19. Daños Colaterales
¿Por qué no me duele?
No podía dejar de preguntármelo.
Tal vez era sobredosis de golpes bajos de la gente que más quería.
Tal vez cuando manda el orgullo, el corazón no acusa tanto el quiebre.
Tal vez...
No podía dejar de pensar en lo que dijera Beto. ¿Realmente pensaban y sentían todo eso? Walter no me importaba en absoluto, y Diego hacía muy poco que se había sumado. Pero, ¿él y Jero? ¿Cómo era posible que en cuatro años jamás hubiera detectado el menor indicio de que se estaban guardando tantas cosas negativas? ¿Cómo era posible que en cuatro años no hubieran dicho nada?
Y sin embargo, ¿eran realmente sus palabras, sus opiniones?
Si era así, había pasado cuatro años con dos desconocidos.
Y si no era así, también había pasado cuatro años con dos desconocidos.
Me costaba considerarlos tan maleables como para que Walter les hubiera lavado el cerebro. Y más me costaba creer que si realmente pensaban todo eso, ninguno de los dos hubiera dicho jamás una sola palabra al respecto, especialmente Beto con su temperamento explosivo.
La verdad era que no tenía la menor idea qué había pasado en realidad, y en ese momento particular de mi vida, lo sucedido sólo venía a caer al mismo saco de catástrofes con haberte perdido. Otra cosa que de momento me abrumaba demasiado como para revisarla y tratar de comprenderla.
Mariano me regaló cinco minutos enteros a solas antes de aparecer en la sala común. En eso él y Cristian hacían un buen equipo, el poli bueno y el poli malo. Era obvio que yo no escucharía nada en el envase pedante en el que Cristian siempre envolvía sus declaraciones. Compadecí a los chicos, que debían estar aguantándolo. A mí me tocó el más tranquilo del dúo dinámico. Y esa tarde quedó a la vista que era el que mejor me conocía de todos los que estaban ahí. Vaya ironía.
—Así que esto eran tus anginas —comentó sirviéndose un café—. Ya me parecía que no eran por Masterson, o te habría dado un cáncer. Y con Cris discutís cada tres días desde que se conocieron, así que tampoco podía ser. —Sonrió al advertir mi sorpresa—. Sos un desastre cuidándote la garganta, pero lo único que te deja sin voz es tener que callarte las cosas que te dan por el hígado. Por eso tus anginas me tenían intrigado.
Miró alrededor para cerciorarse de que nadie vendría a ponerse pesado señalando cartelitos y sacó cigarrillos. Me convidó uno, me dio fuego, se sentó frente a mí, mesa de café por medio. Se permitió un tono moderado de reproche al cual tenía sobrado derecho.
—¿Por qué no hablaste conmigo? ¿Por qué me tuvo que explicar Quique lo que pasaba?
Me encogí de hombros. Era un alivio poder hacer a un lado la pose de dura y superada.
—No sé, Marian, la verdad que ni se me ocurrió. Para mí era evidente, pero nadie más parecía notarlo, así que empecé a dudar y cuestionarme a mí misma. Tal vez lo que me pasó el mes pasado no me permitía juzgar la situación con claridad. Si era lo que a ellos cuatro les gustaba, si Cris insistía con que sonábamos bien...
—Claro, coma caca —asintió Mariano muy serio.
Lo miré un momento, confundida, hasta que recordé el dicho: "Coma caca, tantos millones de moscas no pueden estar equivocadas." Reímos juntos con discreción, como correspondía a las circunstancias.
—La otra noche le pateaste el avispero a Cris, y él me lo pateó a mí. Anoche nos pasamos varias horas escuchando el último show y el ensayo de ayer, debatiendo con Lalo qué hacer.
Sentí un escalofrío. —¿Ragolini también?
—Todavía dependemos de su chequera, Ceci.
Asentí con un ardor de ansiedad en mi pecho. —Bueno, entonces a buscar laburo de nuevo —murmuré con un vacío odioso en el estómago. Si siempre era difícil conseguir trabajo sin un título universitario, ahora que ya había cumplido los cuarenta, mis posibilidades se reducían a menos de la mitad.
Para mi desesperación, Mariano no me contradijo. Alcé la vista y lo encontré ocupado sacando el teléfono, que vibraba en su mano. Me indicó silencio con un gesto y atendió en altavoz.
—Hermano. —El vozarrón inconfundible de Ragolini llenó la sala común—. ¿Novedades?
—Lo que esperábamos. ¿Qué querés hacer?
—Ya te lo dije. Lo que vende son las canciones de la mina, ¿a quién carajo le importa quién toca el bajo o la batería?
—O sea...
—Echá a la mierda a esos forros y que Cristian se ponga ya mismo a buscarle músicos. Los quiero tocando en un mes.
—Listo. Te mantengo al tanto.
—Un abrazo.
Tardé en ser capaz de enfrentar la mirada elocuente de Mariano.
—Te lo dije en Córdoba, Ceci: son todos reemplazables menos vos.
—¿Por qué soy la que conocía a Stewie Masterson?
—No, Ceci. Lalo ya no te necesita para hacer negocios con él. Te quedás porque sos la que se come crudo al público y hace las canciones que gustan . Si te hace sentir culpable, tómalo como una decisión comercial nuestra.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Asentí, alcé los hombros, me demoré fumando mientras él escribía un mensaje.
Me sentía excelente, me sentía pésimo. Y en algún punto ya me daba todo lo mismo. Si tenía que ser absolutamente sincera, en ese momento lo único que me importaba era que no me había quedado en la calle, que el mes siguiente podría pagar el alquiler y darle de comer a mi hijo. Lo demás era accesorio, los chicos incluidos.
—Date tiempo para procesarlo —oí que me decía Mariano—. Ya vas a ver que cuando encontremos los músicos adecuados, vas a recuperar el entusiasmo.
—¿Puedo ayudar a buscarlos?
—Era lo que te iba a pedir.
—Mentira.
—Pero quedé como un señor, ¿viste?
Volvimos a reír por lo bajo y algo se me retorció adentro. Cuatro años con los chicos, y con el que mejor me entendía era este agente, que llegara a mi vida menos de un año atrás y sólo por tus negociados con Ragolini.
Entonces mi cerebro se acordó de funcionar.
—Caló —dije, irguiéndome en el sillón.
Mariano frunció el ceño. —¿El primo de Quique? ¿Qué pasa con él?
—Toca la guitarra como un dios. Y Quique dijo algo de que cuando puede labura como sesionista.
—¿A qué te referís con que toca como un dios?
—A que toca como Ray Finnegan. Bueno, casi.
Mariano se limitó a asentir y me mostró un mensaje en su teléfono.
—Ayer no tuve oportunidad de mostrártelo —dijo.
Leí el mensaje y lo enfrenté con los ojos muy abiertos. —¿Elo vuelve a Buenos Aires? —susurré, con miedo a que dejara de ser cierto si lo decía en voz alta.
—La semana que viene.
Mariano meneó la cabeza sonriendo al ver mi expresión.
—Y yo puedo volver a colgarme la guitarra. Eso es tres de cinco.
—Tranquila, máquina. Eso es dos, vos y Elo. Todavía hay que hablar con Caló. Ser sesionista es muy distinto a estar en una banda. Acordate que está casado. Hay que ver qué dice el marido de que agarre un laburo de viajes y fines de semana.
—Si nos hace de plomo hace seis meses.
—A veces, no siempre.
Asentí con una mueca que lo hizo volver a reír por lo bajo. Como siempre que entraba en modo sobrecarga, mi cerebro seguía saltando de una cosa a otra.
—¿Cómo que Quique te fue con el cuento? —pregunté a quemarropa.
Pero Mariano ya sabía correr con mis giros repentinos.
—No me vino con ningún cuento. Sólo me dio su opinión cuando lo consulté. ¿O pensás que no hablo con nuestros técnicos?
—Creí que eso le correspondía al productor.
—Cuidado, a ver si terminás casándote con él. Cris me llamó como loco, porque estaba revisando grabación tras grabación, tratando de encontrar algo que se pudiera rescatar y evitar lo que se veía venir.
—Entonces hablaste con Quique.
—Si te digo que es mi leve manía controladora, me vas a entender, ¿no?
—Leve. Claro.
—Tan leve como la tuya.
Reímos por lo bajo una vez más y apagué el cigarrillo suspirando.
—Los chicos me deben estar odiando.
—No creo. Cris no te va a permitir que le robes protagonismo.
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