Preguntas que arden

Preguntas que arden


El pitido era estrepitoso, tan estridente y aguado, que sentía que pronto sus tímpanos explotarían. El agotamiento se le hacía extremo, sus músculos, agarrotados, le dolían y sentía que apenas tenía dominio sobre ellos. Sus ojos permanecían cerrados, quizás era un sueño profundo en dónde se encontraba y todas esas sensaciones no eran más que el producto de todo aquello. Eso explicaría muchas cosas, como el terrible dolor de cabeza que le confundían los pensamientos, las náuseas que, si no fuese por su inconsciencia, lo hubiesen inducido al vómito varias veces y toda la ausencia de luz que habitaba en sus ojos. Todavía tenía calor, mucho, de hecho, sentía que no volvería a despertar y que cada nueva bocanada de aire era mezclada con arena y aceite.

—Evan Anubis… —dijo una voz, reconoció su nombre, pero nada más. Todavía con los ojos cerrados, vio que todo le daba vueltas. Podía oír, aunque el pitido le colocaba una y mil trabas, que el dueño de la voz seguía hablando, sin embargo, solo pudo reconocer eso, de que trataban esas palabras le era del todo esquivo.

Un fuerte estado febril se había encargado de hacerlo pasar un tormento. Quería oír las voces, entender qué sucedía, pronto su temperatura se redujo un poco y sus ideas esclarecieron. Logró percibir la madera bajo sus botas y sus brazos amarrados a los descansos de una especie de silla metálica en la cual, aparentemente, estaba sentado. Si bien su juicio se estaba recuperado, aun los dolores persistían con ímpetu.

—¿Cómo te sientes? —La pregunta lo desconcertó, el timbre de voz le fue imposible discernirlo, pero de todas formas comprendió lo que decía.

Tuvo miedo de responder, no recordaba que había pasado, ni dónde estaba, ni que estaba ocurriendo.

—Yo… yo… —Las palabras se le escapaban, los triángulos refulgurantes que veía en la oscuridad de sus párpados no se detenían—. No, todo es… no me siento bien —Y pudo sentir la náusea subiéndole hasta el cuello. Oprimiéndoselo y jugando con él, como si todo su cuerpo se le revelara.

—Genial, creíamos que te perdíamos… —La voz no mostraba ningún indicio de estar afligida, eran solo palabras. Evan, en aquel estado deplorable, solo intentaba recuperar el aliento—. No te esfuerces tanto, muchacho… —Insistía con su nombre, ¿acaso lo conocía? ¿Quién era él que hablaba? De a poco pudo recobrar los sentidos y sus brazos entumecidos empezaron a moverse, notó las cadenas y, como si el tacto frío del metal le proporcionara un alivio exorbitante, abrió grande los ojos.

No vio más que difuminadas imágenes, todo en cuanto le rodeaba seguía cubierto por un velo de sombras borrosas. Pudo notar a dos entidades, no sabía si eran hombres o mujeres, espectros o monstruos, pero había dos, eso estaba seguro. Aún estaba demasiado confundido para sentir el peligro, aflorando por toda partes, aunque por un instinto, capaz más influenciado por la costumbre que por el peligro en sí, intentó empuñar a Ostio de su cintura, pero dos cosas ocurrieron. Ostio ya no estaba en su vaina y, además, su brazo no se movió más que unos pocos centímetros.

—Lo que buscas no está ahí, Evan Anubis —Su visión empezaba a calmarse, los colores volvieron a sus ojos y las sombras huyeron a otra parte. Seguía padeciendo todo igual, pero al menos sus sentidos mejoraron.

—¿Quién…? ¿Quién eres? —Se oyó preguntar y notó su propia voz ajena, como si le perteneciera a alguien más, pero no pudo oír la respuesta, pues sus agotadas energías cedieron ante el cansancio y se quedó dormido de nuevo. No supo cuánto pasó, pero un brusco empujón lo desterró del mudo de los sueños y volvió a aquel cuarto en un estado vacilante de vigilia. El dolor se había mitigado un poco, como también el calor y las náuseas. Poco a poco volvía a ser él de siempre.

—Al fin —exclamó airado alguien y Evan no solo reconoció la voz, sino que también todo su desorientación se esfumó de golpe y con esto le llegaron todos los recuerdos que permanecían resguardados tras una densa neblina. Al recordar, todo su cuerpo saltó de la silla, como si se hubiese quemado con algo candente, sin embargo, atado como estaba, apenas pudo levantarse escasos centímetros, antes de volver a caer—. Me alegra que estés con nosotros… —Evan, tras caer de nuevo en la silla, levantó la cabeza y allí lo vio. Fyodor, el jefe de la caravana de los prófugos, que lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

Iba vistiendo, como todo superior, un traje negro con aquella insignia. Sin embargo, un sombrero de ala corta de color marrón y una hebilla grande y dorada a la altura del cinturón lo hacía diferenciar del resto. Miraba todo con aquellos ojos marrones, observando con detenimiento. Su rostro excitado, se mostraba blanco como la manteca, adornado por aquella cicatriz rojiza que le recorría desde la comisura de los labios hasta casi el lóbulo de la oreja derecha.

—¡Maldito! ¡Déjame ir! —gritó Evan al verlo—. ¿Qué me hicieron? ¿Qué es todo esto? —decía antes de detenerse, pues mientras forcejeaba con sus ataduras, sintió no solo los efectos secundarios de su anterior desmayo, sino que también las heridas causadas en la anterior batalla.

—Veo que no la estás pasando muy bien, muchacho.

Evan no respondió, solo intentó concentrarse para evitar que todo su malestar volviese.

—Vamos, Evan. ¿No te acuerdas lo bien que nos la pasábamos? —dijo Fyodor con una sonrisa en su rostro—. Recuerdo las historias que compartimos y como reíamos…

—Estás demente…

—¿Demente? ¿Yo? —dijo mientras se señalaba con unos dedos cubiertos por guantes negros—. Pues puede que tengas razón, pero el hecho que lo tengas no te da permiso a decirlo.

Luego, observó a su lado, allí estaba Iros, vestido algo más informal, el mismo traje, pero arrugado, con el cuello de la corbata flojo y las solapas de la camisa blanca desarregladas, al igual que su cabello rubio. Parecía que el hecho de estar allí parado, le molestaba horrores.

—Está bien —dijo este con resignación.

Se acercó a Evan y, no sin cierto rechazo, apoyó su mano sobre su hombro. Sus ojos brillaron y así lo hizo también el contorno de su palma. Tras poco tiempo, Evan comenzó a percibir lo mismo que antes, un calor insoportable. Náuseas y mareos, poco a poco las luces se le fueron apagando, sin embargo, todo se detuvo, el calor se fue y una extraña sensación de frescura rodeó sus extremidades.

El rostro de Fyodor brilló de emoción.

—¿No es increíble? —dijo mientras palmaba el hombro de Iros, este solo exhaló con frustración—. Podría congelar o, mejor, hervir tu sangre y provocarte una de las peores muertes posibles. Me fascinaría verlo, pero antes tengo algunas preguntas que ameritan respuestas. —Al terminar, su rostro se volvió adusto y toda aquella excitación se había diluido, solo una marcada seriedad tomó lugar en sus ojos marrones.

Iros solo contemplaba, le gustaba tener oportunidad de usar su Habilidad Única, pero lamentablemente, las oportunidades para hacerlo escaseaban, pues había sido destinado a trabajar en aquella caravana. Odiaba cada día que estaba allí, solo respetaba a Fyodor y a Delta, sentía que el resto de sus compañeros eran unos idiotas.

—Escúchame bien, Evan. Nos conocemos, quiero creer que hay cierta confianza entre nosotros… —Evan estuvo a punto de gritar, pero su mente lógica volvía a él luego de mucha ausencia, por lo que guardó silencio y escuchó todo lo que Fyodor le decía. Debía de entender qué pasaba—. Por eso no espero mentiras de tu parte ni mucho menos rodeos. ¿Estamos de acuerdo? —Y al terminar le dirigió una mirada fría y punzante, tanto, qué pudo percibir el poder que aquel hombrecillo irradiaba.

—Sí —susurró al ver que el jefe no continuaría sin una respuesta.

—¡Genial! —dijo y una sonrisa cruzó su rostro tan rápido como había venido—. ¿Dónde están los demás?

—Muertos, tus los mataste —Su voz sonó cortante y seca, intentaba sonar furioso, pero procurando ocultar cualquier indicio de verdad que podría delatarlo.

—Lo preguntaré una vez más, Evan —Su mirada era gélida, así como también su rostro rígido, no había nada de la emoción del principio, solo un hombre haciendo su trabajo—. ¿Dónde están los demás inferiores?

—Tú los mataste…

—Iros —lo interrumpió—. Cuarenta grados. —Ni lo vio, sus ojos se clavaron en los de Evan, que seguían imperturbable, como si aquellas palabras no significaran nada para él.

Iros dudó un poco, le molestaba profundamente seguir órdenes, pero sabía que cuando el jefe hablaba en aquel tono diabólico, convenía no contradecirlo. Apoyó de nuevo su mano y la temperatura corporal de Evan comenzó a subir hasta los cuarenta grados.

—Subirá un grado más, por cada vez que mientas —No quedaba nada del Fyodor inicial—. ¿Dónde se ocultan?

—A tres metros bajo tierra —respondió Evan como si nada, aunque podía sentir un gran malestar por doquier.

—Iros.

—Sí, Fyodor —dijo y subió un grado más.

—¿Cuántos son?

—Eran diez…

Fyodor observó a Iros y este asintió, luego volvió a formular otra pregunta.

—¿Cuánto armamento tienen?

Evan tardó en responder, el calor lo dominaba y el sudor le recorría el rostro. No le quedaban fuerzas y el agotamiento lo dominaba. Sentía que pronto se desmayaría, las sombras volvían a apoderarse de él, de todas formas, no cerró los ojos y continuó observándolo con toda la determinación que le quedaba.

—No sé de qué hablas, me han quitado mi espada —respondió y sintió que su carne se derretía, aunque no estaba seguro si eso era cierto.

—Iros, tres más…

—Pero, Fyodor, eso lo matará —No le importaba si ocurría, pero era consiente que aquellas preguntas quedarían sin respuesta si se pasaban de la raya.

—Quizás, pero eso parece no importarle a nuestro invitado —dijo sin voltear a verlo—. Cuarenta y seis grados, si sobrevive, mañana querrá contarnos todo. Si no, bueno, quizás podremos apañárnosla para averiguarlo por nuestra cuenta.

Evan oyó esas palabras y, de repente, todo se volvió fuego, como si un incendio le envolviese los huesos. Duró poco segundos despierto, pero aquellos fueron los peores de su vida, infinitas sensaciones nuevas afloraron por todo su cuerpo, todo en cuanto había experimentado hasta entonces le parecían simples molestias acaparadas con el suplicio que estaba experimentando ahora. Luego se desmayó, quizás moriría allí mismo, en ese punto, no le pareció una idea tan descabellada.

—Déjalo, Iros. Volveremos más tarde. Quizás este de un mejor humor para entonces o, tal vez, solo encontremos un cadáver —dijo Fyodor y ambos recorrieron la vacía habitación hacia la puerta a sus espaldas. Y tras el estruendo posterior a la partida, la oscuridad engulló todo el cuarto, tanto el suelo de madera, como también las cadenas metálicas y, como no podía faltar, al mismísimo Evan. Ciñéndolo en una danza peligrosa, llena de distorsión y convulsiones. Su vida estaba en juego.

*

Tras cruzar la puerta, se dibujaron dos caminos, uno llevaba a una pequeña escalera que desembocaba en el húmedo suelo del bosque. El otro, conducía a otro cuarto, en donde se oían constantes habladurías al otro lado de la puerta.

—Iré a ver las estrellas, Iros. No me tardo —dijo Fyodor y, aunque su voz había vuelto a ser aquella jovial e inestable, algo en el fondo se dejaba a la vista.

Iros no respondió, estaba cansado, odiaba admitirlo, pero utilizar su Habilidad Única era agotador y, por alguna razón, aquel inferior llamado Evan era duró de “elevar” o como él le decía a su capacidad de aumentar la temperatura de los cuerpos. Caminó, agobiado de muchas cosas, hasta la puerta y la cruzó. La noche había llegado y dentro la oscuridad se instalaba con vacilante insinuación. Las lámparas, reposadas sobre muebles y mesas, iluminaban los rostros de los cuatro Superiores que permanecían allí.

—Vamos, Iros, entra de una vez. Ya ha vuelto a hacer frío en este horrible bosque —Tasya estaba sentada en una mesa, frente a ella tomaba lugar una botella de vino. Había dejado atrás su plateada armadura y solo llevaba un vestido largo y negro azabache por debajo de un abrigo de lana, que no llegaba a tapar para nada su cuerpo provocante.

Iros no le prestó atención y se dirigió a una pequeña barra frente a él. Delta estaba del otro lado, llevaba puesto el uniforme, pero había dejado a un lado el saco y únicamente vestía la camisa con soltura.

—¿Ocurre algo? —le preguntó dedicándole una mirada, su voz era suave, al igual que su mirada, había un poco de miel en sus ojos. Delta era baja, de tez blanca y cabello corto y castaño. La delgadez de su cuerpo era notable y aparentaba ser casi una niña, aunque Iros sabía que no era así.

El cuarto donde estaban era angosto y alargado, había una mesa en una esquina, dónde se encontraba Tasya, emborrachándose. En el lado opuesto, unos asientos tomaban lugar, allí permanecía Wymer, vistiendo un delgado abrigo marrón, sin embargo, todavía llevaba puestas las grebas de su armadura cubriéndoles las piernas, estaba sumergida en un profundo silencio, concentrada en sacarle filo a su espada.

—¿Dónde está ese estúpido de Klóoun? —preguntó Tasya, ebria—. Ya se está tardando con la comida, ¿tanto cuesta ordenarle a los inferiores que cocinen?

—Tasya, le has dicho hace unos minutos —le respondió Delta molesta.

—¿Y? Siquiera debería de decírselo. ¿O no, Wymer? —dijo y volteó a verla, pero esta no dijo nada ni se volvió. Seguía atenta a su trabajo.

—¿Cómo ha ido con el rebelde? —preguntó Delta a Iros mientras estiraba una mano hacia la de él.

—Lo usual… El jefe se ha sobrepasado, otra vez.

—¿Está muerto? —preguntó de golpe Wymer, interesándose por la conversación.

—Quizás, su estado ya era lamentable, no creo que haya resistido mi poder. Si logra pasar la noche, de seguro será de milagro.

Wymer guardó silencio, pero un deje de satisfacción se observaba en su rostro.

—¿Y Fyodor? —preguntó Delta.

—Viendo las estrellas…

—Eso quiere decir que…

—¿Qué considera ir a la capital? —concluyó Iros—. Quizás, siempre hace lo mismo, ya ha pasado un largo tiempo desde la última vez. Me irrita que sea así…

—Siempre lo fue —agregó Delta como si fuese respuesta suficiente y le acarició el brazo.

Pasaron unos largos minutos, donde solo el rasgado y estridente sonido del filo de la espada y el aroma al vino que Tasya bebía con completo descaro, se ocupaban de embriagar todo el ambiente. Luego alguien tocó la puerta, nadie dudó de quién se trataba, Delta fue quien le indicó que pasara.

Klóoun entró, llevaba una delgada armadura gris, como era usual para él, pues ese era su uniforme y solo se lo quitaba para dormir y bañarse. Traía consigo unos cuantos tazones y cubiertos. Los repartió entre los cuatro Superiores. Ninguno siquiera tuvo intensión de sentarse en la mesa para compartir un momento en grupo. Iros y Delta permanecieron en la barra mientras Klóoun les pedía permiso y les hacía entrega de aquellos cubiertos. Tasya le dedicó una odiosa mirada llena de repudio y asco. Wymer, por su parte, le arrebató casi de un golpe el tazón y los cubiertos, para después arrojarle un corto insulto cargado de decepción. Tras retirarse, volvió al poco tiempo con una hoya humeante y cargó, con manos tambaleantes, los tazones dispersos por el cuarto, casi repitiendo la misma secuencia deshonrosa que hace unos minutos.

Iros y Delta comieron a la vez que compartían una tranquila conversación. Tasya, que estaba hambrienta, devoraba el plato con ahínco. Por otra parte, Wymer lo dejó allí, al lado de su espada, sobre una de las banquetas de madera, no le importó que se enfriara.

Luego de comer, Iros se levantó y Delta lo siguió detrás, no sé preocuparon en despedirse ni de desearles las buenas noches a sus compañeras. Cruzaron la puerta que antes había abierto Iros y doblaron por las escaleras que llevaban al suelo del bosque. Delta, antes de bajar los peldaños, le dedicó unos segundos al cuarto en dónde Evan se encontraba, seguramente, luchando una de sus peores batallas.

La caravana se encontraba divididos en cuatro carromatos, el último era en donde estaban, que generalmente se utilizaba para pequeñas reuniones y en ocasiones, para interrogatorios, aunque era más un depósito que otra cosa. Luego le seguía uno pequeño, en dónde Klóoun dormía y vigilaba a los tres inferiores que viajaban con ellos, que no se encargaban de otras funciones más que servirles y cumplir con todas sus necesidades. El de adelante, contaba con dos dormitorios pequeños, en dónde dormían ambas mestizas y compartían una diminuta armería y cárcel, allí había perdido Wymer por primera vez contra Evan. El carromato principal era más lujosos, consistía en dos habitaciones bien cuidadas, allí dormían los tres superiores. Solo eran eso, dos habitaciones, que podrían funcionar de despacho y de sala de estar o, al menos, así lo usaban ellos.

Toda la caravana era tirada por al menos diez caballos, los mismos estaban pastando y bebiendo agua, se podía ver, haciendo contraste con la noche y el horizonte, la silueta de los inferiores vigilándolos y cuidando que ninguno estuviese lastimado o demasiado agotado.

Sin embargo, Iros y Delta poca atención le dieron a esto, pues, antes de subir las escaleras a su habitación, se quedaron viendo a Fyodor, sobre lo alto del carromato, miraba las estrellas como un niño asombrado y con un cigarro apenas encendido entre sus labios. Ambos sabían que el jefe se quedaría dormido allí arriba antes de recordar todas las responsabilidades que tenía bajo su mando.

Sin perder más tiempo, subieron las cortas escaleras, doblaron a la derecha y se adentraron en su habitación. Era, como el resto de los cuartos, largo y angosto, aunque al principio tomaba lugar una larga alfombra bordo y dorada justo delante de dos sillones individuales de colores vivos y una pequeña mesa. Al fondo, se levantaba una cama cubierta de sábanas y cortinas blancas y traslúcidas. Iros se acercó a un mueble pegado en la pared derecha y, tras abrir una puerta, retiró una botella y dos vasos.

—¿Crees que al fin consiguiera lo que quiere? —preguntó Delta mientras tomaba asiento en uno de los sofás.

—¿El reconocimiento de su padre? —preguntó Iros mientras vertía el licor en los vasos—. No entiendo cómo llevar a un simple inferior a la capital pueda lograr eso.

—Yo tampoco, pero Fyodor no va porque sí a la capital, odia ese lugar. Por ello se dedica a las caravanas —dijo tendiéndole una mano, para que le entregase el vaso.

—Aguarda —le dijo y sus ojos se tornaron anaranjados, luego, comenzó a enfriar el licor que tomaba lugar en sus manos.

Delta le sonrió y tomo el vaso, se disponía beber, pero notó algo extraño en su mirada, como un deje indetectable de cansancio.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¿Te sientes bien?

Iros tardó en responder.

—Sí… Por supuesto. Soy lo bastante fuerte como para cansarme tan fácil.

—Iros… te conozco.

—Lo sé… —admitió al fin—. Solo me agotó un poco utilizar mi Habilidad Única, no suele ocurrir muy seguido.

—Pues hoy la has usado mucho, seguir al inferior durante todo este eterno bosque mientras elevabas la temperatura del aire no es tarea sencilla. Y ni hablar que debiste de, bueno, inmovilizarlo.

—Hice más que solo inmovilizarlo —le dirigió una corta mirada, como si esta fuese suficiente respuesta—. Algo me pareció extraño, calentar el ambiente es sencillo, seguir un rastro de calor lo es aún más. Tú sabes que puedo ver la temperatura de los cuerpos a por lo menos trescientos metros. Todo eso nunca me ha cansado.

—¿Entonces qué? ¿Te estás volviendo viejo? —dijo y apuró el vaso, pero un segundo después se arrepintió, pues vio que Iros miraba el cristal entres sus manos y jugaba con el licor en vez de tomarlo. Algo lo tenía preocupado.

—Ese inferior, al principio me parecía simple suerte, había soportado cincuenta grados y seguía en pie. Estuvo a punto de cortarme la cabeza, por suerte ascendí la temperatura un grado más y cayó inconsciente. Jamás me vi obligado a elevarla tanto.

—¿Dices que tu poder está perdiendo fuerza?

—No es eso. Escucha. Luego, durante el interrogatorio, le elevé de nuevo la temperatura, pero tú sabes, directamente su temperatura corporal. Siempre es más difícil, pero mucho más efectivo —dijo y su voz cada vez se tornaba más frágil, como quien habla de algo que jamás ha experimentado—. Soportó cuarenta y cinco grados sin perder siquiera la compostura.

—Eso… eso es imposible. No es un mestizo, no podría aguantar tanto.

—Ni siquiera un mestizo común aguantaría tanto. Quizás Wymer y Tasya soportarían hasta cincuenta antes de comenzar a sentir los efectos secundarios. Pero un simple inferior, con tanta…

—¿Resistencia? —le preguntó Delta con curiosidad.

—Sí, pero algo más… —dijo y se quedó meditando unos segundos hasta que encontró las palabras adecuadas—. Voluntad, es la palabra ¿De dónde saca tanta? ¿Por qué se esfuerza tanto en resistirse ante un poder que es ampliamente superior a él?

—Creo que eso mismo se está preguntando Fyodor ahora —agregó con acierto Delta y le acarició el rostro—. Vamos, creo que te mereces un descanso.

—Sí, tienes razón. Me estoy poniendo viejo —dijo y ambos soltaron una pequeña risa.

Ambos se levantaron y se encaminaron hacia la cama. No tardaron muchos en desprenderse de sus prendas, en arremolinarse entre las sábanas y en intercambiar el calor de sus cuerpos de una manera lenta y rítmica, amándose con un amor extraño.

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