Capítulo 1

Era feliz en su matrimonio

Aunque su marido era el mismo demonio.

Esta canción de Cecilia me hizo ser una joven romántica; ahora, a mis sesenta y un años, barrunto que tal vez conociera mi historia; pero no puede ser, ella nos dejó hace cuarenta años.

Mi nombre es María José, aunque todos me llaman Pepita. Nací en Arcos de la Frontera, provincia de Cádiz, hija única de José y María. No tenían mucha imaginación, estoy convencida de que si yo hubiera sido niño, habría sido bautizado con el nombre de José María.

Tuve como profesor de secundaria a Don Severo, un joven recién salido del Magisterio. Hacía honor a su nombre, por su disciplina y seriedad, acrecentada por un bigote que disimulaba su sonrisa. Era alto, delgado, con pelo bastante corto y sin barba, ojos negros con mirada triste y aspecto rígido.

A veces tuve la impresión de que sólo tenía ojos para mí, yo era a quien interrogaba más a menudo.

Descubrí la razón de su interés a mi persona tras mi último curso, cuando nos visitó un domingo:

-Don José, quiero pedirle la mano de su hija.

-Ella es menor de edad, le recomiendo que espere.

-No nos casaremos antes de su mayoría. Le pido permiso para salir juntos. Mis intenciones son buenas y respetaré a su hija.

-Confío en usted, Don Severo. Tiene su mano y mi permiso.

Paseábamos por el pueblo a la vista de todos, cuchicheaban, sonreían y nos saludaban; respondíamos al saludo y nadie quería interrumpirnos. Entonces supe qué es tener novio. Esta impresión surgió en mí de repente, nunca imaginé que el profesor que me reprendía y me enseñaba Lengua Española, estuviese enamorado de mí.

Yo sólo tenía dieciséis años, esperar hasta los veintitrés me parecía una eternidad. Esperaba nuestra boda como la oportunidad para satisfacer mis deseos.

Tuvimos un noviazgo decente, fiel a su palabra, nunca nos besamos ni acariciamos; casi al final, él me cogía de la mano. Salíamos al cine o a pasear, no le gustaba la discoteca. Nuestro tema de conversación principal era la cultura, sobre todo literatura.

Yo tenía diecinueve años cuando Cecilia estrenó su canción Ramito de violetas. Retrataba a Severo a la perfección, aunque me costaba creer que él me escribiría esas cartas y enviaría el ramito en mi cumpleaños, ¿podéis creer que también es el 9 de Noviembre? En cuanto a mí, quise ser como ella. Para una mocita que nunca había experimentado nada amoroso, el simple hecho de recibir cartas de amor sería ideal, aunque nunca esperé recibirlas. No era ilusión lo que sentía respecto a la boda, sino curiosidad por saber qué cambiará en Severo. Una curiosidad que me hacía anhelar ese día como el inicio del cambio.

Nunca me he aburrido de escuchar esa canción.

Cambió el régimen político, una de los primeros decretos fue establecer la mayoría de edad en dieciocho años. Yo tenía veintiuno, que rabia me dio que Franco no hubiera muerto antes, gracias a Dios que gané dos años.

¿Amaba a mi novio? Me parecía que no, pero no podía estar segura, porque no tenía ninguna noción de qué es el amor. Mis padres nunca me contaron nada. Sólo me enseñaban que una mujer debe tener marido y obedecerle. Lo poco que sé lo aprendí con lecturas de libros y oyendo canciones, como la de Cecilia que me sirvió de ejemplo.

En un pueblo donde nos conocemos todos, era complicado encontrar a alguien que me explicara, mis amigas estaban en el mismo caso que yo.

Con mis dieciocho años, empezamos a ver películas con calificación extremadamente peligrosa. ¿Peligrosa? Si lo más que se veía eran besos y caricias. Una vez, estando solos en mi casa, intenté besarle y él me rehusó y reprendió:

-Es pecado, espera a nuestra boda.

Ni que decir tiene que me avergoncé y me prometí hacerle caso.

Todos me felicitaban por tener un novio como Severo, tan formal, educado y religioso. Sin embargo yo me preguntaba: ¿son esos los valores ideales para un futuro marido? ¿No serían mejores el cariño, la confianza y el diálogo? Los tres brillaban por su ausencia:

Cariño. Ni un te quiero, ni qué bonita eres ni me gusta tu yo que sé. ¡Maldita sea! Nunca supe por qué pidió mi mano.

Confianza. Gracias a Dios que se interesaba por mí y me escuchaba con atención. Pero sólo yo, no me confiaba nada. Sólo sé y sabía que su afición favorita es la literatura. Era la persona más plana que he conocido, su gesto serio habitual sólo desaparecía leyendo. Su ánimo era apagado.

Diálogo. Sólo podía contar lo que él me preguntara. Si él opinaba acerca de un tema, mi comentario sobraba. Me sentía como si continuara en el colegio, porque sus temas de conversación eran los mismos. Era un profesor desde que se levantaba hasta acostarse, apostaría que dormido también.

¿Pero qué podía hacer? Algo en mi interior me decía que estaba a tiempo para romper antes de que fuera demasiado tarde. ¿Romper? Para seguir viéndole y sentir cómo el pueblo me señala como la que tiró su futuro por la borda. Sí, lectores, ahora opino lo mismo que vosotros: irme a la aventura lejos del pueblo, pero entonces yo era una jovencita cuya mayor ilusión era tener marido. Esperaba que el matrimonio fuera mejor que el noviazgo.

Era costumbre de entonces que la novia preparase el ajuar, formado por su ropa personal y la de su hogar, como colchas, mantas, sábanas, almohadones, mantelerías, cortinas y accesorios de cocina y comedor. Como yo no ganaba dinero, mis padres lo compraban poco a poco. Gracias a Dios que mi madre me permitía elegir todo a mi gusto, sólo daba su consejo y me instaba a gastar lo menos posible.

Se acercaba el día de la boda. Mamá me acompañó al baño el día de la víspera y me contó:

-Esto no sólo sirve para orinar. Debes someterte a la voluntad de tu marido, dejarte besar y acariciar para que tu órgano se vaya humedeciendo y pueda penetrarte sin dolor. Notarás que algo se resiste, mas no temas, es lo natural. Él lo romperá con su miembro y se moverá hasta que sientas un placer inmenso. Dejará su semilla en ti; se mezclará con lo tuyo y, si Dios quiere, una nueva vida fecundará y nueve meses después nacerá vuestro hijo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top