Fuego y espadas
Fuego y espadas
Ambos mestizos permanecían allí, a la luz de las lámparas de aceite. Estaban enfrentados y en silencio. Fedexiz taciturno y recio, se ceñía al silencio como un fiel amigo, si comentar nada sobre la tan esperada charla. Sirdul, de pie y nervioso, no le importó esperar a que el mariscal comenzara por dónde más le plazca.
—Para empezar —dijo de golpe y pudo notar que en aquellas palabras no había siquiera un ápice de cordialidad— ¿Malleus está muerto?
Sirdul no tardó en responder.
—Lo último que vi fue cómo se arrojaba al Nomixumto. Su soberbia no le permitió morir en manos inferiores.
—Pero no has visto su cadáver —señaló Fedexiz e hizo una pausa—. Bien, resultaba ser un individuo repulsivo de todas maneras.
Sirdul, tras oír estas palabras, sintió una punzada en el medio del pecho, a pulgadas del corazón. Luego, sus ojos enrojecieron, su respiración se agitó y sus músculos se tensaron. Poco a poco, la cólera emergió de los confines más oscuros de su ser.
—¿Un hombre repulsivo? ¡Fuiste tú quien me ha enviado con él!
—Cuida tu tono conmigo, Sirdul —le reprimió el mariscal en un tono reprimido, como si estuviera intentando controlarse—. Serás un traidor ahora, pero no olvides quien ha sido tu mentor y guía durante toda tu vida.
—¡Sí, un guía que me desechó apenas tuvo la oportunidad! No le importó las misiones que me iban a obligar a hacer.
—¿Acaso te arrepientes ahora? No olvides gracias a qué y quien tienes tu nombre y tu fama, Mestizo de Otro Reino.
—¡Mi nombre es Sirdul S.1!
—¡Me importa una mierda cuál es tu nombre! Y ya te advertí de ese tono. No me hagas enojar, niño.
—Ya no eres mi mentor y mucho menos ahora. Puedo hablarte como se me plazca.
—¿Ah sí? ¿Y quién te dijo eso? ¿Por asesinar a tu anterior jefe te crees tan importante? Por favor, Sirdul, no me hagas reír.
—No me dejó opción.
—No me interesa, su muerte no me importa. Lo único que quiero saber es por qué, ¿por qué un soldado tan ilustre ha traicionado al reino?
Sirdul tardó en responder, de repente sintió un sueño extraño. Quizás solo era el cansancio acumulado después de tanto viaje o, tal vez, solo eran sus costumbres de evitar las confrontaciones.
—¿Por qué lo has hecho tú?
Fedexiz se acomodó en su asiento y dudó en responder. Al final lo hizo, su tono de voz se relajó un poco, aunque aquellos ojos seguían escrutando al joven, que miraba todo como desde otra parte.
—Helena, por ella lo hago —se detuvo un instante—. Luego de su suicidio, pedí mi retiro y me designaron como instructor. Ya han pasado trece años de ello y todavía puedo sentir el ardor de su presencia. Ella soñaba con un mundo justo, yo he hecho mucho para derribar ese sueño. Llámalo culpa, o como quieras, pero ahora solo intento remediar el mal que he hecho. Quizás de esa forma pueda ir con ella en unos años. Acompañarla, a donde sea que esté.
Otro silencio, un silencio más pesado y áspero, como la personalidad de ambos mestizos. Negados a cualquier tipo de esperanza.
—Fue por ese hombre, Joseph —habló Sirdul tras un momento después.
—¿El anciano que conocieron en el bosque?
—Sí, ese anciano me visitó cuando estuve prisionero en aquel pueblo bajo las montañas.
—Puerto Oculto, dirás —le corrigió su viejo instructor—. Llama las cosas por su nombre, Sirdul. Ya te lo he mencionado en otra ocasión.
—Puerto Oculto, bien —rectificó arrugando el entrecejo—. Fue a verme y me dijo algunas preguntas. El porqué esto y por qué aquello, yo jamás lo había pensado de ese modo. Fue como abrir los ojos por primera vez y notar cosas que jamás había visto. Poco a poco comencé a entender lo que Malleus planeaban y lo que había planeado hacía tiempo.
Fedexiz se quedó pensando en aquellas palabras y en aquel anciano llamado Joseph, ¿quién era?
—Mira, necesito saber algo, y es esta única pregunta la culpable de esta charla —dijo—. ¿Por qué has perdido tu espada?
—No la perd…
—¡Maldición, Sirdul! ¡Afronta las cosas de una vez!
—¡La perdí, Fedexiz! ¿Cuánto más seguirás con eso?
—¿Seguir? ¿Acaso no tienes idea de lo que significa? A los mestizos como nosotros se nos brinda un arma, un arma que nos acompañará hasta el final de los tiempos. ¿Acaso has pensado por qué? Escucha, ¿sabes hace cuánto tengo mi armadura? Hace cincuenta años y jamás he perdido ni un solo perno de ella.
—Eso no tiene nada que ver conmigo…
—Tiene todo que ver contigo. ¡Todo! Solo piénsalo. Xifos, yo mismo le di su lanza, ¿piensas que alguna vez la ha perdido? Siempre termina recuperándola. El arma de un mestizo siempre vuelve a él, es parte de él. Un Mestizo sin su arma es un mestizo incompleto.
—Mi espada la perdí cuando fui capturado en Puerto Oculto, no pude hacer nada, fui vencido y ellos…
—Y ellos se quedaron con tu espada. ¿Pero acaso no eres parte de ellos ahora? No te entiendo, dices que la has perdido, pero sabes muy bien que pudiste recuperarla en cualquier momento. ¿Por qué no has querido? ¿Por qué rechazas esa espada que te he dado? ¡Por favor, Sirdul! ¿Quién eres? ¿Un mestizo de verdad, que lucha por lo que verdad cree o solo una marioneta? ¿Sabes quienes usan cualquier espada? Los soldaditos de la capital, esos que apenas son mestizos por qué nacieron con un poco más de fuerza.
»¡Deja de rechazar quien eres, Sirdul, y acéptalo de una vez! Eres un mestizo que se ha equivocado, pero que ahora busca redención. Sé bien lo que es eso. Así que te pido que mañana te presentes frente a mí con una espada y que esta sea tuya. No me importa que no sea la que yo mismo te he brindado, solo me va a importar que la aceptes y jamás dejes que te abandone. Porque estarías abandonándote a ti mismo, como lo has hecho una vez.
El joven, casi firme y muy atento, oía aquel reclamo como lo que antes podría ser una orden. Sus hombros temblaron y podía sentir su corazón latiendo a gran velocidad. Una tristeza pasó por sus ojos enrojecidos y recordó la espada que Fedexiz le había regalado el día que se graduó del cuartel.
A menudo Sirdul sintonizaba aquel día como el mejor de su vida. Con Fedexiz allí de pie a punto de otorgarle su espada, bautizada como “Pilar de Plata”. Capherin estaba un poco más atrás aquella vez, bella y radiante. Más de una vez la recordaba a ella y también la sonrisa que sus labios mostraron, la última que de verdad había hecho latir su corazón de piedra.
Por ello, tras recibir aquellas palabras de su antiguo mentor. Toda aquella felicidad que había experimentado hace un tiempo, volvía a él, pero rota y transmutada en una tristeza que por primera vez lo sacudía. Vio junto a él todos sus errores y la soledad lo abrazó como nunca, rodeándole los huesos y helándole la piel.
—Ya vete, Sirdul, y piensa en esta charla, por favor —Le ordenó Fedexiz y se paró. Se acercó hacia una de las ventanas y observó la luna. Una luna que emitía toda su luz pálida y pulcra hacia él. El viejo Mariscal respiró profundo, arrugó el rostro y dejó que el sueño poco a poco le ganara la batalla.
Sirdul se retiró, siquiera dijo nada, solo dio media vuelta y se dirigió hacia la salida. Tras cruzar la puerta, las lágrimas corrieron por sus mejillas a medida que sus pasos surcaban por el pasillo, adornados por aquellas pinturas ensombrecidas, que parecían juzgarlo todo.
*
Era el día siguiente, Minos estaba de pie con ayuda de su bastón. Su cabello largo se sacudía a causa de la brisa mañanera. Iba vestido con su uniforme negro y camisa blanca. Frente a él permanecía Fedexiz, protegido por su armadura cenicienta y su ancha espada de plata, reflectando los rayos de un sol jubiloso.
Los demás jóvenes aguardaban en las periferias del campo, sin embargo, no solo estaban ellos, sino que centenares de superiores y mestizos se mostraban ansiosos de presenciar el espectáculo. Aquello era algo único y, por supuesto, nadie de la ciudad quiso perdérselo, ni siquiera los inferiores, que se la rebuscaban para dar alguno que otro vistazo.
—¿Dónde está Sirdul? —le preguntó Gia a Elijah, entre el mar de uniformes y armaduras.
Ambos estaban muy cerca, a un paso del suelo verdoso del campo de batalla, debido a la aglomeración de personas en los corredores.
—No tengo idea, pero debería de estar aquí, o más bien, allá, junto a Minos.
—¿Se acobardó?
—No creo, Sirdul no es de los que se acobardan. Algo más debe de estar pasando —señaló Elijah, siempre perspicaz.
Los silbidos y gritos no tardaron en hacerse oír.
—¿Dónde está el mestizo de otro reino?
—¡Es un cobarde!
—¡Fedexiz los matará a los dos!
Más al centro del campo; en dónde antes estaba la cabaña del mestizo, removida de los cimientos para la ocasión; Minos y el mariscal se observaban impacientes.
—Ya no hay vuelta atrás, si Sirdul no aparece, tendrás que vencerme tú solo —dijo Fedexiz entre el bullicio.
—¿Qué es eso que escucho? ¿Miedo, mestizo?
Fedexiz soltó una risa.
—Me impresiona que no tiembles. No existe rival al que no haya intimidado.
—Bueno, supongo que hay una primera vez para todo.
—Sí —dijo y observó hacia los lados—. Bueno, tu amigo se ve que ha decidido no venir. Después de todo, ayer te veías muy confiado.
Minos soltó el bastón y se irguió. Sus ojos brillaron y se preparó. Las esferas de sus palmas centellaron también, contrarrestando la luz del día.
—Perfecto, no me gusta perder el tiempo —exclamó y se puso en guardia, su espada reflejaba los haces rojos del ambiente.
—¿Luchará solo? —sonó alarmada Gia, con los ojos muy abiertos—. ¡Lo va a matar!
Elijah se encontraba petrificado, quería entrar al campo, pero sabía que Fedexiz le diría que nada tenía que hacer allí. No podía hacer nada más que esperar.
Segundos después, el enfrentamiento se desató y todo el mundo expectante, guardó silencio.
—¡Cuando quieras, viejo! —gritó Minos y Fedexiz, que estaba delante de él, desapareció, a la vez que se oía el sonar de un látigo.
La espada cayó desde arriba, Minos, con su Habilidad Única activa, vio la gran hoja riñendo en haces anaranjados sobre la superficie del escudo. Luego volvió a desaparecer y, del lado derecho, otra vez apareció Fedexiz mientras descargaba su arma contra él.
Aquella espada, larga y ancha, impactaba con fuerza, sin embargo, el escudo de Minos prevalecía, rugiendo y retumbando. De todas formas, no por ello el joven llevaba la ventaja, pues los golpes continuaban sin descanso y, por más que estuviese resguardado, no podía seguir los movimientos del viejo mariscal, que se desplazaba a una velocidad increíble.
Mientras resistencia, pudo ver qué Fedexiz se detenía a unos cuantos metros de él y, posteriormente, arremetió a gran velocidad contra él desde atrás, descargando con todas sus fuerzas su gran espada. Todo el escudo de Minos tembló debido a este increíble tanque, incluso en suelo bajo sus pies se quebrajó y sintió sus pies hundiéndose en la tierra.
Minos sabía que tras cada golpe el escudo se debilitaría. Era obvio que debía de hacer algo, ¿pero qué? ¿En qué estaba pensando? Tenía un gran poder, pero sería imposible ganar si solo se limitaba a protegerse. Entonces tuvo una idea, nunca lo había intentado, pero últimamente era capaz de hacer muchas cosas. El riesgo de quedarse sin energía estaba allí, pero no mayor que enfrentarse al mismísimo Fedexiz.
Mientras el mestizo se desplazaba a gran velocidad y descargaba uno y otro golpe contra el escudo de Minos. Este, canalizando su poder, hizo surgir un fuego que se extendió, a la vez que su escudo se desvanecía, desde su misma ubicación hasta diez metros a su alrededor. Eran llamas rojas, propagándose altas y erráticas, produciendo un viento que quemaba con solo sentir su brisa.
El mestizo se vio obligado a detenerse a diez metros, no llevaba casco, por lo que su expresión de incertidumbre quedó a la vista. Minos había logrado una pequeña brecha, ahora podía atacar a distancia. Entonces, haciendo uso de lo que había aprendido el día anterior, estiró su palma y un fuego comenzó a enrollarse en ella, comprimiéndose en una esfera tan grande como su puño. Un segundo antes de liberar aquel poder, la esfera creció de golpe en un intenso rojizo, retumbando al igual que un trueno en la tempestad.
La bola de fuego se desplazó en un instante, sacudiendo el ambiente con ferocidad. Sin embargo, Fedexiz, sin tener suficiente tiempo para evadirla, preparó su espada y con ella, aplicado toda su fuerza, la desvió hacia un lado. Minos no se detuvo allí y siguió arrojando aquellas bolas de fuego mientras las llamas lo protegían, no obstante, Fedexiz, cansado ya de evadir y resistir. Miró a Minos y, concentrándose en aquellas llamas que le cortaban el paso, corrió hacia el joven, como si no le importara arder.
Minos vio las intenciones del mariscal, pero solo eso, pues un segundo después el mestizo se volvió un espectro borroso, que su visión no lograba distinguir. Comprendía que era a causa de la velocidad de su rival, no obstante, pudo adivinar en qué dirección se dirigía.
Entonces, antes de que Fedexiz lo atacase, prestó verdadera atención en las llamas y las intensificó. No solo eran llamas ahora, sino que las había vuelto un caudal arremolinado, como un río que fluía con furia a su alrededor. Comenzó a sentir el calor que lo embargaba todo, pues se encontraba en el ojo de un remolino de fuego. Pero no le importó. Aquello no solo lo cubría de la amenaza de su rival, sino también era un ataque formidable.
Estaba confiado sin duda, había predicho la estrategia del mariscal y accionado de la mejor manera, produciendo una defensa inquebrantable y, al mismo tiempo, un poderoso ataque. No obstante, su rival era el mismísimo Fedexiz. Por lo que, mientras se vanagloriaba, una mano enguantada surgió desde las mismísimas llamas y lo tomó del cuello, levantándolo en el aire.
Un segundo después, Minos, con la mirada desorbitada y todavía centellando, pudo ver cómo Fedexiz cruzaba por completo las llamas y se mostraba ileso en aquel epicentro de temperatura.
—Niño, está armadura fue hecha para aguantar las llamas —dijo el mestizo mientras sostenía a Minos en el aire y preparaba su espada. El caos se enrollaba en torno a ellos.
En aquel momento, Minos se vio derrotado por aquel hombre, no había más nada que hacer. ¿Por qué había pasado aquello? ¿Tan poderosa era su armadura o era el hombre el poderoso? ¿De qué servía tanto poder si siempre el enemigo podría más? De repente, una ira lo dominó, pero no solo era ira, sino que la comprensión de aquella derrota lo empujó a un abismo diferente. La impotencia de no ser suficiente.
Antes de que Fedexiz diese por terminada la batalla, los ojos de Minos se encendieron aún más y sus manos se volvieron rojas como la sangre. Un segundo después, con la mano izquierda, generó una explosión que detuvo la espada de Fedexiz y lo hizo trastabillar un poco. Con la derecha, tomó la muñeca que lo levantaba del suelo y lo miró a los ojos.
No hubo palabras, solo caos y una rivalidad casi tangible entre dos hombres.
La mano de Minos, ardiendo a una temperatura por demás excesiva, fundió la armadura del mariscal, quemándole la piel que estaba por debajo. El mestizo se vio obligado a soltarlo y Minos cayó al suelo, sin aliento y agotado. Aún tenía energía, pero el calor lo sofocaba. No estaba acostumbrado a nada de lo que estaba haciendo; el remolino, las bolas de fuego y aquello que habían hecho sus manos. Todo era de por sí novedoso y podía percibir las consecuencias.
En aquel momento el remolino se había apagado, dejando a la vista a ambos hombres, por lo que la multitud exclamó desquiciada. Aquello era de por sí imperdible.
Luego, Fedexiz, que se había separado del joven, vio a un Minos aturdido y desorientado. Por lo que, ignorando su brazo entumecido a causa del metal fundido en su muñeca, levantó su espada y se concentró en finalizar la batalla, que Minos se había esforzado al máximo para alargarla solo un poquito más.
El joven estaba arrodillado en el suelo, en aquel momento el aire se escapó de sus pulmones y un agotamiento se apoderó de sus músculos. Sabía que estaba por ser derrotado pese a sus esfuerzos, pero por más que lo intentaba, su cuerpo no le respondía.
Fedexiz, arrojó un mandoble, a dónde de concluir el combate y hacer suya la victoria. Sin embargo, la espada se detuvo antes de lograrlo. Otra la había parado, una delgada y recta, gris como las nubes al final del horizonte.
Lo que los espectadores pudieron ver, fue una escena por demás peculiar. Fedexiz, el mariscal de Oram, con el brazo de su armadura tan impoluta, fundida, y su espada poderosa, detenida, riñendo en una fricción chispeante contra otra. Una más delgada y reflectante, empuñada por el Mestizo de otro Reino, Sirdul, vestido de una armadura negra y sin Yelmo, que había parecido un segundo antes para proteger a un traidor llamado Minos, que días antes, había invadido la ciudad.
Ambos mestizos se separaron. Fedexiz inspeccionó con cuidado su antebrazo izquierdo y, tras resoplar y poner mala cara, se desprendió de aquella pieza de metal. Su antebrazo de por sí enrojecido y quemado quedó a la vista, pero para nada esto le presentaría algún inconveniente.
Sirdul ayudó a Minos a ponerse de pie. Este, respirando y mirándolo con cierta confusión, le golpeó la espalda, animado.
—¡Bueno, bueno, hasta que apareciste! —dijo desprendiéndose de aquel aturdimiento momentáneo—. Vamos, este viejo no podrá ganarnos.
Sirdul asintió y alzó su espada, firme como una montaña.
Fedexiz vio algo nuevo en aquel joven. No era el mismo que en la noche anterior se había retirado de su sala con lágrimas en los ojos, no, era otro. Vio aquellos dos jóvenes y una pequeña sonrisa se escapó de su semblante, aunque la camufló lo más rápido que pudo. «Tardaste, Sirdul. Pero aquí estás», pensó para sí y empuñó su espada. «Vamos, Minos, déjame ver a Helena una vez más» y se precipitó al enfrentamiento.
—Intentaré cubrirte y darte espacios para que puedas atacarlo —dijo Sirdul mientras miraba al frente.
—Bueno, estaré limitado contigo allí, aunque no me importaría quemarte un poco.
Sirdul soltó una risita, a lo que Minos respondió con una sonrisa. Sin más que decir, Sirdul avanzó rápido, casi a la misma velocidad del Mariscal.
Ambas espadas chocaron, el viento se expandió en un vendaval, un segundo después, lo volvieron hacer. Sirdul esta vez estaba en plena forma y armado. Minos tenía razón, no iba a ser como la otra noche y Fedexiz lo sabía.
Este último lanzó una estocada al pecho del joven, por lo que este se vio obligado a cubrirse, un momento después, Fedexiz tenía preparado otro mandoble y a este le sucedieron varios más. Sirdul sabía que sin el apoyo de Minos, perdería, por eso debía de procurar darle espacios para que pudiese limitar sus movimientos.
Por ello, mientras detenía con esfuerzo los ataques del mariscal, esperó una oportunidad y, evadiendo un espadazo, saltó y lanzó una patada al rostro de su rival. Este, cubriéndose con su antebrazo herido, lo resistió, pero no sin verse impulsado hacia atrás. En ese momento Sirdul se apartó y Minos lanzó dos ataques, el primero fue una bola de fuego que se dirigió directamente hacia el mestizo. El segundo se trató de una explosión que se produjo en su lado izquierdo, limitando sus posibles movimientos, dejando una sola alternativa.
Cuando Fedexiz se desplazó hacia la derecha, a fin de evadir los ataques de Minos, Sirdul le salió al paso. El mariscal logró detener el espadazo, pero no el puño que aterrizó en su mejilla. Hacía años que no recibía un solo golpe. El gusto de la sangre en la boca lo llenó de juventud.
Acertado el golpe, Sirdul se apartó. Minos hizo surgir una explosión en sitio donde Fedexiz permanecía. No pudo hacer nada, por lo que, sacudido el campo de batalla por la explosión, estuvo cerca de caer arrodillado; pero era demasiado orgulloso para ello.
Fedexiz, sometido por el dolor, se percató que por primera vez en mucho tiempo era sobrepasado. El cuerpo le dolía y la amenaza de una derrota envolvía sus pensamientos. «Que mejor para sentirse vivo…», decía cuando un veloz Sirdul se acercaba hacia él. «Mi turno, jóvenes».
Cuando Sirdul estaba por alcanzarlo, Fedexiz lo esquivó y se dirigió hacia Minos. Este último apenas si pudo comprender que pasaba, pues ambos mestizos se movían a gran velocidad.
Sirdul no dudó en perseguirlo, alarmado. Sin embargo, el mariscal, tendiéndole una trampa, giró sobre su eje y, dando un salto, lanzó su espada hacia la de Sirdul. Este, tomado por sorpresa, apenas pudo cubrirse, por poco su espada se le escabulle por los dedos, pero este la sostuvo con fuerza, prefería morir antes que soltarla. Fedexiz, aprovechando su ventaja, le devolvió el golpe al rostro y uno más, atontando sus sentidos. El joven mestizo trastabilló, pero algo había aprendido de la última vez. Por lo que cuando el tercer golpe se dirigía a su costado, lo evadió a duras penas y, dando un paso, abrazó al mestizo con ambos brazos, haciendo uso de todas sus fuerzas. Veía borroso, pero no tenía que ver, solo escuchar.
Minos, comprendiendo esto, no lo dudó, y lanzó una bola de fuego que hace un tiempo venía canalizando en su palma derecha, brillando al igual que un eclipse.
Fedexiz intentó librarse y le otorgó varios golpes incómodos a Sirdul, que resistía con verdadera determinación. Este último, cuando oyó el característico silbar del aire, soltó al viejo mariscal y saltó hacia un lado.
«Malditos», pensó el hombre antes de recibir por completo el impacto.
La bola de fuego alcanzó a Fedexiz y lo arrastró hasta el muro norte del campo de batalla, incrustándolo en la dura roca. El estruendo había perturbado el ambiente y el polvo ocasionado por la explosión prevalecía.
Aquel intercambio de golpes y ataques, había sido increíble. Sirdul y Minos se vieron en aquel silencio, no había jubiló en sus miradas, pues sabían que hacía falta un poco más para vencer al viejo mariscal. Y tenían razón, hacía falta un poco más…
El polvo y el humo envolvió el campo de batalla en una bruma espesa y ciega. No sé veía más que las propias manos.
Un instante después, un rodillazo aterrizó contra el pecho de Sirdul. Fedexiz se había movido rápido, ni siquiera el joven lo había visto, con aquellas facultades tan potenciadas. Intentó recomponerse, pero un segundo golpe en las piernas lo hicieron caer. Todavía en el suelo, intentó cubrirse con su espada como último recurso, pero nada pasó, el mariscal ya no estaba allí.
Minos, por pura precaución, generó su escudo, un instante después, la espada de Fedexiz aterrizó sobre él. Él impactó sacudió la superficie, Minos confiaba en que duraría lo suficiente hasta que Sirdul llegase, pero la determinación en la mirada gris del hombre, lo hicieron dudar.
El mariscal, viendo a un Minos distorsionado a través del escudo, alzó su espada y golpeó con todas sus fuerzas. El escudo resistió, pero Fedexiz no se detuvo allí, no, continuó presionado con toda la fuerza que había tenido en su mejor momento, como si el combate le otorgara juventud. Minos, desesperado, expandió sus llamas como al inicio del combate, más calientes, más poderosas.
Sin embargo, el mestizo permanecía allí todavía, con un rostro iluminado por el rojo de las llamas, con su espada a punto derribar la barrera que lo cubría. Sabía que ya no podía contar con Sirdul, las llamas no lo dejarían avanzar, solo era él y Fedexiz. Una lucha de resistencia. ¿Quién aguantaría más? ¿La armadura las llamas o el escudo la espada? Estaban por averiguarlo.
Concentró todo su poder en aquella barrera y en incrementar las llamas que lo rodeaban. Podía ver la imagen de Fedexiz frente a él, presionado su espada mientras las llamas lo envolvían. Era imposible que no sintiera dolor, pero el mestizo solo quería una cosa y para ello debía de resistir.
Ambos daban lo mejor de sí. Desde fuera, podía sentirse el poder como una fuerza nueva, una opresión en el ambiente, pesada y peligrosa. El viento se sacudía entre ellos y el resonar del escudo y la espada cruzaba el aire como el sonar de una erupción.
Minos por más que lo intentaba, vio en aquel hombre una determinación sin igual, una fuerza de voluntad incapaz de ser doblegada. Allí mismo supo que perdería, pudo sentir su habilidad única diluyéndose mientras esa espada se incrustaba cada vez más en su escudo debilitado.
Aun así se esforzó al máximo y todo a su alrededor rugió de poder, Fedexiz, por su parte, estaba ciego. Sentía arder su armadura, pero confiaba en ella. Su rostro le dolía horrores y por más poderoso que fuese, el fuego quemaba su piel. Por ello aplicó lo último de su vieja fuerza en su fiel espada y, luego de una presión sin igual, vio el rostro de Minos. Unos ojos que brillaban, un poder Impresionante, un potencial sin igual, sin embargo, no eran los ojos que él deseaba ver, no era el poder que alguna vez había presenciado. Un segundo después, la espada quebró en esquilas el escudo de Minos y una explosión intensa estalló en aire.
Toda la bruma se intensificó. Solo humo y polvo, nada más, toda aquella opresión de poder se había disipado.
Sirdul, alejado de toda aquella acción, vaciló en aproximarse. Después vio una turbación en el humo y el cuerpo esbelto de Fedexiz emergió de la polvareda.
Por un momento, Fedexiz, sin poder ver nada más que la bruma. Se enfrascó en al frente, intentando buscar el cuerpo de Minos. En aquel momento un pesar cayó sobre él, pues supo que se había sobrepasado. Él no sabía que, al romper el escudo, una explosión en cadena se desataría, ¿cómo iba a saberlo? Esas explosiones no eran demasiado poderosas, pero para un simple joven sin un cuerpo como el de los mestizos, era de por sí, letal.
Supo que se había pasado de la raya y un arrepentimiento doloroso lo invadió, solo una sola vez había sentido algo igual. Sí, cuando Helena estaba frente a él, rodeada de un vasto terreno destruido y muerto. Había matado aquel joven, había sido un error, pero no era diferente a toda su vida, un error que era incapaz de subsanar, sin importar cuanto se esforzara.
Mientras se lamentaba, dos brillos se abrieron paso entre la bruma. Eran dos puntos rojos que ardían por sí solos, como un incendio en el bosque.
—Esto… —dijo una voz proveniente de aquellos ojos—. Esto aún no termina… —dijo Minos todavía con vida.
Fedexiz, aliviado, sonrió e intentó alejar aquella culpa y, sin lograrlo del todo, se preparó para continuar con el combate. Sin embargo, No era el mismo Minos, no, era otro, uno muy diferente.
En un instante, toda la bruma se dispersó, a causa de una onda expansiva originada desde el mismísimo joven. Cuando ambos rivales quedaron frente a frente una vez más, sin escudo de por medio, el mestizo vio algo, algo que estaba esperando ver hacía tiempo.
Minos, con su uniforme calcinado de la cintura para arriba y mostrando una piel colorada, permanecía de pie, con sus ojos bien abiertos. Unos ojos que eran del color de la sangre.
En aquel momento alzó su brazo, el brazo que el mismo había cauterizado hace unos días. Las cicatrices, como manchas con forma de estrellas que le recorrían todo el brazo, se volvieron rojas, del mismo color que sus ojos. De su palma surgió una pequeña esfera, diminuta y brillante, una perla de lava. «¿Qué es este ardor?», se preguntó ensimismado. «No duele, no. El fuego es…», sus ideas iban deprisa. El poder que contenía en su palma sofocaba el ambiente. «El fuego es… El fuego soy yo», pensaba y la diminuta esfera creció en descontrol. «¡Arderán! ¡Todos los harán!».
Fedexiz intentó moverse, pero no pudo, su cuerpo no le respondía. La armadura se encontraba por completo disfuncional y sus músculos, por de más extenuados. Lo único que seguía respondiendo a sus órdenes, era su fiel espada, que alzó en forma de escudo, como su última esperanza.
Antes de que todo terminase, pudo ver al joven Ojos de Sangre, con sus prendas chamuscadas, su brazo brillando al son de sus ojos y aquella esfera que tremolaba de poder.
—¡Helena! —dijo Fedexiz emocionado—. Me alegró de poder verte una última vez…
Y Minos expulsó aquel poder de su palma. Antes de impactar en Fedexiz, todo el campo de batalla se tornó rojo, como si aquella esfera absorbiera la luz presente, dejando solamente una estela rojiza que comenzó a incendiar todo en cuanto podía arder. Posteriormente, alcanzó al viejo hombre, arrastrándolo por el aire durante algunos segundos, para luego estallar como si la tierra se partiera en dos.
Primero fue el ensordecedor caos, enmudeciendo todos lo demás sonidos. Segundo fue la luz, una luz blanca que se expandió como una cúpula enorme, abarcando gran parte del campo de batalla. Luego el estallido, explotando en un caos de llamaradas rojas y rebosantes de poder, erradicando todo lo que estuviese comprendido dentro de aquel perímetro. Todo el campo se volvió un infierno. La onda expansiva derribó a los espectadores, otros tantos recibieron quemaduras y un malestar general dominaba por culpa del calor inconmensurable que invadía la ciudad.
Tras prevalecer durante unos segundos, poco a poco la cúpula se desvaneció y, cuando todo terminó, Minos, de pie y todavía con el brazo estirado, cerró sus ojos y cayó inconsciente. Sirdul corrió hacia el centro del caos, no había más que un suelo negro y marchito. En aquel terreno destartalado yacía Fedexiz, con la armadura rota y fundida. Permanecía en el suelo, todavía con su fiel espada en su palma, recia a abandonarlo. Se acercó a él.
—¿Fedexiz? —formuló Sirdul apenas mayor a un susurro—. ¡Fedexiz! —gritó mientras se arrodillaba e intentaba despertar al viejo mariscal—. ¡Despierta, despierta!
El rostro del hombre estaba por demás quemado, no había una sola parte de su rostro que no estuviera enrojecida. Mientras Sirdul se esforzaba por despertar al mariscal, Gia y Elijah se dirigieron hacia Minos.
Este se despertó rápido, pero solo para volver a desmayarse. Ya no tenía energía, por algún motivo, antes de recibir toda aquella explosiones que de seguro lo hubiesen matado, aquellos ojos de sangre volvieron a él, brindándole un poder que jamás había pensado poseer.
Sirdul apoyó su cabeza en el pecho de la armadura todavía caliente, y oyó. Un lento y rítmico sonido se dejó oír a través de aquel metal devastado. El alivio inundó su cuerpo, pero todavía el mestizo no despertaba.
—¡Vamos, Fedexiz! ¡Despierta! ¡Tú querías esto, ahora no puedes escaparte! —El aire se le escapaba, ahora, después de todo el tiempo que habían pasado juntos y las charlas que habían cruzado, quería enseñarle una cosa, solo una cosa, pero para ello tenía que despertar—. ¡Mira! Esta es mi espada y jamás la perderé. Solo quiero que la mires una sola vez. Una sola… —La voz se le quebró.
—Y lo hago, joven —le respondió el mariscal con dificultad, en un tono lento y tosco.
Sirdul lo observó. Allí, en el suelo, con unos ojos celestes que contrastaba claramente con el rojo de su rostro calcinado. Una pequeña sonrisa se dejaba entrever de sus facciones.
—Me alegró, Sirdul. —La tos lo obligó a detenerse—. Por favor, no olvides que ahora en más esa espada eres tú, jamás has de perderla. —Le ordenó Fedexiz y volvió a sumirse en un preocupante sueño.
—Gracias —susurró Sirdul mientras un centenar de soldados aparecían a su alrededor y se ocupaban de la salud de su mentor.
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