Oportunidad

Oportunidad


—¡Vigila a los caballos! ¡Limpiarlos! —le ordenó Klóoun de la peor forma.

Estaban en un improvisado establo, que en realidad se limitaba a dos palos clavados profundos en la tierra, en los cuales permanecían atadas las riendas de diez caballos, todos fornidos y altos. No hacían más que pastar y beber de un pequeño riachuelo que se extendía a unos cuantos metros. La noche no se había ido del todo aún, le queda por lo menos una hora más de vigilia antes de la llegada del sol.

Evan vio retirarse a Klóoun dando tumbos. Parecía intranquilo por algo, pero empezaba a pensar que aquel mestizo siempre daba esa impresión.

Mientras contemplaba la noche y los caballos, comprendió que todo parecía empeorar cada vez más. Fyodor se había mostrado tal cual era, al final, aquella voz maligna, aquel control del metal tan sutil. Empezaba a creer que era un hombre afortunado después de todo, puesto que Fyodor todavía no lo había matado. De todas formas, aquella amenaza tan directa hacía eco en su mente, golpeando con cada idea, con cada recuerdo, con cada plan que podría idear. Todos destruidos por aquella insinuación tan macabra.

Se sentía derrotado, vencido por un poder al cual jamás le daría batalla. No era un Superior ordinario, eso lo tenía claro. De repente tuvo miedo, miedo no solo porque al llegar al supuesto campamento inexistente, la mentira quedaría a vista de todos, sino también por aquella amenaza tan cruda, sobre encontrar el pueblo de donde venía y una vez encontrado, no habría sobrevivientes. ¿Cómo no tendría miedo?

Mientras meditaba estás cuestiones, observó una cubeta de madera y un cepillo. Respiró profundamente y agarró el cepillo. Tenía una tarea que hacer y, más allá de todas sus ganas de escapar y su rechazo, se acercó al primer caballo y comenzó a cepillarlo.

Cuando terminó, Armisa llegó por su espalda, siquiera se había dado cuenta hasta que esta no le tocó el hombro con sumo cuidado.

—¿Limpios? —preguntó como si aquella única palabra concentrará todas las preguntas que podría hacer.

Iba vestida con las mismas prendas blancas y sucias del día anterior. Su cabello continuaba grasoso y del mismo verde amarillento. Aunque lo que más le llamaba atención, era aquella palidez y esos ojos que parecían ver todo desde otro ángulo, desde una perspectiva muy alejada de la miseria en la cual estaba sumergida.

—Sí, creo que sí —dijo al fin, sintiendo que una pena vibrante le sometía el corazón.

—Entonces a comer. Merlene ha terminado de cocinar para los privilegiados y Klóoun nos ha ordenado que comamos lo que sobró de la olla. A veces es muy gentil.

Evan no vio la gentileza de aquel acto, pero igualmente agradeció un poco de comida. Ya iban dos días de que no probaba bocado y comenzaba a sentir las consecuencias.

Cuando se dirigían a la pequeña carreta en dónde residían sus jaulas, se toparon con Víctor. Este se mostraba con el mismo gesto serio y extenuado. No había cambiado nada de la noche anterior y los saludó con un torpe ademán.

—¿Ya ha comido? —le preguntó Evan a Armisa con ingenuidad.

—A veces, las ollas son caprichosas —le dijo Armisa sin apartar la mirada del frente. Evan no entiendo muy bien a qué se refería, pero de todas formas asumió que Víctor les dejaba la comida a ellos. Lo cual lo hizo sentir culpable y arrepentido.

Cuando llegaron, había tres cuencos sobre una especie cajón. Merlene, con sus rizos negros colgando de su rostro magullado, vestía con el mismo chaleco amarronado y unos pantalones grandes y grises que presentaban muchos orificios. Estaba sentada allí, con unas cucharas improvisas de madera y un gesto apesadumbrado, como la sombras que la rodeaban.

—¿Klóoun no está? —preguntó Evan con algo de inseguridad, aquella mujer irradiaba cierta distancia.

—Están preparando todo para partir, cuando terminen, Víctor vendrá y comenzaremos a movernos. Come mejor ahora, después no habrá nada, las sobras no duran mucho tiempo.

—Entiendo, gracias —fue lo único que dijo y tomó asiento alrededor del cajón.

El pequeño cuenco estaba por la mitad, ningún vaho de calor surgía de él. Era obvio que estaba frío y que su sabor sería igual de decepcionante. De todas formas, se sintió agradecido y tomó la cuchara de su lado, era pequeña y tallada mano. Al parecer, los privilegiados no se preocupaban mucho por sus comodidades. No era ninguna sorpresa.

Dio una pequeña cucharada y si bien no era una comida imperdible, se dejaba comer. Al terminar, se sentía mejor, claro que seguía con hambre, pero sabía que pronto se iría aquella sensación. Le agradeció y le preguntó si Víctor necesitaba ayuda, a lo que Merlene, todavía rescatando lo último del cuenco, respondió:

—¿Te ha pedido ayuda?

—No, pero…

—¿Entonces?

—Solo quiero ayudar.

—¿A quién? —le preguntó con ácido en la voz—. Chico, esto no es un pueblo. No somos una comunidad. Víctor está trabajando y cuando terminé de seguro tendrá que hacer otra cosa y así todo el tiempo hasta que la noche caiga. Si lo ayudas solo terminarás rápido y los privilegiados habrán conseguido lo que quiere con más prisa. Yo no quiero que se acostumbren a eso, ni mucho menos quiero que gocen un mejor servicio o como lo quieras llamar, a costa de nosotros.

—Lo que dices es cierto. No somos una comunidad —hizo una pausa—. Pero somos personas, y a nadie le gusta sufrir solo. Víctor está solo allá, con Klóoun y puede que sea un imbécil, pero lo que tiene de estúpido lo tiene de violento y que Víctor tenga que soportar aquello solo, no me agrada.

—¿Y qué podrás hacer tú para cambiar eso? ¿Los matarás a todos? Por qué te cuento, es la única forma de que nos libremos de estos malditos.

—¡Shhhh! —apremió Armisa—. Los cuencos pueden oírnos.

—Perdón —se disculpó Evan—. Mejor guardémoslos.

—Sí —coincidió Merlene—. Mejor tapémosle las orejas.

—Tonta —soltó entre risas Armisa, que parecía siempre estar en un humor extraño, entre deprimida y alegre, aunque aquellos ojos oscuros hablaban con más sinceridad de la que ella pudiera expresar.

Luego de recoger las pocas cosas que utilizaron, observaron a Víctor cruzar el umbral.

—En minutos vendrá a encerrarnos y comenzaremos a movernos —declaró con total naturalidad, como si fuese una tarea más de su larga lista.

—Espera… —la voz de Evan se hizo oír entre sus murmullos.

—Otra vez… —soltó por lo bajo Merlene poniendo los ojos en blanco.

—¿Y si logramos escapar justo cuando comiencen a moverse?

—Chico, ya he hablado contigo… —decía Víctor.

—Este chico está loco —anunció Armisa negando con la cabeza y reflejando una media sonrisa.

—Iros nos verás al instante. Vigilarnos para él es tan simple como ver en nuestra dirección —concluyó Merlene y los demás asintieron como dándole fin al susto.

Evan aún tenía cosas para decir, pero se contuvo y, en cambio, se dirigió, algo ofendido, a su jaula. Pasados unos minutos, Klóoun entro a la carreta, Evan pudo verlo desde los barrotes, se veía agotado y el sudor se acumulaba en su frente como si acabará de salir de una tormenta o de un río.

—Nadie se mueva —anunció y ninguno se movió, tampoco es que lo estaban haciendo mucho que digamos.

Una a una fue cerrando las jaulas, primero la de Víctor y luego las demás. Al llegar a la de Evan, se lo quedó viendo durante unos segundos. Evan, hasta ese momento, no se había dado cuenta la tristeza que encerraba esos ojos negros y profundos, como un agujero en la tierra árida y pisoteada. Un instante después, encadenó la jaula. Salió del carruaje, no sin antes cerrar la puerta e inundar todo de una oscuridad tibia, solo interrumpida por rayos de luz que entraban por todos los incontables orificios dispersos por las paredes de madera.

Pasados unos cuantos minutos, el carruaje comenzó a moverse de nuevo. Supuso Evan que se dirigía hacia aquel Camino del Caer, sea lo que sea, el nombre no le inspiraba mucha confianza. Aprovechó para dormir, puesto que no tenía nada más para hacer, antes de caer dormido, vio a su costado, y notó lo mismo, incluso Víctor parecía estar sumergido en un sinuoso sueño. La carreta se sacudía mucho, al parecer Klóoun tenía apuro, o quizás el camino no era muy amigable con la carreta.

Así y todo, aprovechó la infrecuente paz que el camino le brindaba. No pudo evitar pensar que, si se lo proponía, podía romper la madera a su espalda y huir de aquella caravana. Pero por algún motivo se sentía inhibido por las palabras de los demás y, allí, entre las sombras y los rayos luminosos, supo que no tenía derecho a contradecirlos.

Sin más que pensar, cerró los ojos e intentó perseguir un sueño que siempre corría más rápido que él. Mientras lo intentaba alcanzar, pudo ver las palabras de Fyodor como figuras ensombrecidas, como amenazas que lo seguían de cerca, y Evan coincidió que aquellas sombras se trataban de justamente eso, amenazas que tarde o temprana quedarían a la pulcra luz del amanecer. Y, recordando por última vez a su viejo pueblo y a los diez hombres que fueron víctimas de un hombre cruel y maligno, se quedó dormido.

Despertó cuando la carreta se detuvo. Al instante abrió los ojos y el corazón le comenzó a latir deprisa. ¿Cuánto había dormido? ¿Qué tan lejos estaban de la cordillera? ¿Habían llegado a la ubicación del supuesto campamento? El miedo volvía a él como un viejo enemigo, como las nubes grises que envolvían a las peores tormentas.

La puerta del carruaje se abrió y la misma imagen, quizás más cansada y asolada, de Klóoun, se vio oscurecida por la segadora luz que habitaba a su espalda.

—Se ha roto una rueda del segundo carromato —dijo mirando a Víctor—. Llévate al idiota nuevo, que te ayude. No tarden, a Fyodor no le gusta esperar.

Luego abrió ambas jaulas y se marchó, sin una sola indicación, sin una sola palabra más, solo se fue.

Víctor salió al instante, Evan ya estaba afuera también. Quiso decir algo, pero el hombre viejo solo tomó unas cuantas cosas del pequeño cuarto que tomaba lugar detrás del telón gris y amarronado. El mismo era donde Klóoun solía descansar, aunque desde que lo habían capturado, no lo había visto dormir allí ni una sola vez. 

Cuando Víctor terminó de tomar algunas cosas, salió fuera del carruaje. Siquiera le dio algunas indicaciones a Evan. Este, a falta de alguna explicación, se limitó a seguirlo.

Para su sorpresa, estaban a los pies de una gran montaña gris, como un coloso transitando un infinito letargo. Era pleno día y el bosque de los sauces brillantes se encontraba a la derecha, reflectado la luz como un segundo sol. Al parecer, para hacer más fácil el viaje, decidieron continuar por las periferias del bosque. Evan no pudo evitar pensar en lo lejos que estaban del gran sauce, en dónde había sido víctima del poder de Iros. 

Lo primero que vio al salir, fue el terreno, que se entremezclaba de tierra y piedras. Al levantar la cabeza vio la caravana, en una fila larga, por tomar un ascenso que se elevaba por un camino angosto y zigzagueante imitando la pendiente de la montaña. Esta última, que estaban por subir, era una de las más pequeñas y alejada de la cordillera, se podía ver como su cumbre, que sin cuidado se hundía en un cielo celeste como gris la roca que la conformaba, se unificaba a otra montaña más grande y alta.

Intentó seguir él caminó con la vista, hasta que esta ascendió mucho y dobló en una esquina aguda. De repente se acordó del nombre de aquel camino y un vértigo surgió desde el centro de sí mismo. Luego de contemplar el paisaje tétrico, observó a Víctor inspeccionado una de las ruedas del carromato que tenían adelante.

Era, como lo recordaba, cuando se habían encargado de retirar el excremento, una estructura rectangular, de madera resistente, con las ruedas grandes, sobresaliendo un poco hacia el exterior de la estructura. El color era de un marrón oscuro y con algunos detalles borroneados por el tiempo y el uso.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó con timidez.

—Toma eso —dijo señalando un grueso tablón de madera—. A la cuenta de tres lo colocas entre medio de la rueda y el soporte.

—Entiendo… —Evan empezaba a notar algo raro.

—Uno, dos, ¡Tres! —dijo y levantó un instante la rueda del suelo.

Evan colocó el tablón con rapidez.

—Bien —dijo con un hilo de voz, como quien ha hecho un sobreesfuerzo.

Después de acomodar un poco el tablón y, con un pequeño mazo de madera, quitar la rueda dañada con ayuda de uno que otro golpe. Evan le alcanzó la rueda de repuesto, que estaba acostada en el suelo, Víctor le entregó la que acababa de quitar. Cuando se la dio, estuvo seguro de algo, no tardó en hacérselo saber al viejo hombre que lo acompañaba.

—Víctor, esta rueda está sana —dijo, dejando de hacer todo lo que estaba haciendo y mirándolo a la cara.

Víctor lo ignoró y siguió colocando sin cuidado aquella nueva rueda.

—No entiendo, esta rueda no tienen ningún problema. ¿Por qué…?

—Muchacho —lo cortó, exhaló con profundidad y continuó—. ¿Qué ha dicho Klóoun?

—Que se ha roto una rueda del segundo carromato…

—¿Ves alguna rueda rota?

—No, por eso…

—Yo sí veo una, esa estaba rota y por eso la cambiamos —su rostro solo denotaba una vejez postergada, un hombre que hace mucho debió de haber dejado los trabajos duros. El cabello canoso, un rostro adornado de arrugas y una piel blanca, pero con manchas y cicatrices pálidas.

Evan se lo quedó viendo desconcertado, de la nada muchas cosas que había visto y escuchado en los últimos días tomaban fuerza, pero no así sentido.

—No entiendo…

—¡No tienes que entender nada, maldición! Klóoun ha dicho que cambiemos la rueda rota, tan simple como eso. Y eso hicimos.

Mejor guardar silencio, pensó Evan y así lo hizo. Siguieron colocando la rueda, Evan notó algo extraño en esta nueva rueda, pero no dijo nada y solo se concentró en ser lo más útil posible.

—Terminamos. Volvamos a la carreta —concluyó con el mismo malhumor.

—Sí… —dijo Evan y emprendió de nuevo la caminata.

Cuando llegaron a la carreta, se metieron en sus jaulas y aguardaron la llegada de Klóoun. Sin embargo, la tarde llegó primero antes de que el mestizo cruzara la puerta. Evan quiso preguntarle por qué había tardado tanto, si el único inconveniente era la rueda, pero sabía que seguramente recibiría una buena dosis de estúpida agresión, así que solo se hizo el tonto y esperó que cerrara su jaula.

Cuando Klóoun al final llegó a su reja, lo volvió a mirar, ahora de nuevo aquellos ojos chocaron con los suyos. Pero esta vez una mirada diferente era aquella, seguía siendo la de un hombre cansado, pero había algo más al fondo de aquel agujero negro, quizás era desesperación, una desesperación tan genuina como la de un hombre a punto de jugarse la vida. Conocía esa expresión, el mismo se había descubierto esos ojos en el rellano de algún reflejo.

—Prepárate, ya llegaremos —le dijo sonriendo, pero no era más que uno de esos juegos bravucones que más de una vez le había lanzado. ¿Y si no? ¿Era el mismo tono? ¿Fue esa mirada que lo había cambiado todo?

No supo que pensar, pero de todas formas no le respondió, pues al segundo ya había vuelto a cerrar la puerta del carruaje y todo lo engulló la oscuridad. Ya no había rayos de luz, solo sombras un poco menos oscuras que todo lo demás.

«Aquí pasa algo», pensó, pero no podía debatirlo con nadie, los demás no creían posible ningún escape y vivían siguiendo las órdenes en total segura. No podía culparlos, era eso o posiblemente la muerte. Él quizás hubiese elegido lo segundo, siempre y cuando sea buscando una libertad que le era tan esquiva y caprichosa, pero posible.

Sin más que hacer y, comprendiendo que la mentira estaba llegando a su fin, se dijo que lo mejor y peor que podía a hacer, era seguir durmiendo, llorar un poco y aceptar la muerte como un regalo tardío que debió llegar hace ya mucho tiempo. Sí, mucho antes, incluso de toparse con Gia y los demás, mucho antes de conocer a Joseph, si no cuando todavía vivía en su pueblo y su padre le enseñaba con un rostro desconocido a empuñar una espada de madera. Aun las lágrimas de sus ojos se deslizaban por sus mejillas cuando comenzó a dormirse.

*

Una hora más tarde. Un ruido, algo fuerte. El traqueteo del carruaje. Otra vez ese ruido…

Evan despertó, se movían. ¿Hace cuánto? ¿Qué fue ese ruido?

Otra vez. Algo quebrándose, algo cayendo, golpeando.

¿Qué ocurre? Estaba aturdido. ¿Qué ocurre? Se preguntaba cada vez más alarmado, el carruaje se sacudió de golpe.

Algo impactó en el suelo. Un estruendo sordo y roto.

Evan se puso de pie y vio la reja abrirse de par en par. Salió sin dudarlo. Algo ocurría.

—¿Qué está pasando?

Los demás no sabían, lo miraban como preguntándole lo mismo, intentando que él supiera la respuesta.

—Ya pasará —dijo Víctor, pero había algo distinto en su voz—. Al final, todo pasará —No se movió siquiera un centímetro, extrañamente parecía relajado. Finalmente relajado…

—Víctor… —decía, pero algo golpeó muy cerca y otra vez los ruidos, esta vez fueron muchos. Todavía faltaba para que lo que estaba a punto de ocurrir, ocurriese.

Evan abrió la puerta del carruaje. Avanzaban de prisa. Observó un precipicio muy cerca, el Camino del Caer. Ahora entendía por qué el nombre, era como una cornisa que rodeaba una montaña. Pero eso no era todo, los ruidos, algo quebrándose. Fue allí que lo vio, la roca cayendo hacia el fondo oscuro del precipicio, a esa la siguieron algunas más, eran grandes y otras enormes. Si alguna golpeaba el carruaje, que avanzaba sin parar, podría significar el final de muchas cosas.

«Tengo que desenganchar el carruaje de los de más, así nos detendremos», pensó con detenimiento. Avanzó hacia el cuarto de Klóoun, en busca de algo que lo ayudará en su tarea, y como si todas aquellas extrañezas no fueran suficientes, se topó con una vaina sobre un pequeño escritorio, detrás del telón grisáceo. Cuando la tomó, no hizo falta desvainarla, supo de qué se trataba. Ostio volvía a estar en sus manos.

Fue allí que un millar de cosas tuvieron sentido y otras tantas dejaron de tenerlo en absoluto. Pensó algunas cosas, pero no tenía tiempo.

—Pero… —Las palabras le fallaron. Estaba muy desconcertado—. Ese maldito de Klóoun… ¡Será infeliz! —dijo en voz alta y sonrió, como quien ve una oportunidad esperada, manifestándose, al fin, frente a él.

Se acercó al marco de la puerta, asomó la cabeza y vio hacia arriba. Notó algo a que asirse y, haciéndose de todas sus fuerzas, comenzó a escalar hacia el techo; rezando que ninguna roca del derrumbe impactara en el carruaje y transformara aquella tan valiosa oportunidad, en un final sin aplausos.

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