Ojos de sangre

Ojos de sangre


Permaneció de pie, esta vez no se movió, solo esperó que Fedexiz se acercara, no tenía que ganar, solo debía de durar lo máximo posible.

—Sirdul, ya sé lo que intentas. Después de todo, dicen que tengo muy buen oído.

Sirdul se esperaba esto, aunque de todas formas quería aferrarse a la esperanza de que no había escuchado las indicaciones de Minos.

—Si ya lo sabes, no entiendo por qué tardas tanto.

—Quién sabe, tal vez los años me ablandaron un poco… —dijo, pero no fue esto último lo importante, fue algo más, sí, algo que Sirdul percibió en el mariscal. No sabía si había sido su voz, que trastabillo un poco antes de salir, o si fue su tono lento y bajo o, simplemente, un sentimiento de angustia que sus ojos irradiaban, como si la imagen que estuviesen viendo, fuera otra distinta que aquella que se mostraba frente a él.

—¿Qué ocurre, Fedexiz? —la pregunta lo descolocó un poco al hombre, pero no respondió de inmediato. Si a Sirdul le pareció extraña su anterior reacción, ahora estaba seguro de que algo estaba pasando, parecía que, de un segundo a otro, una pena cayera sobre su mente.

—Desde cuando eres tan charlatán, Sirdul —Hizo una pausa mientras insertaba su espada en el suelo—. ¿Dónde ha quedado el soldado frío y descorazonado que he conocido?

—Lo mismo me preguntó yo, mariscal —respondió Sirdul y Fedexiz, doblando el ceño y exhalando profundamente; quedó en evidencia y le respondió.

—Los ojos de tu compañero, son… peligrosos —Sonaba distante, como si el guerrero que hace unos minutos se había emocionado por el combate fuese remplazo por otro, un mestizo diferente, uno retirado y gobernante de una pequeña ciudad, viejo y triste.

Sirdul recordó aquella última mirada que Minos le dirigió, aquella aterradora e insólita.

—Son solo ojos, brillan de ese color cuando usa su habilidad única —aseguró sin tanta convicción.

—No, Sirdul, tú sabes que no es así. Y puedo asegurarlo, por qué conozco bien aquellos ojos —dijo y Sirdul dejó de entenderlo. Como un hombre, que acababa de darle una golpiza y se preparaba para asesinarlo, ahora se ponía a hablar de los ojos de unos de sus contrincantes. No lo entendía, pero supuso que si el fin era ganar tiempo, que mejor que dejarlo hablar—. Tú, Sirdul, el mejor espía de la capital, supongo conoces mucho de culturas y mitos, ¿Has oído hablar de los ojos de sangre?

—No… —apenas pudo terminar, cuando Fedexiz continuó.

—Ya creo que no, son en extremo infrecuente y, hasta se dice, que solo puede existir uno a la vez, solo tras la muerte de este único usuario, es posible que se manifieste en otra persona. —Hizo una pausa—. ¿No me crees verdad?

—Solo siento que estás alargando esto —le dijo Sirdul, no entendía bien por qué, si es que justamente eso era lo que el mismo quería, alargar el combate. Sin embargo, algo le molestaba de aquella charla, quizás, era muy soldado para aceptar misericordia.

—Puede ser… —dijo y dirigió una mirada por detrás de Sirdul, intentando alcanzar el cuerpo inconsciente de Minos—. Solo una vez fui derrotado, Sirdul, una sola vez, y la persona que me derrotó, era un ojos de sangre.

Sirdul había oído, en sus tiempos de entrenamiento, que el general había sido vencido una sola vez, él mismo lo decía, no sabía bien por qué, quizás para instaurar la idea de que nadie era invencible y que no debían de confiarse en ningún combate. Si bien sé conocía la derrota del general, no sé sabía absolutamente nada sobre como había pasado ni quién fue aquel excepcional guerrero que pudo vencer al mestizo de clase cuatro más poderoso del reino. No sé conocía aquella historia, pero algo le hizo pensar que pronto sabría todo sobre ella.

—Había un país, Sirdul. Aima, pequeño y algo excluido de este continente. Al este de la gran Capital, del otro lado de la Cordillera de Hierro.

«En aquellas zonas, como ya sabrás, son pocas las ciudades del reino, pequeñas y espaciadas entre ellas, pero no por ello sin importancia. Pues son estas la que se encargan de explotar todos los metales que se esconden por debajo de las rocas de la montaña. Pero hubo un tiempo, en el cual yo era joven y me encargaba de las misiones que ahora tú haces o, bueno, hacías. Que mientras vigilaba aquellas importantes zonas y supervisaba que las ciudades crecieran, me topé con un extenso claro a los pies de la montaña. Todo el paisaje era ripio y las rocas parecían moldearse en una pared imposible de escalar, claro que yo no era como cualquiera y debía de cumplir mi misión, me tomó un largo tiempo, pero conseguí sortear aquella montaña y detrás vi aquel. Un cabo repleto de un verde próspero, que se extendían hasta la costa. Allí había un país que pasaba desapercibido, o al menos eso creía yo, luego descubrí que no era así, el Gran Rey Superior y varios Voceros ya eran conocedores de su existencia. Pero poco habían hecho al respecto, puesto que en los iniciales acuerdos, después de la distribución de tierras y toda esa vieja historia que decidimos creer, explayaba que el territorio exterior se expandía desde la Cordillera de Hierro y sus mismos terrenos, hasta la punta más aleja del este y del norte más norte hasta el mar de arena, allá en el sur. Nada decía sobre los terrenos más allá de la cordillera, tal vez se creía que no existía más tierras, pero se equivocaron».

«Yo realicé varias misiones y en verdad me sentí por completo contrariado tras cada una de ellas, descubrir que no tenían reyes ni nada parecido, aquel que dirigía al país varía cada cierto tiempo, y tras este periodo, otra persona lo remplazaba. Cómo llegaba al poder era por demás curioso, pues todo participan en algún tipo de votación y el ganador era el elegido para gobernar. Sin embargo, las extrañezas no terminan aquí, pues allí vivían seres muy poderosos, poseían un gran talento y habilidad, por algún motivo, aquellos habitantes eran diferentes, no solo en su capacidad, tanto los mestizos como los Superiores, sino también los esclavos, que ni siquiera lo eran. Pues vivían en casas y cada persona del país poseía alguna tarea específica, un rol que cumplir. Todo era de esta forma, tan… justo».

«Pasó el tiempo y un nombre se repitió muchas veces entre sus gobernantes, Helena, una poderosa mujer, alta, bella y muy decidida. Gobernó muchos años consecutivos a Aima, claro está lo perfecta que era en su labor, hasta sentí, más de una vez, que percibía mi presencia. Siempre tuve buena vista, mejor que cualquiera, por lo que podía mantener mucha distancia entre los vigías y las montañas. Pero un día, mientras observaba hacia el edificio central, la vi a ella, de pie, en un balcón, observando hacia las montañas, hacia el lugar en donde yo me encontraba. No dudó en saludarme, yo supe que no me había visto, era de noche y había centenares de metros entre nosotros, pero de alguna manera se había dado cuenta de que yo estaba allí, de aquel alguien estaba espiando».

«Cuando pase esta información a mis superiores, en aquellos tiempos los tenía, no me dieron ninguna respuesta de inmediato, pero luego me llegó la carta firmada por el mismísimo Rey Superior, fue mi primer contacto con él. Debía de visitar al país en su nombre, ir con un pelotón de batalla, mestizos y superiores muy poderoso. Pero el fin no era atacar, sino presentar un acuerdo de paz, de mutua coexistencia, siempre y cuando, ellos aceptarán formar parte del reino y, ante cualquier conflicto bélico, estar dispuestos a brindar su apoyo incondicional, como cualquier otra parte del reino. Demás está decir que se negaron rotundamente, no solo fue el rechazo al acuerdo del Rey, sino también a la ideología y a todo lo que el país significaba, pues ellos eran diferentes y más poderosos incluso, claro que eran un bajo número de población, por lo que en una extensa guerra, perderían sin duda. Pero no era aquello tan preocupante, pues si bien era ciertamente una victoria asegurada, muchas muertes significaría frenarlos sin duda».

«Esto detuvo durante muchos años a los dirigentes del reino, pero en un momento, cuando el país fue creciendo y creciendo, fui enviado de nuevo, llegado hasta este punto, yo no realizaba más aquellas misiones de reconocimiento, pero de todas formas fui citado por el Rey en persona. Cuando entré a aquella sala muda, lo vi, imponente e impoluto, irradiaban poder, no me dirigió la palabra, solo permaneció sentado en su trono pálido tras una gama de penumbra. Sin embargo, de un atril se manifestó un pergamino, exigiéndome con sumo de detalle todo lo que debía de hacer».

«Siempre fui un soldado frío y servicial, nunca me importó invadir ciudades ni nada. Pero aquello, debo de admitir que tuve muchas dudas. La misión era simple, insistir con el acuerdo de mutua existencia y, si no aceptaban, debía de causar el máximo daño posible en la zona central del pequeño país. Debilitarlos era el fin».

«Al final del pergamino, yacía un pequeño párrafo, en dónde explayaba a quienes debía de llevar. Ningún nombre muy importante tomaba lugar en esa lista, solo aludía a recién egresados y a Mestizos de clase dos y, como si esto fuese poco, exigía y ordenaba, estás palabras permanecían remarcadas en el pergamino, que yo debía dar la orden de retirar únicamente cuando el pelotón fuese derrotado por completo».

«A lo que se refería realmente aquel último inciso, era que yo solo debía de salir con vida de aquella misión, los demás deberían de procurar causar el mayor daño posible hasta perder la vida. Muy en desacuerdo estuve yo tras leer, no lo anuncié en el momento, pues sería considerado traición, pero si lo miré con mis buenos ojos y él me clavó aquellos, tan grises como un cielo nublado. Mientras cruzamos miradas, pude sentir un fuego que ardía en mis venas, una tonelada de acción retenida, pero solo me limité a observarlo, luego le brindé una media reverencia y me retiré».

«Luego de unos días, me encontraba en un parlamento, rodeado de personas importantes y poderosas de Aima, yo les insistí una vez más el mismo acuerdo y ella, la misma mujer de aquel entonces, lo rechazó. Juro que intenté advertirle de lo que pasaría, pero Helena lo tomó como si fuese una amenaza, no era mi intención, pero entiendo que cualquier designo del Rey pueda ser malinterpretado de esa forma».

«No lo quise así, de esa manera, pero todo se volvió un caos, una batalla muy frenética, pero íbamos en caída, segundo tras segundos. Yo anuncié la retirada, ya pocos quedábamos del pelotón, estábamos recorriendo el último tramo que conducía a las montañas, cuando ella apareció de nuevo».

«—¿Ya te vas, Fedexiz? —me preguntó, casi no llevaba armadura ni ningún arma, solo su cabello negro y su cuero ropaje».

«—Sí —le dije intentando terminar con el conflicto—. Ya he acabado la misión, mis guerreros han sido derrotados, soy yo el único que sigue en pie».

«—Sí, también eres tú el que manchó su espada con la sangre de mi gente —aseguró señalándome con sumo desprecio».

«—Eso es cierto, pero escúchame, Helena, mi espada no ha dado muerte a ningún Aimerano, en cambio, ellos fueron los que asesinaron a muchos Superiores hoy».

«—No me hagas reír, mestizo Fedexiz. No habrás matado, tendrás tus razones, pero si nos has invadido, no puedo dejar que esto siga así».

«—¿Me enfrentarás después de todo?».

«—Sabíamos que esto ocurriría tarde o temprano».

«Hasta ahora nunca la había visto siquiera chasquear los dedos, ella siempre procuraba entrenar oculta de la vista de todos, por lo que no sabía contra quién me enfrentaba realmente. No tenía intención de acabar con ella, ya estaba cansado, solo quería retirarme de allí, pero ella tenía otros planes».

«Se posó firme, delgada y afilada, al igual que la espada que se balanceaba en mi mano. No tardó un segundo en hacer que todo se volviese un infierno. El fuego nació desde los alrededores, estábamos a cierta distancia del inicio de la ciudad, por lo que nadie salvo yo corría peligro. Cuando volví a verla, el fuego la consumía, sus ropas eran incandescentes, brillaban al compás de las llamas. Yo sabía que los usuarios de fuego poseían cierta tolerancia a las altas temperaturas, pero aquello era ridículo. El fuego la envolvía y permanecía completamente ilesa, era como si fuese ella también una llama ardiente. Supe allí que debía de enfrentarla con todas mis fuerzas, si es que no quería terminar incinerado».

«Corría y saltaba a toda velocidad para evitar las llamas, pero solo resistía, un aro de fuego la protegía, no podía entrar, no importó cuántas veces lo haya intentado, su defensa era impenetrable. Cuando entendí que no podía derrotarla, solo me quedó huir».

«Apenas lo logré, Sirdul, las explosiones y las llamaradas me abrazaron más de una vez, todavía tengo cicatrices de aquel día. Pero no son estas pequeñas marcas las que me trasportan devuelta al enfrentamiento, para nada, sino aquella última mirada. Tras abandonar aquel infierno de llamaradas, volteé para verla una última vez. Allí estaba ella, con su vestido de fuego, mirándome con aquellos ojos de sangre. Yo estaba aturdido todavía, el sonar de las explosiones y las altas temperaturas me descolocaron por completo, pero aún recuerdo las palabras que me dedicó».

«—Dile, Fedexiz, a ese rey tuyo, que no nos dejaremos vencer tan fácil. La gobernante de Aima, es un ojos de sangre y cada día está más cansada de los Superiores —Supe, casi al instante, que Helena se había equivocado al decir eso, ella desconocía el poder de las palabras y con estas últimas, se había condenado».

«Me tomó unos largos días, pero tras volver a la capital, el Rey Superior pidió verme. Yo estaba cansado y temí por lo que aquel ser podía decirme. Una vez dentro de esa maldita sala, el Rey solo se limitó a hacer lo mismo que la anterior vez, solo me observó con desinterés durante todo el tiempo que permanecí allí dentro. Salvó, que tras surgir aquel nuevo pergamino en el atril, una esfera tan roja como una luna eclipsada nació en su palma, que permanecía extendida con desgano, como si no fuese para nada importante lo que estaba a punto de hacer».

«Sentí un terror incomprensible, esta vez no pude verlo a los ojos, no, todo mi cuerpo temblaba, aún me dolía las quemaduras, pero no eran nada comparadas con la angustia que sintió mi pecho. Yo, Fedexiz, el mestizo de clase cuatro más importante, doblegado de tal forma, me sentí inservible, solo podía pensar que las palabras que explayaba aquel pergamino. Antes de abrirlo, solo deseé que el nombre de Helena no estuviese en él».

«Fedexiz, tiene un día, ve rápido y deja que las llamas marquen en tu piel una última vez.. Mestizo honorable, hazlo y podrás retirarte en completo orden. El Reino Superior así lo estipula. El Rey lo ha visado y aceptado. Ve».

«Aquellas palabras todavía las puedo ver en sueños. No hice tiempo en despedirme del Rey, solo escuché el chasquido retumbar en toda la sala tras de mí. El viaje hasta Aima era de al menos dos días, pero si uno viajaba solo y apurado, podría hacerlo en uno. A mí me llevo la mitad, pero de todas formas ya era tarde. Con solo cruzar la cordillera, pude ver aquel claro, al igual que la otra vez, pero en esta ocasión, no vi aquel verde prospero, no, como me hubiese gustado eso. Lo único que pude ver fue el negruzco y desolador terreno de la tragedia. Dónde estaba la bella ciudad, no había ahora más que negras cenizas, todos los edificios ya no existían, no había pasto, no había nada».

«Fui corriendo hacia allí, esperando encontrarme algo, cualquier cosa, al menos un cadáver. Pero fue mucho peor lo que descubrí, en el mismo sitio en donde había estado días antes, en dónde había sido derrotados por aquella gobernante de Aima, me encontré con Helena. Estaba intacta, ni siquiera su atuendo estaba chamuscado, se encontraba arrodillada, con la cabeza hundida en el pecho, las lágrimas caían sin descanso de sus ojos ocultos».

«—Fedexiz —dijo con un hilo de voz, aun sin siquiera moverse—. Todo esto… todo, no puede seguir así. No puede. —Luego se puso de pie, fue allí que vi por segunda vez aquellos ojos, ahora eran más brillantes, más rojos—. Hubo muros, todo ardió como una fogata, no escapó nadie, incinero todo y a todos, a todos menos a mí, no es posible quemarme a mí. Él lo sabía, estoy segura, él quería que yo presenciara todo esto en completa impotencia».

«Tras decir esto, de sus ojos brotaron lágrimas, que reflejaron el rojo brillante de sus ojos y, sin lograr soportar la angustia y desesperación que había vivido, me dijo».

«—Aún escucho sus gritos, el olor… puedo sentir el dolor de cada uno, niños, jóvenes, ancianos, hombres y mujeres. Solo he quedado yo. —Y al terminar, su palma brilló, casi del mismo color que había brillado la palma del Rey Superior. Pero no chasqueó los dedos, no, sino que estiró su brazo hacia mí y luego su dedo índice, el brillo de su palma se transportó hacia la punta de su dedo y allí se manifestó una pequeña esfera, tan incandescente que podría fundir hasta el metal más puro—. No puedo, Fedexiz, no puedo…».

«—Helena, espera, yo no… —decía, pero entendí muy tarde lo que en realidad planeaba».

«—Adiós, Fedexiz. Espero hayas aprendido algo. —Y llevó la punta de su dedo hacia su frente, un instante después, la pequeña esfera salió disparada, atravesando su cabeza y perdiéndose en el inconmensurable cielo. Yo la vi desaparecer en la lejanía, hasta que, en algún punto entre las nubes, estalló una gran bola de fuego, tan poderosa y extensa, que aquel ataque podía haber destruido, de la misma forma, el país que ahora yacía bañado de la sangre de su gobernante».

«Cuando me acerqué a su cuerpo, pudo ver cómo aquellos ojos de sangre la abandonaban poco a poco, y, a la vez que la lluvia comenzaba a caer del cielo recuperado, sus ojos volvieron a ser aquellos, oscuros y hermosos. Me tomé mi tiempo para enterrarla y me dije a mí mismo, que jamás volvería a participar en una guerra».

—Esa es la historia, Sirdul, los ojos de sangre son muy poderosos, pero están marcados, un mal presagio siempre los acompaña. Yo tendría cuidado si fuese tú —concluyó Fedexiz.

—Helena, era…

—Yo amaba a esa mujer, Sirdul. Verla suicidarse ante mis ojos, fue de las peores cosas que me pudieron pasar. Le insistí miles de veces, sobre lo que el Rey podía llegar a hacer, ella me repetía siempre lo mismo «Mi país no es un arma y mi gente no son monstruos como ustedes», todavía recuerdo aquella explosión, cada vez que veo el cielo, puedo ver el rastro de ella entre las nubes.

Tras terminar de hablar, tomó de nuevo su espada y escuchó como Minos tocia bruscamente. Dio algunos pasos, Sirdul se puso en guardia, preparado, pero no vio en aquel viejo hombre algún indicio de hostilidad, por lo que no hizo nada, cuando el mestizo se posó a su lado, espalda con espalda, dijo:

—Una pregunta, Sirdul —dijo y levantó su espada a la altura de su cabeza—. ¿Por qué no has herido de muerte a ninguno de los hombres con los que te has enfrentado esta noche? Ni siquiera Xifos ha caído hoy. Respóndeme ¿por qué?

—Yo no soy un arma, ni tampoco soy un monstruo, ni creo que tu lo sigas siendo, Fedexiz —le respondió, con la mirada puesta en el frente.

Mientras aún observaba hacia allí, pudo ver a Capherin junto a dos soldados, se estaban encargando de transportar a Xifos hacia alguna parte, que todavía estaba con vida, la lanza lo había atravesado, pero Sirdul había apuntado en el lugar correcto. Capherin de pie, estática, seguía viéndolo, no entendía por su padre estaba parado a su lado, pero, por más que odiaba admitirlo, agradeció que estuviese con vida.

—Entiendo… —dijo el mariscal y envainó su espada, luego se acercó a Minos y lo observó durante unos segundos, cuando este abrió los ojos, lo ayudó a levantarse del suelo—. ¿Cuál es tu nombre, joven?

Minos, todavía aturdido y disperso, observó al alto y fornido mestizo que antes era su enemigo, y supo qué no corría peligro.

—Minos… y supongo que tú eres Fedexiz, el imbécil Mariscal de esta sucia ciudad—dijo y pudo ver cómo el hombre sonreía.

—Sí —respondió—. Minos, me agradas, por lo que te pondré un apodo, joven, Minos ojos de sangre. ¿Qué te parece?

Minos no entendía nada en absoluto, pero con tal de no tener que enfrentarse a él, aceptó aquel apodo.

—¡Genial! —dijo el mariscal—. Iremos a buscar a sus compañeros ahora, acabemos con las muertes por hoy.

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