28. Esa Entrañable Sensación

"¡Liz! ¡Está Nahuel por Skype!" llamó Melody desde la planta alta.

Stu sonrió al escuchar los pasos de Elizabeth repiqueteando escaleras arriba.

Su corazón latió un poco más rápido, al mismo tiempo que experimentaba una inesperada sensación de alivio al ver la llamada entrante. ¿Casualidad? ¿O complicidad del chico para garantizarles un rato tranquilos?

Se tomó un instante para saborear el eco de ansiedad antes de atender, una mano en el mouse y la otra contra su boca, como si así fuera a borrar la sonrisa de alegría y anticipación que agitaba sus labios.

Su dedo se movió un centímetro y ese movimiento tan simple, tan nimio, borró miles de kilómetros y meses de silencio.

Ahí la tenía, frente a él, con una sonrisa insegura y los ojos brillantes. Un poco enrojecidos, confirmando lo que él sintiera un par de horas atrás. Pero brillantes y expresivos. Como siempre. Como si nada hubiera ocurrido. Como si hubieran hablado por última vez el día anterior. Como si se hubieran despedido en los mejores términos.

"Hola," dijo enseguida, y se sorprendió de la calidez de su propio acento, la inflexión afectuosa en aquella palabra tan breve. Y sin embargo, su voz sólo reflejaba un indicio de lo que sentía al estar viéndola otra vez.

"Hola," respondió ella, sonriendo con su voz, aunque su expresión la delataba contenida, midiendo... ¿qué?

"De modo que Ray te dijo."

Ella asintió, sus ojos moviéndose por su pantalla. No lo había llamado desde su teléfono sino desde su computadora, en el escritorio de su dormitorio. Lo observaba con curiosidad mal reprimida, como buscando cambios o indicios, ¿de qué?

"¿Te dijo también por qué?"

"¡Oh, sí, lamento tanto haberte preocupado! ¡Jamás creí que lo sentirías!"

Pero sí lo había sentido. Vio su sonrisa forzada y ocultó su sorpresa al darse cuenta de que ella estaba a punto de mentirle.

"Era Nahuel. No lograba encontrarlo, no sabía dónde diablos estaba, y tuve miedo de que le hubiera sucedido algo."

"Ya veo," asintió, intentando dejar en claro que sabía que estaba mintiendo. "¿Y está bien?"

"Sí, sí. No se dio cuenta de que su teléfono se había quedado sin batería."

Si hubiera sido algo así, el propio Ray le hubiera explicado de qué se trataba, en lugar de 'hacer de mensajero' entre ellos. Y ella no lo habría llamado, rompiendo casi seis meses de silencio.

"Me alegra saber que está bien. Estaba un poco preocupado, ¿sabes? Me pareció que estabas angustiada. Por eso llamé a Ray."

"Pues sí, estaba angustiada." C forzó una sonrisa fugaz y Stu supo que al menos en esto decía la verdad. "Gracias por molestarte, Stu, es tan amable de tu parte." ¿Amable? "Por fortuna todo está bien."

En ese momento un gato negro y delgado saltó sobre las piernas de ella, apoyó las patas en el teclado y se estiró para oler la pantalla.

Stu optó por cambiar de tema. No tenía sentido presionarla. Lo había llamado y eso ya era más que suficiente. "¿Y quién es ése?"

"Oh, es Jim," respondió ella apartando al gato de la pantalla, y su sonrisa ya no era tan tensa. "El nuevo integrante de la familia y todo lo tiránico y psicópata que un gato puede ser."

Stu rió por lo bajo con ella. Habría querido hacerle preguntas significativas y contarle cosas significativas, pero comprendía que no era el momento. Lo que importaba ahora era que estaban hablando de nuevo.

"¿Cómo está tu brazo?" preguntó ella enseguida. "¿Qué te sucedió?"

Le contó del revolcón y el golpe con el canto de la tabla, el músculo resentido. Le preguntó por la banda. C hizo un comentario superficial y le mencionó un libro que había leído y que creía que a él podía gustarle.

Los dos se esforzaron por evitar las pausas y cualquier espacio que diera lugar a algo más que una charla anecdótica. Hasta que él se tomó un momento para ir en busca de una cerveza. Entonces se percató de la tibieza que colmaba su pecho, la serena alegría que sentía. No provenía de ella sino de sí mismo.

Como si de pronto el verano hubiera abierto todas las ventanas para instalarse dentro de su casa. Todo parecía recuperar un matiz más vital a su alrededor. Los colores, el rumor del viento en los árboles, el olor de la cena que compartiera con sus hijas un rato antes.

Ése era el efecto que ella tenía en su vida, ni más ni menos. Esa dimensión extra de emoción y vitalidad y alegría. Lo que una vez lo sostuviera y lo ayudara a seguir adelante. Lo que una vez había disfrutado a manos llenas. Lo que una vez no le había importado perder. Lo que había buscado en vano en otras mujeres. Eso cuya ausencia hacía que el vago deseo que le provocaban se diluyera sin pena ni gloria.

Al regresar ante la laptop encontró a C acodada frente a la pantalla, los ojos hundidos en su mano, el gato en su regazo, mordisqueándole el cabello sin que ella se inmutara.

"Te ves cansada," dijo con suavidad, volviendo a sentarse.

Ella asintió con sonrisa fatigada. "Sí, ha sido un día agotador."

Stu iba a hablar cuando la expresión de sus ojos cambiantes lo contuvo. Esperó. Ella lo observaba con mirada de pronto brillante, manteniendo su apariencia tranquila sólo a causa de su agotamiento. Sostuvo su mirada en silencio.

"Es tan bueno volver a verte, Stu, y hablar contigo," la oyó murmurar, un soplo apenas comprensible dando voz a lo que él mismo sentía. C ahogó un suspiro. "Estos meses han sido tan largos."

"Ya lo creo que sí," asintió él con toda honestidad. "Me alegra tanto que llamaras, nena."

Se interrumpió al darse cuenta cómo la había llamado, pero ella volvió a sonreír al escucharlo.

"Yo..." vaciló C. "Me gustaría..." Meneó la cabeza, soltó una risita burlona desviando la vista por un instante. "Siempre la misma tonta." Respiró hondo. "¿Te molestaría que platicáramos como hoy de tanto en tanto?" preguntó con lentitud, escogiendo cada palabra con todo el cuidado del mundo. "¿Te molestaría volver a estar en contacto conmigo?"

Como tantas otras veces, Stu deseó poder meter las manos en la computadora y arrancar a C de su silla, traerla a su lado, abrazarla con fuerza. Pero sólo tenía su voz, su expresión, sus palabras para mostrarle lo que estaba sintiendo. Las herramientas que utilizara toda la vida en el escenario. Deseó de corazón que ahora fueran suficientes.

"Me encantaría, nena," respondió.

Ella asintió, desviando la vista otra vez por un instante. "Hay tanto que me gustaría contarte." Alzó las cejas. "Y tanto que me gustaría preguntarte."

"Yo también, no lo dudes. De hecho, tengo toda una lista de preguntas que quiero hacerte." Ella frunció el ceño y él fingió sorpresa. "Qué. ¿No puedo sentir curiosidad por saber qué has estado haciendo todo este tiempo, y dónde, y cómo, y con quién?"

"Y me dicen controladora a mí."

"Que te den."

Se concedieron un momento para reír, porque recuperar aquellas bromas recurrentes se sentía tan bien.

Stu adivinó que ella se disponía a despedirse.

"¿Qué te parece el jueves por la noche?" se le anticipó, porque aún conservaba el resabio amargo de su última despedida. "Quiero decir tu noche, mi tarde de jueves."

La expresión de ella se transformó por completo al escucharlo y él reconoció con nostalgia la sonrisa que le iluminaba la cara, como si estuviera a punto de echarse a reír de pura alegría.

"¡El jueves es perfecto!"

Necesitaba tan poco para hacerla feliz. Una sonrisa suya, una palabra, un gesto. Ella nunca había necesitado más de él, pensó con remordimiento repetido.

"Bien, el jueves, entonces," se apresuró a decir, para no delatar lo que sentía.

"Sí, el jueves."

Se demoraron mirándose.

Stu se negó a reprimir su impulso y alzó la mano para rozar la cámara.

"Que descanses, nena," dijo con ternura.

La mano de ella cubrió su pantalla y su voz le llenó el pecho de emoción cuando susurró, "Que descanses, Stu."

Esa noche durmió como hacía mucho que no dormía. Un sueño profundo y reparador que le restauró el cuerpo y el alma. Era la sensación reconfortante de que las cosas volvían a estar completas. Él volvía a estar completo. Nada de alboroto o euforia, porque era algo demasiado profundo para demostraciones exageradas.

De la nada, sin previo aviso, cuando se resignaba a no volver a saber de ella más que a través de sitios públicos en internet que él no visitaría, algo había sucedido al otro lado del mundo. Y ese corazón de corteza de piedra, siempre frágil por dentro, se había vuelto hacia él después de tanto tiempo de darle la espalda. Un grito silencioso y desesperado, una angustia repentina y para él todavía incomprensible. Lo había buscado a tientas, enceguecida de dolor y ansiedad. Y cuando él fue capaz de recuperar el aliento y comprender lo que estaba ocurriendo, la urgencia lo ganó.

Porque el momento que tanto había esperado finalmente se había presentado. Ella lo necesitaba, ella volvía a hacerse sentir.

Y la regla de hielo que impusiera Ray no lo detuvo, tampoco la falta de respuesta. Y había valido la pena insistir, porque ella había regresado a su vida. Negándole una explicación al extremo de mentirle, pero no importaba: era ella, mirándolo, hablándole, sonriéndole. Era ella, tan lejos y tan cerca, medida y cautelosa, pero siempre ella, soplando la pátina gris que amortajaba su mundo.

Se estiró en la cama con un suspiro de satisfacción. Tendió un brazo a través de la mitad desocupada, deseando que allá lejos, donde ya debía estar por amanecer, un cuerpo tibio sintiera su abrazo.

No importaba cuánto intentara analizarlo, siempre resultaba tan extraño este sentimiento que la necesitaba cerca para existir, que crecía en la correspondencia, que lo colmaba en esa sensación persistente de seguridad y comprensión que sólo ella podía transmitirle.

El deseo de dar, de brindarse, porque no era en absoluto necesario. El amor que ella sentía por él podía sobrevivir semanas alimentándose de una sola de sus sonrisas. Entonces, ¿cómo dejar de sonreírle?

Se durmió acunado por la certidumbre mansa pero irreductible de que ella aún lo amaba. La sensación más maravillosa que experimentara desde que se despidiera de ella allí mismo, en San Francisco, al regresar de Hawai.

Por primera vez desde febrero no despediría la vigilia evocando su llanto, lo último que escuchara de ella, y renovando promesas secretas que tantas veces parecieran vanas.

Despidió el día con el recuerdo de su risa todavía fresco en sus oídos agradecidos.

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