25. Junio
Tres días libres. ¡Libres!
Hacía semanas que no teníamos un par de días seguidos sin horarios ni traslados, para hacer lo que quisiéramos. Habíamos dejado Concordia la tarde anterior para tomar por asalto un complejo de bungalows a orillas del Paraná, con serias intenciones de internarnos ahí a no hacer nada.
Después de tocar en media docena de ciudades en el interior de la provincia de Buenos Aires, habíamos pasado dos semanas en la provincia de Santa Fe. Junio había sido para Córdoba y Entre Ríos, que acabábamos de cerrar. Tucumán, San Luis y Mendoza nos esperaban en julio, y después...
—Sí, sí, al infinito y más allá —se reía Caló cada vez que Mariano pretendía explayarse en nuestro itinerario.
Amaneció un día radiante, una de esas mañanas frescas y luminosas de junio. Estaba tan lindo al aire libre, que todo el mundo decidió abocarse desde temprano a los preparativos del asado junto al río.
Cuando bajé a la cocina del bungalow, poco antes de las once, y me descubrí sola, me invadió una sensación de calma que me sorprendió. Había pasado todo un mes internada en San Telmo a sol y sombra, y ahora hacía casi dos meses que estábamos de viaje. Éramos unas quince personas de acá para allá, todo el tiempo todos juntos, sin contar las parejas y anexos que se nos sumaban cada vez que podían. La oportunidad de disfrutar un par de horas sola y tranquila parecía un regalo del cielo.
Los demás no andaban lejos, en el parque del complejo, en los bungalows vecinos, en la playa, pero nadie vendría a requerir mi presencia a menos que fuera indispensable. Y si para algo disto de ser indispensable es para preparar un asado.
Así que me hice mate sin apuro, fumando con la vista perdida en la playa al final del parque y en el río marrón, preguntándome cómo aprovechar aquella inesperada privacidad.
Estos meses sin vos y sin los chicos habían volado más que pasar. Habían resultado fáciles de vivir, siempre ocupada, siempre rodeada de gente. No había tenido un solo momento para dar lugar a la tristeza, al peso de las ausencias tan inesperadas y definitivas. Y si al momento se le ocurría presentarse, ya me había hecho experta en esquivarlo y dejarlo pasar.
El único problema eran las noches.
En detrimento de la mística vampírica del rockanroll, salvo cuando tocábamos en discotecas, nos gustaba tocar antes de medianoche, cosa de poder irnos a la cama a las tres de la mañana como mucho. Y cuando no tocábamos tampoco nos quedábamos levantados hasta tarde. Con el ritmo de trabajo que traíamos, era raro que al terminar la jornada me quedaran ganas de nada más que dormir, así que era raro que pasara la noche con Cristian.
Paradójicamente, cuanto menos sexo teníamos, más confianza parecía haber entre nosotros. Seguíamos discutiendo con regularidad porque éramos nosotros, nuestros temperamentos eran fuertes y muchas de nuestras opiniones todavía eran radicalmente opuestas. Pero la intimidad física iba dejando lugar a otra clase de cercanía, muy similar a la amistad, y saltaba a la vista que entre nosotros funcionaba mucho mejor una charla que un polvo.
Cristian se permitía mostrar su faceta sensible y más humilde, y yo bajaba la guardia y la pose agresiva. Nunca lo diríamos porque, otra vez, éramos nosotros, pero empezábamos a encariñarnos, lo cual nos acercaba de una forma muy especial.
Conociéndolo desde esa perspectiva, mis broncas con él se iban diluyendo en una especie de lástima admirativa que jamás podría manifestarle. Porque comencé a vislumbrar su nivel de genialidad. Cristian es un tipo sencillamente brillante. Demasiado inteligente, demasiado talentoso, y empecé a entender mejor su brusquedad y su aire arrogante. Para él debía resultar exasperante lidiar con nosotros, simples mortales, tan lerdos y obtusos para captar lo que él veía con toda claridad de un solo vistazo, la panorámica completa sin perder detalle, con todas sus implicaciones y alternativas y consecuencias más que evidentes.
La mente de Cristian era un teleobjetivo mientras nosotros mirábamos el mundo por un conito de cartón.
Al mismo tiempo, sin que pudiera evitarlo, me daba cuenta de que mantenía una distancia prudencial con mis nuevos compañeros. La pasaba de primera con ellos, pero eran eso: compañeros. No me interesaba conocerlos a fondo. No los quería amigos. No quería quererlos tan pronto. Tal vez andando el tiempo, pero todavía no.
Y como Nahuel andaba para todos lados con Lucas y su ayudante Mateo, como miembro honorario del Team Sheldon, se había ido a dormir con ellos, y Edu y Pablo, nuestros plomos. Así que yo compartía bungalow con Elo, Cristian y Mariano, un bungalow con dos dormitorios, uno para nenas, otro para nenes.
Unos diez días después de salir de Buenos Aires, cuando me adapté al trajín, empecé a despertarme al amanecer. Pronto dejé de preocuparme por reconocer la habitación en la que abría los ojos. Era sólo otra habitación que dejaría esa misma mañana, o al día siguiente. Tardaba horas en volver a dormirme, o seguía de largo para echarme una siesta más tarde, mientras viajábamos o mientras los chicos armaban para tocar.
Me quedaba acostada y fumaba mirando el techo en silencio, muy quieta. Dejaba correr la memoria hasta que el alba se llenaba de vos y la nostalgia se hacía demasiada. Entonces prendía la luz y me ponía a leer hasta que se me cruzaban los renglones y se me cerraban los ojos. O hasta que el querido Mariano me llamaba, para asegurarse de que ya estuviera despierta porque desayunamos en media hora y después tenemos que...
Varias veces traté de escribir, pero era lo mismo que agarrar la guitarra para tocar bajito y cantar ídem: todas mis palabras te buscaban irremisiblemente, y más que ahuyentar el dolor de tu recuerdo, lo alimentaban hasta que parecía que no quedaba aire para respirar.
Así que leía.
En papel, como corresponde.
Nunca compré tantos libros como durante esos meses de viaje.
Sólo me molestaba que entre todo lo que ya te debía, ahora también se contaba haber juntado las casi cincuenta novelas de Mundodisco y las obras completas de Ursula Le Guin.
Esa mañana a orillas del Paraná, por primera vez en semanas, sentí ganas de tocar un rato sola. Pero no la guitarra. Cristian, que toca seis o siete instrumentos, siempre dice que hay que dejar que nuestro humor elija el sonido que necesita. Tomé un mate pensativa. Y supe que quería teclas, no cuerdas. Así que me robé el teclado de cinco octavas que Su Majestad siempre traía consigo y me instalé en el sofá, frente a la mesita de café.
Toqué un rato por inercia, las canciones de siempre, hasta que mis dedos se soltaron lo suficiente para empezar a jugar. Encontré una serie de acordes en mi mano izquierda, busqué con la derecha una frase que acompañara. Seguí vuelta tras vuelta, algo tan parecido a moldear arcilla, tratando de descubrir la forma que la música quería. Entonces, por pura costumbre, empecé a tararear, como tanteando la arcilla para ver dónde estaba el hueco en el que se acomodaba la voz. Pero faltaban palabras para fijar la melodía, definir los ritmos y las pausas.
Y las palabras llegaron.
Como tantas otras veces, parecía que siempre habían estado ahí, esperando que me dignara a cantarlas. Y con las palabras vinieron las emociones, que no tardaron en ganarme, tomándome por asalto con toda su crudeza.
Garabateé la letra de volada en mi libreta, entre rayones y marcas.
Domestícame, dijo ella
Porque no hay otra manera
De que pueda abrirme a ti.
Y él la domesticó
Y le enseñó cuanto quería
Que ella dijera e hiciera.
Ella amó la soga
En torno a su cuello
Y amó el cielo invernal
Tan brillante y distante
Como los ojos de él.
Quédate, dijo él
Y aguarda, porque
Tal vez te necesite a mi lado.
Y ella se quedó
Y mientras aguardaba
Su amor se hizo amargura
En su corazón.
Y cuando supo
Que él no regresaría
Cortó la soga a dentelladas
Y gritó:
El zorro ha muerto
Larga vida al lobo.
Sin embargo, sólo al cantarla caí en la cuenta realmente de lo que acababa de escribir.
https://youtu.be/UyibxygY0jE
Se me quebró la voz, los dedos crispados en el último acorde, las teclas borroneadas entre lágrimas que ardían de dolor y rabia. Lloré ahí sentada, la cabeza caída hacia las manos que aún apretaban las notas ya mudas. Lloré como esa mañana en Córdoba después de hablar por última vez con vos, los meses transcurridos desde entonces sólo una mancha confusa entre esta mañana a orillas del Paraná y esa última imagen tuya, contrariado y vulnerable, incapaz de defenderte de mi dolor.
Lloré porque mi amor por vos seguía tan vivo pero se había ensuciado con tanta amargura.
Porque la soga seguía firme en torno a mi cuello, atándome tanto a vos, y sabía que nunca sería capaz tan siquiera de intentar cortarla.
Porque era lo único que me quedaba de vos.
Porque no quería dejar de ser el zorro feliz por haber sido domesticado.
No quería ser libre de vos.
Un par de manos firmes me presionaron los hombros y una piel amiga me raspó con su barba de dos días al apretarse contra mi mejilla desde atrás. Lo dejé consolarme porque su presencia me ayudaba a ponerme a salvo de mis propias emociones. Pero era Cristian y no podía con su genio. No podía abrazarme y quedarse callado.
—¿Te das cuenta que es lo primero que componés desde que grabamos el disco? —preguntó, rodeando el sofá para venir a sentarse al lado mío.
Hice memoria y me tragué una puteada. Sin contar un par de bases que salieran durante los ensayos en abril, sí, era lo primero que armaba sola, como solía hacer antes, desde... desde... ¡Mierda! ¿Era posible que no hubiera compuesto nada desde Don't? ¡Hacía un año de eso!
Asentí prendiendo un cigarrillo y me encogí de hombros. Cristian me frotó la espalda con una actitud de comprensión paternal que me molestó. Aunque más me molestaba lo que me estaba haciendo enfrentar.
—Hasta que no cantes y llores toda la mierda que tenés adentro, no vas a poder volver a componer. ¿No decís siempre que sacar lo que ya no sirve es la mejor forma de hacer espacio para lo nuevo?
Sabiendo cómo estaba por contestarle, se cebó un mate, rezongó porque la yerba estaba lavada y se fue a la cocina a cambiarla.
—Todo bien, vos sabés que me gustan tus canciones —dijo desde ahí en tono casual—. Pero no sé si me da para otro año a puro End y Hesitation, viste.
Tuve que reírme, toda congestionada, con la voz temblona.
Cristian volvió y me cebó un mate como la gente.
—Ahí donde la dejaste podría entrar Caló con una buena distorsión —dijo, encarando para la puerta del bungalow—. Un final en otro tempo, con fuerza y bronca. Algo parecido al final de Anew pero bien sucio, para transmitir mejor la idea del zorro y el lobo.
Fruncí el ceño. —¿Entonces escuchaste?
Me guiñó el ojo desde el umbral, listo para una de sus salidas teatrales.
—Claro, querida. Yo siempre escucho todo.
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