CAPÍTULO 40
No hablamos durante varios segundos. De hecho, ni siquiera me volteé para mirarlo porque cuando la bruma desapareció de mi cabeza y me invadió la culpa postcoital, deseé darme una bofetada por haber cedido tan fácil y rápido.
—¿A dónde crees que vas, Abigail? —preguntó Andrea en el momento que intenté salir de la cama con la intención de vestirme.
Mi corazón se aceleró cuando me tomó de la cintura y se pegó a mi espalda, depositando un beso en el hueco de mi cuello.
¡Cazzo, no!
No quería sentirme cómo me sentí en ese instante, odiaba mi corazón desbocado y la respiración errática, pero más odié las mariposas en mi estómago, revoloteando como locas hasta provocarme náuseas.
—A donde sea, pero lejos de ti —reviré y él me cogió más fuerte de la cintura en cuanto intenté apartarme de nuevo.
Bien, no me lo pondría fácil.
—Admito que me encanta cómo me das lucha, mon amour, pero estás llegando a un nivel que no voy a tolerar —señaló y bufé una risa—. Además, todavía no llegamos al aftercare.
—Y no vamos a llegar —avisé, zafándome de su agarre.
Pude haberme rendido para follar, pero no para el aftercare. De ninguna manera cedería ante eso. No lo quería y en mi estado, no me convenía.
—Abigail —advirtió al ver que conseguí zafarme de su agarre y me puse de pie, enderezando los hombros, aunque con las piernas aún temblorosas por todo lo que acababa de suceder. Me negaba a darle la satisfacción de verme vulnerable. No después de lo que acababa de hacerme y todo lo que todavía no podía aceptar ni para mí misma.
—Espero haberlo satisfecho, Señor. Ahora, me retiro —solté con tono afilado, recogiendo mi vestido del suelo.
Su risa baja y seca me congeló en mi lugar. Lo escuché ponerse de pie detrás de mí, cada uno de sus movimientos metódicos y calculados mientras se acomodaba el pantalón que todavía llevaba puesto.
—¿Ahora le temes a un momento entre nosotros que antes disfrutaste más que follar? —inquirió.
Y sí, me tensé ante su señalamiento, puesto que, aunque no desconocía que él siempre supo que me encantaba el aftercare entre nosotros, temía que supiera la verdadera razón que me llevó a preferirlo. Aun así me giré hacia él con una sonrisa pérfida en los labios.
—No le temo, simplemente no lo necesito —reviré, poniéndome de nuevo el vestido.
—¿Por qué me mientes, mon amour?
—¡Deja de llamarme así! —exigí, alzando la voz. Sus ojos se estrecharon, y dio un paso hacia mí. Instintivamente quise retroceder, pero no lo hice. Mi orgullo me lo impidió—. ¡No! —chillé sin embargo, en el momento que intentó cogerme del rostro.
Andrea se detuvo y frunció el ceño. El aire en la mazmorra pareció cargarse más, volviéndose pesado con las palabras no dichas y el calor que todavía palpitaba en mi cuerpo. Sentí cómo la tela de mi vestido se pegaba a mi piel húmeda mientras trataba de recuperar algo de compostura. Pero su mirada seguía fija en mí, implacable, como si pudiera ver a través de cada una de las defensas que intentaba levantar.
—¿Acaso intentas pretender que lo que hicimos no pasó? —preguntó con la voz cargada de desafío—. ¿Crees que puedes hacerme venir aquí, provocarme como lo hiciste, y luego hacer como si no nos hubiéramos incendiado mientras nos follábamos?
Lo miré con altivez, viendo cómo se metía las manos en los bolsillos delanteros del pantalón. El movimiento tensó sus pectorales, lo que me llevó a notar que entre los nuevos tatuajes que se hizo, había un loto color rosa, cerca del corazón. Tragué con dificultad al darme cuenta de que era idéntico al mío.
¿Pero qué demonios?
Él notó lo que llamó mi atención y me miró con una mezcla de desafío, instándome, sin palabras, que me atreviera a preguntar por ello.
No lo hice. Ni lo haría.
—No necesito pretender nada, Andrea —dije en cambio—. Viniste aquí por tu propio pie, no te obligué. Viniste a Reverie, donde sabes que yo también soy socia, en lugar de quedarte en el pasado. Donde perteneces.
Alzó una ceja justo al escuchar lo último que dije y noté que lo sorprendió.
—¿Donde pertenezco? —indagó, su voz fue baja, pero mucho más peligrosa—. ¿Eso crees? ¿Que todo esto, lo que pasó entre nosotros, lo que sigue pasando, es tan fácil de enterrar?
—No es fácil, pero es necesario —repliqué, cruzándome de brazos—. A diferencia de ti, yo estaba avanzando. Y tú regresaste para arruinar todo lo que había construido.
Mi declaración detuvo lo que sea que iba a decirme por un momento, aunque no dejó de mirarme. Podía sentir cómo me analizaba, casi como si estuviera buscando algo más de mi fachada. Luego soltó una risa seca que alteró mis nervios.
—¿Avanzando? —repitió, casi burlándose—. Es interesante que lo veas así, Abigail, porque todo lo que vi esta noche con Viviana me dijo lo contrario. —Alcé la barbilla, preparándome para lo que soltaría, que podía intuir que no me haría ninguna gracia—. Lo que vi fue a una mujer tratando de convencerse de que no le importa mi presencia. Y fallando miserablemente.
—¡Eres un maldito arrogante! —le grité, sintiendo cómo el calor subía por mi cuello hasta mis mejillas—. No sabes nada de mí ni de lo que hice para llegar hasta aquí. Y no te atrevas a pensar que tienes algún derecho a juzgarme.
—¡Putain! —maldijo. Dio otro paso hacia mí, y esta vez no pude evitar retroceder. Pero él no se detuvo. Seguía acercándose, cada paso firme y controlado, hasta que mi espalda chocó con la pared fría—. No estoy aquí para juzgarte, Abigail. Estoy aquí porque no podía seguir lejos de ti —gruñó, perdiendo un poco de su control.
Su confesión me golpeó como un puñetazo, pero no me permití flaquear. Levanté la barbilla, mirándolo directamente a los ojos.
—Eso no es mi problema —repliqué con frialdad—. Yo no te pedí que volvieras.
Su mandíbula se tensó, y por un momento pensé que iba a gritarme. Pero cuando habló, su voz fue baja, cargada de una intensidad que me heló la sangre.
—Tienes razón. No me lo pediste. —Sonrió con ironía—. Pero aun así estoy aquí. Y no voy a disculparme por querer lo que es mío.
Bufé y reí con sorna, pero lo hice solo porque creí que de esa manera mi corazón regresaría a su lugar luego de que me subiera a la garganta.
Porca troia.
Era más fácil enfrentarme a su versión dominante que a la posesiva.
—No soy tuya —refuté con firmeza, aunque el temblor en mi voz traicionaba mis palabras.
Andrea inclinó la cabeza, como si estuviera evaluando mi respuesta. Luego, con una calma que era más aterradora que cualquier grito, murmuró:
—Eres más mía de lo que te atreves a admitir.
Mi respiración se aceleró, y sentí cómo las lágrimas comenzaban a arder en mis ojos. No porque estuviera herida, sino porque odiaba lo mucho que él tenía razón. Siempre la tenía.
Madonna.
Sí, yo era mía, pero él me hacía sentir suya.
—¡No te atrevas a pensar que puedes volver y simplemente tomar lo que dejaste! —le grité, empujándolo en el pecho. Pero no se movió ni un milímetro.
No quería que se diera cuenta que acertó. No necesitaba a otro hombre en mi vida haciéndome sentir una mierda por sentir lo que no debía.
—¿Tomarlo? —respondió con una risa seca—. Si nunca te dejé. Te observé todo este tiempo. Te vi crecer, vi cómo intentabas encontrar algo que llenara el vacío que dejé. ¿Y sabes qué? No lo lograste. Porque nadie más puede ocupar ese lugar. Nadie más entiende lo que tú y yo tenemos.
Su confesión me dejó sin palabras, pero no estaba dispuesta a ceder. No después de todo lo que había sufrido por él. Porque sí, maldición, sufrí mucho por ese jodido francés y no me lo negaría más.
Al menos no a mí.
—¿Y qué? ¿Volviste porque te sentiste solo? ¿Porque ahora te arrepientes? —espeté con sarcasmo, mi voz temblando de rabia contenida.
Andrea negó con la cabeza, su expresión endureciéndose.
—No volví porque me arrepienta, mon amour. Volví porque estoy cansado de fingir que no te necesito.
Escucharlo fue como recibir un golpe final, uno que no soportaba, para el que nunca me preparé porque creí que jamás lo volvería a ver, que todo había sido fácil y desechable para él. Mi pecho subía y bajaba rápidamente, y sentí cómo mis defensas comenzaban a desmoronarse.
Pero no podía dejar que él lo viera. No podía dejar que Andrea supiera cuánto me había afectado.
—Aurora —dije, mi voz apenas un susurro, pero lo suficientemente clara para que él la escuchara.
Andrea se congeló, sus ojos fijos en los míos. Podía ver la sorpresa en su rostro porque yo usara una palabra de seguridad que jamás utilicé ni en nuestras sesiones más duras, seguido por algo que no esperaba: miedo.
—Abigail... —comenzó, pero lo interrumpí.
—Aurora —repetí con más fuerza, mi voz quebrándose al final, dejándole claro que ese encuentro me estaba afectando demasiado.
Él dio un paso atrás, levantando las manos en señal de rendición. Su mirada seguía fija en mí, pero ya no había desafío en sus ojos. Solo algo más profundo, algo que no podía permitir que floreciera.
Me giré hacia la puerta, pero antes de que pudiera abrirla, su voz me detuvo.
—Abigail. —Cerré los ojos con fuerza, odiando el anhelo que su voz me provocaba—. Si no quieres escucharme ni verme en este momento, lo respeto. Pero esto no significa que me alejaré de tu vida de nuevo, ya que como te prometí antes de venir a la mazmorra, desde el momento en que te volviera a follar, no dejaría de hacerlo más.
—Esa no es solo tu decisión —discutí sin mirarlo.
—Por supuesto que no —concedió—. A lo que quiero llegar es a que no te dejaré de nuevo. Regresé a tu vida para no irme más y si no quieres que hablemos en este momento, al menos léeme. Dile a Michael que te entregue todas las cartas —sugirió, su tono firme pero bajo.
Me volví lentamente hacia él, mi confusión evidente.
—¿Qué cartas? —pregunté, frunciendo el ceño.
Él suspiró, pasándose una mano por el cabello.
—Las cartas que te envié durante todo este tiempo. Le pedí que no te las entregara porque quería que crecieras sin mi sombra. Pero creo que es hora de que las leas.
Mi corazón se detuvo por un momento, y luego comenzó a latir con fuerza.
—¿Por qué ahora? —pregunté, mi voz más baja, más contenida.
Andrea me miró con una intensidad que me robó el aliento.
—Porque mereces saber lo que siempre ha estado en mi mente. Y porque quiero que decidas qué hacer con eso. Cuando lo hagas, búscame en mi apartamento, mon amour. Te estaré esperando.
No respondí. Solo salí de la mazmorra, con sus palabras todavía resonando en mi mente. Alejándome de él, pero no de todo lo que sentía.
Porque Andrea Moreau era un hombre del que nunca podría escapar.
____****____
Michael había preguntado qué me sucedía, si estaba bien, en cuanto me reuní con él y le pedí que me llevara a la residencia. Me limité a decirle que me sentía cansada y tras eso me sumí en un silencio que respetó.
En el trayecto al campus no paré de mover una pierna y morderme la uña del dedo pulgar, llena de ansiedad y frustración, de curiosidad y mucho enojo conmigo misma al darme cuenta de que por mucho que cambié en varios sentidos, no lo hice en la manera que tendía a entregarme a las relaciones, por muy superficiales y pasajeras que pretendía que fueran.
Hubo un momento en el que le escribí un mensaje de texto a Jacob para pedirle que habláramos, pero lo borré antes de enviarlo al ver la hora. Y no dudaba que él iría en mi auxilio, pero no podía ser egoísta con mi amigo y su descanso.
—¿Estuviste con él? ¿Por eso estás así? —preguntó Michael con cautela, aunque también noté el enojo que contenía, en el momento que aparcó en un estacionamiento frente a mi residencia.
Me mordí el labio y lo miré por el retrovisor, puesto que todavía no nos habíamos bajado del coche.
—No entiendo por qué los hombres que llegan a mi vida se van y luego regresan cuando quiero avanzar o intento hacerlo —repliqué entre dientes—. A lo mejor me mandé una cagada peor en una de mis vidas pasadas, por eso lo sigo pagando en esta.
Michael no respondió de inmediato, pero su mirada a través del espejo era intensa, cargada de algo que no podía descifrar del todo. Su mandíbula estaba apretada, como si estuviera conteniendo las palabras que realmente quería decir.
—¿Sabes qué creo? —dijo finalmente, con un tono más bajo, pero no menos firme—. Que sigues dejando que esos hombres te definan. Dasher, Andrea... quien sea. Siempre que vuelven, te tambaleas. ¿No crees que ya es hora de que decidas quién eres sin ellos?
Su comentario me golpeó más fuerte de lo que esperaba. Quise responder, defenderme, pero las palabras no llegaron. Porque en el fondo, sabía que había algo de verdad en lo que dijo. Giré la cabeza hacia la ventana, buscando refugio en la vista de mi edificio, aunque lo único que encontré fue mi propio reflejo en el cristal. Mis ojos estaban oscuros, mis labios tensos, y me di cuenta de que estaba mordisqueándome el borde del labio, como hacía siempre que quería evitar enfrentarme a algo.
—No te preocupes, Michael —respondí finalmente, mi voz casi un susurro—. Estoy aprendiendo. Solo me toma más tiempo del que debería.
Abrí la puerta del coche antes de que pudiera decir algo más. El aire fresco de la noche me golpeó, aliviando la sensación de claustrofobia que había empezado a formarse en el interior del vehículo. Me giré para mirarlo una última vez antes de cerrar la puerta.
—Gracias por traerme. Buenas noches.
No esperé su respuesta. Subí las escaleras hasta la entrada del edificio con pasos firmes, pero al cruzar el umbral, mi pecho se sintió más pesado. No era culpa de Michael ni de lo que había dicho. Era lo que esas palabras habían despertado en mí. Porque, por mucho que hubiera avanzado, por mucho que hubiera aprendido a ser fuerte y libre, la verdad era que Andrea siempre encontraba una manera de sacudir lo que creía seguro.
No se trataba de estar atrapada; se trataba de enfrentar lo que todavía sentía por él, algo que no sabía si estaba preparada para aceptar.
—Porca troia —bufé cuando entré a mi apartamento, desvistiéndome en el proceso y yéndome directamente al cuarto de baño para tomar una ducha.
Todavía llevaba impregnado su aroma en mi piel y los recuerdos que llegaban a mi cabeza al olerlo incluían también sus palabras y con ellas llegaban las de Michael, así que me urgía quitármelo de encima; necesitaba oler a mí para volver a tener claro que era mía, solo mía.
Aunque no me sirvió de mucho, ya que cuando terminé de ducharme y me hallaba en la habitación, sentía el aire sofocante, aunque las ventanas estaban abiertas. La luna proyectaba su luz fría sobre mi cama, pero yo apenas podía sentirla. Era como si mi mente estuviera atrapada en una tormenta, y la calma que tanto había trabajado por construir durante los últimos meses se desmoronara pieza por pieza.
«Andrea había regresado».
No era la primera vez que lo repetía en mi cabeza esa noche, y probablemente tampoco sería la última. Me había jurado que no volvería a irse, que esta vez estaba aquí para quedarse. Pero en lugar de sentir consuelo o alegría por sus palabras, todo lo que sentía era rabia. Y no una rabia cualquiera, sino una que me quemaba por dentro, haciéndome cuestionar todo lo que pasó entre nosotros.
¿Por qué ahora? ¿Por qué no me dejó tranquila si ya había aprendido a seguir adelante? Dio, cazzo, incluso llegué a agradecerle mentalmente por lo que hizo. Por darme el espacio para crecer, para ser más fuerte.
Había aceptado, aunque me doliera, que él tenía razón al alejarse. Entonces, de nuevo, ¿por qué regresar ahora? ¿Por qué sacudir todo lo que conseguí estabilizar luego de que él le pusiera fin a nuestra relación?
Porque lo fue, tuvimos una relación de Dominante y sumisa en ciernes que me llevó a experimentar cosas que nunca imaginé vivir, aunque las anhelé por mucho tiempo. Entonces Andrea le puso punto final a lo nuestro debido a que yo no podía controlar mis emociones.
—Maledizione.
Me llevé una mano a la garganta, intentando calmar el nudo que se apretaba ahí, dándome cuenta de que no era solo el regreso del francés lo que me atormentaba. Era lo que representaba. Andrea no era Dasher. No era Michael. No era ninguno de los hombres que, de una forma u otra, habían contribuido a que mi corazón aprendiera a construirse murallas cada vez más altas.
Dasher había sido mi primer amor, un amor que no podía ni debía ser. Él me rechazó, y aunque lo entendí con el tiempo, eso no borraba las marcas que dejó en mí, lo comprobé en la boda de Aiden. Mi primo me ilusionó más veces de las que podía contar, algunas sin que lo pretendiera o hiciera a propósito, solo para luego recordarme lo imposible que éramos. Cada mirada suya, cada gesto, habían sido cuchillas afiladas disfrazadas de esperanza.
Con Michael fue diferente. No hubo amor, únicamente admiración y atracción de mi parte. Una chispa que nunca tuvo la oportunidad de convertirse en fuego. Pero, de alguna manera, la frialdad calculada con la que siempre me trató también dejó una huella. Aprendí a no esperar nada de él, a no esperar nada de nadie.
Y luego llegó Andrea.
Andrea, con su control perfecto y su voz que podía hacerme temblar con una sola palabra. Andrea, quien trazó límites desde el principio, pero que poco a poco fui cruzándolos sin siquiera darme cuenta. Fue el único que no me prometió nada y, sin embargo, fue quien más me dio. Fue quien me enseñó a volar, únicamente para luego soltarme.
El problema no era que volviera. El problema era lo que despertaba en mí. No era justo que Andrea tuviera tanto poder sobre mi vida, incluso después de haberme enseñado a ser libre.
—No, no es justo que puedas regresar y pretender que las cosas vuelvan a ser como antes, cuando yo he trabajado tan duro para seguir adelante sin ti —mascullé y me senté en la cama, abrazándome las rodillas, y cerrando los ojos.
Podía ver su rostro claramente, la intensidad en sus ojos azules cuando me dijo que le pidiera las cartas a Michael. Me negué en ese instante porque pudo enviármelas directamente a mí y no lo hizo; y todavía me negaba, pues sabía lo que significaban. Esas cartas eran su manera de mantenerse cerca mientras se alejaba, y si las leía en ese momento, sería como permitirle volver a entrar completamente en mi vida.
Pero ya estaba dentro, ¿no?
Un gemido frustrado escapó de mis labios mientras hundía la cabeza entre las manos. Lo odiaba por regresar, por sacudirme así. Pero, sobre todo, me odiaba a mí misma por no poder ignorarlo. Porque, por mucho que intentara convencerme de lo contrario, siempre había estado ahí, en mi mente. En cada decisión, en cada paso que di desde que se fue.
No era solo rabia lo que sentía. Era miedo. Miedo de que, como Dasher, él también terminara siendo alguien que me hiciera sentir que no era suficiente. Miedo de que todo lo que había logrado construir se desmoronara con su presencia. Miedo de que, esa vez, fuera yo quien no pudiera mantenerse fuerte.
Me levanté de la cama, incapaz de soportar el peso de mis pensamientos. Caminé hacia la ventana dejando que el aire frío me golpeara el rostro. Mi reflejo en el cristal era un recordatorio cruel de lo mucho que había cambiado, de lo fuerte que me volví. Y sin embargo, en ese momento, me sentía como la misma niña que alguna vez lloró por Dasher en la soledad de mi cuarto.
Andrea decía que no estaba dispuesto a volver a irse. Pero ¿qué significaba eso realmente? ¿Que esa vez sí estaba listo para quedarse? ¿O que simplemente no podía soportar la idea de que yo hubiera aprendido a vivir sin él?
Ambas ideas eran aterradoras. Pero sabía cuál de las dos me dolería más.
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Los días siguientes fueron un ejercicio constante de evasión. Clases por la mañana, donde me sumergía en libros y debates como si mi vida dependiera de ello. Salidas por la tarde con Larissa, con quien reía más de lo necesario para evitar que hiciera preguntas. Y, por las noches, caminatas interminables con Jacob, quien después de hablarle sobre lo que sucedió con Andrea en el club, no se conformaba con mis respuestas evasivas.
Siempre sabía cómo acorralarme.
—Patito —me dijo una noche mientras caminábamos por el parque cercano a mi residencia, con las luces de las farolas iluminando apenas el sendero—, ¿por qué te empeñas en evadirlo?
—No lo estoy evadiendo —mentí, pateando una piedra.
—¿No? —Su tono sarcástico me irritó—. Entonces, ¿por qué no le pides a Michael esas cartas?
Me detuve en seco, cruzando los brazos como si eso pudiera protegerme de lo que estaba por venir.
—Porque no quiero. ¿Te basta?
Jacob suspiró, esa mezcla de paciencia y severidad que siempre usaba conmigo cuando intentaba evitar la verdad.
—No puedes pasarte la vida escapando de lo que sientes, Abby. No te estoy diciendo que corras a buscarlo, pero al menos enfréntalo. Sé honesta contigo misma.
No respondí. No porque no tuviera palabras, sino porque las suyas me golpearon con más fuerza de la que estaba preparada para manejar.
Esa conversación quedó grabada en mi mente, rondándome mientras intentaba seguir adelante. Sabía que tenía razón, pero no estaba lista para admitirlo. En lugar de eso, busqué otras distracciones y hasta lo induje a que exploráramos nuevos juegos de realidad virtual que tenía COVAN INC. Y terminamos haciéndonos adeptos a uno en especial, donde aprendíamos a manejar drones de reconocimiento y vigilancia, e incluso unos de ataque.
Y cuando no hacía eso, buscaba a Michael, quien parecía más impasible que nunca, para entrenar hasta que me drenaba la última gota de energía y terminaba tirada en mi cama, durmiendo sin siquiera quitarme los zapatos en algunas ocasiones.
No volví a Reverie en esos días, tampoco me vi con Viviana, aunque sí nos escribimos en un par de ocasiones luego de que ella me llamara para pedirme disculpas por haberse ido de la mazmorra la otra noche.
—Concentración, Abby —gruñó Michael, sosteniendo el saco mientras yo lanzaba un golpe débil que ni siquiera lo movió.
Tenía los guantes de kickboxing puestos y estos se sentían como un peso muerto en mis manos, y mis movimientos eran torpes, descoordinados, esa tarde.
—Estoy concentrada —repliqué, aunque ambos sabíamos que era mentira.
El cansancio mental parecía estarme ganando la batalla a pesar de que cumplía con mis horas de sueño luego de los entrenamientos.
—No. No lo estás —refutó tajante, soltando el saco y cruzando los brazos—. Para.
—No —jadeé.
—Que pares, Abigail —exigió.
Me detuve, limpiándome el sudor de la frente, mientras sentía cómo la frustración subía por mi pecho.
—Estoy bien. Déjame seguir.
—No lo estás —repitió, con ese tono frío y autoritario que siempre usaba cuando algo no le gustaba—. Y no voy a dejar que te sigas arruinando por estar distraída.
Bufé, levantando los guantes con más fuerza.
—Michael, solo entrena conmigo y cállate —demandé, dejando salir mi frustración y desquitándome con él.
Él no se movió. Su mirada era como una pared, infranqueable.
—Estoy harto de verte así, Abigail. Si quieres lastimarte, hazlo sola, pero no aquí. No bajo mi vigilancia.
Sus palabras me hicieron apretar los dientes.
—No entiendo por qué te importa tanto cómo estoy. ¿No dijiste que solo soy una misión para ti? Porque te encanta repetírmelo siempre que tienes oportunidad, así que ahora ponlo en práctica y mírame por lo que soy en tu vida.
Dannazione. Él no tenía por qué pagar lo que no rompió, pero llegados a ese momento no me soportaba ni yo misma y lo que más quería era olvidar, por lo que odiaba que me estuviera llevando a ese punto en donde me haría pensar en lo que me estaba haciendo mierda.
Michael no se inmutó. Dio un paso hacia mí, y su presencia se volvió aún más imponente.
—Porque mis misiones son muy importantes es que me estoy metiendo en tu vida —zanjó y reí sin gracia—. Y tú, Abigail, estás convirtiéndote en tu peor enemiga y por ningún motivo dejaré que eso siga pasando. No bajo mi cuidado, no fracasaré por tu culpa —aseguró y quise agarrarlo en ese momento como mi saco de boxeo, pero me contuve—. ¿Qué te pasa?
Desvié la mirada, enfocándome en cualquier cosa menos en sus ojos.
—Nada.
Michael soltó una risa seca, cargada de ironía.
—¿Nada? ¿De verdad crees que voy a tragármelo? —preguntó con dureza—. ¿Por qué demonios no me pides las jodidas cartas en lugar de hacerte mierda tú sola?
—¡Porque no quiero! —reviré.
—Sí quieres, pero eres demasiado orgullosa y prefieres hacerte tus propias historias en la cabeza en lugar de obtener la otra versión —contratacó y sentí mi respiración acelerada.
—¡Cazzo! No supongas por mí —demandé y lancé un golpe al saco, sintiendo una punzada en mi muñeca porque en mi enojo no cuidé el movimiento, pero lo ignoré para que Michael no notara lo que me pasó por estúpida.
—¿Suponer? No, Abigail, no supongo nada. Simplemente yo sí puedo admitir lo que tú no puedes decir en voz alta.
El aire pareció desaparecer de mis pulmones. Sentí un nudo formarse en mi garganta, y mi pecho comenzó a arder
—¡No te metas en lo que no te importa! —espeté, quitándome los guantes y dejándolos caer al suelo—. Además, me sorprende que estés abogando por un tipo al cual siempre has querido matar —satiricé, intentando con eso desviar el tema—. ¿O qué? No me digas que te has decantado por él.
Su reacción fue volver a reír, sin gracia.
—Oh, quiero matarlo, de eso no tengas duda. Pero eso no cambia el hecho de que justo en este momento, la única culpable de que estés en este estado tan deplorable, seas tú misma.
—¡Vaffanculo! —«¡Vete a la mierda!» Gruñí y él se limitó a mirarme y analizarme de esa manera y, de pronto, sonrió de lado.
—¡Joder, Abigail! —soltó y su reacción me dejó confundida, pues no supe reconocer qué le sucedía, ya que lo vi entre decepcionado, conforme, molesto y a la vez frustrado. Y no pude seguir analizándolo ya que de pronto disparó: —Estás enamorada de Andrea.
Sus palabras fueron como un golpe directo en el inicio de mi estómago y me dejaron sin poder respirar. Mi corazón acelerado pareció subir a mi garganta y la mente me quedó en blanco. Lo único que conseguí hacer fue dar un paso hacia atrás, queriendo huir de ese gimnasio, pero sin poder hacerlo porque mis piernas no estaban conectadas a mi voluntad.
—¡No digas tonterías! —le exigí y no sé en qué momento me fui sobre él para empujarlo.
Michael no retrocedió. Al contrario, dio otro paso hacia mí, sus ojos clavados en los míos.
—No son tonterías. —Me cogió de las muñecas cuando intenté empujarlo de nuevo y no pude ocultar la mueca de dolor que me provocó su agarre en mi muñeca lastimada, aunque él no se percató de que fue por eso—. Estás enamorada de él, y lo sabes. Por eso estás distraída, molesta contigo misma. Porque no puedes manejarlo.
Las palabras atravesaron cada una de mis defensas, desmoronándolas. Antes de darme cuenta, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas, consciente de que no tenía caso negarlo más.
—¡Sí, maldita sea! —grité, sintiendo cómo el enojo me consumía—. ¡Sí, estoy locamente enamorada de él! ¿Contento ahora?
Michael permaneció en silencio por un instante, su rostro inmutable, aunque algo en sus ojos parecía... dolido.
—¿Y sabes qué es lo peor? —continué, con la voz rota—. Que me siento una estúpida por ello. Porque sé que él no siente lo mismo, porque Andrea siempre me dejó claro que no buscaba amor y todo lo que quiere conmigo es dentro del rol Dominante-sumisa y yo... ¡Yo quiero más, Maledizione! Yo quiero ser amada de verdad, por primera vez, por él. ¡Cazzo!
Michael apretó los labios, como si las palabras que quería decirme estuvieran atrapadas en su garganta. Finalmente, hizo lo que menos esperé de su parte: tiró de mí y me pegó a su pecho para abrazarme.
Su gesto, aunque me reconfortó, no dejó de sentirse como una consolación y eso me hizo sentir más patética, por lo que me aparté y me limpié las lágrimas con brusquedad, negando con la cabeza.
—Porca troia —murmuré con la voz gangosa.
Había llegado a la conclusión de que me enamoré de Andrea desde que le pusimos fin a nuestra relación en Seine-Saint-Denis, pero hice todo para ignorar ese hecho porque creía que me ayudaría a que fuera menos cierto. Sin embargo, en los siguientes días, al sumirme en mi depresión y extrañarlo como una condenada, no hice más que confirmar que de nuevo, cometí el error de caer por un hombre que no me correspondía igual.
Y peor que antes, pues el francés sin amarme, sin estar enamorado de mí, me hizo sentir como la princesa de mi propio cuento. Por eso odié más que regresara, ya que su presencia solo fue un recordatorio de que lo que sentía por él no desapareció y mucho menos disminuyó en esos meses separados.
—Lo siento, no quería que tomaras mi acción como ofensa —dijo Michael y lo vi inclinarse para recoger los guantes del suelo y los colocó sobre el banco cercano.
—Lo he tomado como consolación y, aunque no es tu intención, me siento patética —admití y me miró sobre su hombro mientras buscaba algo en su bolsa de deporte.
—¿Puedes hacerme una promesa? —pidió de pronto, sacó un sobre blanco de la bolsa y me lo extendió.
—¿Qué es esto? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
—Una de las cartas de Andrea —dijo, su tono más suave pero aún firme—. La tomé al azar antes de venir aquí. Prométeme que la leerás. Tal vez te ayude a aclararte, o tal vez no. Pero lo que no puedes seguir haciendo es esto, Abigail. No puedes seguir destruyéndote sola.
Quizás haber admitido en voz alta lo que me pasaba, gracias a su presión, me liberó un poco, ya que en ese momento en lugar de negarme tomé la carta con dedos temblorosos, incapaz de sostener su mirada. Mis ojos se posaron en mi nombre, escrito con esa caligrafía inconfundible, y sentí cómo algo dentro de mí se rompía un poco más.
—No quiero darle poder sobre mí —murmuré, sin atreverme a levantar la mirada—. Sus cartas siempre han sido mi debilidad.
Michael asintió, como si lo hubiera esperado.
—No tienes que dárselo, eres muy capaz de impedirlo si así lo quieres —aseguró y me tomó de la barbilla con su dedo índice y pulgar para que lo mirara a los ojos—. Pero tampoco lo ignores, Patito orgulloso, enfrenta tus temores como la guerrera que eres —ordenó y sonreí, aunque estaba segura de que pareció más una mueca—. Voy a dejar las demás en tu habitación.
Acto seguido se dio la vuelta y se alejó hacia la puerta del gimnasio, dándome el espacio que sabía que necesitaba.
Me quedé allí, con la carta en las manos, sintiendo que cada palabra de Michael iba llena de verdad y sinceridad. Y sí, sabía que tenía razón, no podía seguir así. No era de valientes ignorar los miedos, y tampoco de guerreras temerles a las batallas.
Por lo que, con las manos temblorosas rompí el sobre y desdoblé la hoja, sentándome en el banco cuando comencé a leer:
Ma belle, esta será una carta llena de contradicciones e incongruencias, así que prepárate...
Siempre me he considerado un hombre capaz de controlarlo todo: mis deseos, mis emociones, incluso las situaciones más impredecibles. Pero al verte esta noche, en Reverie, con él... sentí algo que no había experimentado en mucho tiempo. Algo que creía bajo mi dominio, pero que, al parecer, nunca lo estuvo, no contigo al menos.
Posesión.
No te confundas, chérie. No hablo de esa emoción que tanto anhelan los Dominantes, ni del lazo que se forma entre Amo y sumisa. Hablo de algo más visceral... Al verte entregarte a otro descubrí que, por primera vez, no quería respetar las reglas. Quería ser yo quien estuviera en esa presentación contigo, quien tomara cada gemido, cada mirada, cada parte de ti. Pero no lo era.
No era yo porque me prometí que no interferiría en tu vuelo.
Te dejé libre porque sabía que lo necesitabas. Porque, por mucho que me doliera soltar esas cuerdas que nos ataban, era lo que debías tener. Espacio. Tiempo. Y la libertad para descubrir quién eres, lejos de mí. No fui egoísta, Abigail. O quizá sí, porque al final fui yo quien decidió. Pero lo hice porque tus alas siempre fueron demasiado hermosas como para ser encadenadas.
Y yo nunca podría ser uno más pretendiendo amarrarte, o permitiéndote que lo hicieras tú sin darte cuenta. Y aun así, esta noche me descubrí deseando ser la prisión en la que quisieras quedarte.
Te lo dije arriba, ma belle: sería incongruente esta vez.
Lo estoy siendo porque cuando te vi con Knox, pude ver cuánto disfrutabas, cuánto te llenaba la experiencia. Te movías con confianza, con esa gracia que siempre has tenido, pero ahora acompañada de algo nuevo: poder. Y aunque eso debería haberme llenado de orgullo, solo pude pensar en lo que estaba perdiendo.
Tu sonrisa.
Tu piel.
Tu voz jadeando mi nombre.
Lo quería todo de vuelta.
Y aquí está la contradicción que me atormenta. Yo, que siempre he disfrutado compartir, que celebro las libertades que las relaciones abiertas permiten, esta noche no pude hacerlo. No disfruté ver a otro tomar lo que alguna vez fue mío. No disfruté imaginar que el placer que compartías con él era algo que tal vez yo también podría volver a tener, si me acercaba. Deseé que esos gemidos, esa entrega, fueran por mí.
Porque no es lo mismo compartirte si eres mía, a no poder tenerte. A que te entregues a otro mientras yo me privo de ti.
¡Putain! Sí, dejarte ir significaba aceptar que hubiese otros. Otros que tocarían lo que fue solo para mí. Otros que se ganarían tus gemidos, tus caricias, incluso tu entrega. Porque me prometí que no me convertiría en alguien que intenta moldearte o cortarte las alas para mantenerte cerca.
Por eso no dejé que me vieras. Me quedé en la penumbra, observándote. Me llené de rabia, de deseo, de un tipo de frustración que no debería permitirme sentir, pero también de algo más: orgullo de ti... Porque ahí estabas, mon beau Cygne Noir, volando por tu cuenta.
Brillante.
Libre.
Hermosa.
Y sin embargo, déjame ser honesto: esos sentimientos no me liberan. La idea de que otra piel roce la tuya, que otra voz te ordene, que otra mano te lleve al límite... no me llena de la misma satisfacción que solía hacerlo. Y no es porque haya cambiado mi manera de ser, sino porque me descubrí queriendo algo más contigo. Queriéndote a ti, no a la idea de ti.
Quizá nunca debí haberte tocado, Abigail. Porque una vez que lo hice, supe que no había vuelta atrás. Lo confirmé cuando mi nombre, y no mi alter ego, escapó de tus labios la primera vez que follamos. Lo entendí cuando tus ojos me retaron a ser más, a darte más, a exigirme más. Y lo sé ahora, porque incluso en la distancia, sigues siendo mi tentación más peligrosa.
Pero, de nuevo, no seré yo quien corte tus alas, mon beau cygne. Si alguna vez decides volver, será porque tú lo eliges, no porque yo lo exija. Además, esta lección es una que yo también debía tener para entenderte y no solo aleccionarte como pretendí que fuera.
Hasta entonces, seguiré observando desde las sombras, como un cobarde que se consume con el deseo de ser lo que necesitas, pero que sabe que no puede serlo. No todavía.
Con devoción y rabia contenida,
Andrea.
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Digan: yo también. Si ustedes extrañaron al caballero de las cartas, tanto como yo lo hice. 🥲🥲🥲
Capítulo 2 de 3.
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