el camisón? Quise disculparle, tal vez fuera por el alcohol que le dio sueño, pero no lo conseguí.

No podía dormir, por su plantón y porque su hermano entró en mi mente. Fue mi primera mentira, ¿cómo puedo estar enamorada de alguien que promete cariño en este día y se queda dormido? Quise convencerme de que Fernando me había creído, pero en lo más hondo de mi ser, sabía que no.

No tuvimos luna de miel, porque el sueldo de maestro no lo permite. Mucho prestigio social, mucha admiración y poco dinero. Nuestra única salida fue a Cádiz para celebrar la Navidad con su familia. Fernando me miraba con el mismo descaro, ¿es que los demás no se daban cuenta? Porque nadie le reprendía.

Lunes. Severo fue al colegio, no quise salir de casa para no tener que ocultar mi decepción. Mas tuve la visita de mamá. Nos saludamos, charlamos de cualquier cosa y fue al grano:

- ¿Qué tal anoche?

No pude evitar el llanto, me consoló y añadió:

-Te juro que quedará entre nosotras, desahógate.

-Sigo virgen, se quedó dormido.

-Sólo es la primera noche, tenéis mucha juventud por delante. Tal vez esta noche sea distinta.

-Ojalá. ¿Puedo confiarte algo más?

-Claro que sí, Pepita.

Agradecí que me llamara por mi nombre, significaba trato como amiga. Era la única que tenía entonces. Le conté mi conversación con Fernando, sin confesar mi atracción.

-Pepita, te aconsejo que no le veas a menudo, me parece un descarado.

-Te lo prometo, mamá.

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