13. Solitarios Como Nosotros
El fin de semana acabó siendo una pesadilla de principio a fin. La cereza del postre había sido el escándalo con Jen el domingo por la noche.
Esa tarde encontró a las niñas viendo la transmisión online del show de C. Se puso furiosa, les quitó la computadora y las puso en penitencia. Y acabó de perder los estribos al descubrir que seguían viendo el stream a escondidas en el teléfono de Elizabeth.
Melody llamó a Stu llorando asustada para pedirle que las fuera a buscar. A pesar de los gritos de Jen y Elizabeth de fondo, él alcanzó a entender que Jen había abofeteado a su hija mayor. Un minuto después aceleraba la camioneta rumbo a la bonita casa que Jen compartía con su novio, las sienes latiéndole de furia y el aire escaso en sus pulmones.
Por fortuna, tuvo el buen tino de llamar a su abogado antes de llegar y siguió sus instrucciones al pie de la letra, aunque le costó contenerse al escuchar desde la acera los gritos de Jen y el llanto de sus hijas.
El incidente había terminado con su abogado y dos oficiales de policía escoltándolo a llamar a la puerta de Jen para exigirle que le permitiera ver a sus hijas. Y cuando Jen intentó negarse indignada, las niñas la atropellaron en su prisa por correr al encuentro de su padre, las dos llorando y pidiéndole que se las llevara de allí, Elizabeth con una mejilla todavía enrojecida por el bofetón.
Eso había hecho necesaria una visita al precinto con jurisdicción en ese vecindario, para dejar asentado lo sucedido y permitir que una asistente social y una psicóloga infantil evaluaran brevemente a las niñas antes de permitir que Stu se las llevara consigo.
Ahora sus hijas permanecían con él hasta que la jueza de menores interviniente se pronunciara. Había pasado la semana en los tribunales, en entrevistas, audiencias y reuniones.
Nadie parecía comprender que no quería litigar la custodia de sus hijas, y se sorprendían de que no hubiera presentado cargos contra Jen. Pero poco a poco iba logrando que su abogado, los psicólogos y asistentes, y hasta la propia jueza aceptaran que no buscaba ninguna batalla legal, y que había solicitado presencia policial para que Jen no pudiera acusarlo de llevarse a las niñas por la fuerza. Sólo había querido evitar un escándalo. El mismo que ahora ellos querían montar en su nombre.
Ahogó un suspiro y bebió hasta que el hielo chocó contra su labio. Era el aniversario del accidente en el que murieran Johnny y Clyde. Toda la vieja guardia se había dado cita en el bar de Harry para brindar por los amigos ausentes, como cada año en esa fecha durante la última década.
Ray había pasado por él después de la cena y se habían ido juntos, dejando a Ashley al cuidado de las niñas, que ya estaban dormidas.
Era su primer momento tranquilo en los últimos diez días, y por algún motivo le parecía que aquélla no era la mejor forma de aprovecharlo. Ese año, más que nunca antes, le hubiera gustado recordar a su amigo en un ambiente más íntimo y tranquilo.
Sábado nueve pm en San Francisco, madrugada de domingo en Buenos Aires. C seguramente estaba trepada a algún escenario. No se preguntaba cómo estaba, porque tenía una idea bastante clara al respecto: nada bien, decía el frío vacío en su pecho, la persistente sensación de tristeza y resignación.
Stu prendió un cigarrillo. Una de las comodidades irreemplazables de lo de Harry era que el viejo se reía de las regulaciones y permitía que sus clientes fumaran dentro de su establecimiento.
Hubiera querido llamarla, pero se había prohibido hacerlo. Buscarla sólo la lastimaría aún más, porque el cuchillo no puede dar ningún alivio al corte que causó. Tenía que permitirle hallar el consuelo que él no podía ofrecerle.
Stu lo comprendía muy bien, pero eso no significaba que se sintiera en absoluto preparado para dar por terminada esa etapa de su vida, tan breve, tan intensa, tan plena. Más bien todo lo contrario.
Lo que sucediera con Jen durante el último fin de semana, desde la noche juntos hasta sus insultos a voz en cuello en medio de la calle el domingo por la noche, lo había empujado a rebasar alguna clase de límite interno.
Estaba harto, tan simple como eso. Lo que pudiera quedar de su amor por ella había sido pisoteado y maltratado más allá de cualquier intento de salvaguarda. Stu no amaba a la mujer en la que Jen se había convertido. Lo que era más: la quería fuera de su vida cuanto antes. Y en ese mismo momento, mientras Scott le ganaba a los dardos a Red como desde que tenían veinte años, decidió que el lunes a primera hora instruiría a su abogado para que iniciara el divorcio.
Se apartó de sus amigo hacia la barra para procurarse otro trago. Se dio cuenta que pensar en C lo había hecho decidir que se divorciaría, y vio que era un giro inútil y tortuoso, pero inevitable. Sólo al perderla por Jen había terminado de enfrentar, por fin, todo lo que había descuidado y abandonado por aferrarse a la esperanza infundada de que Jen tarde o temprano volvería con él. Lo cual venía a poner cosas importantes en perspectiva y en su sitio, sí, pero no le devolvería lo que perdiera, lo que más echaba en falta en ese momento. Lo que ya nada le devolvería.
Se paró entre dos banquetas y se cruzó de brazos en la barra, la cabeza gacha, esperando que Junior, el hijo mayor de Harry, viniera a llenarle el vaso. Pero Junior no vino con la premura que lo caracterizaba, y Stu alzó la vista para averiguar qué lo demoraba.
Entonces la vio.
Sentada sola a la barra, vuelta hacia la puerta tras él. Fumaba acodada en la barra, la mirada fija en el vaso que hacía girar lentamente entre sus dedos, la mano en la que apoyaba el mentón no ocultaba su vaga mueca de decepción. Piel pálida, una nariz discreta en una cara agradable y un poco redondeada, el cabello oscuro, de destellos rojizos en la meda luz del bar. Jeans, botas, sweater negro dos talles más grande. Como si se hubiera sentido observada, alzó unos ojos muy claros para lanzar una mirada rápida alrededor. No dio muestras de haber advertido que Stu la estudiaba a pocos pasos. Sus ojos claros se demoraron un momento más allá de él, en la puerta que no se abría, y regresaron a su vaso.
O tal vez simplemente compartimos un trago en silencio, sin siquiera mirarnos en la penumbra del bar.
Las palabras estaban allí, flotando en el aire, resonando en su mente, exactas, como si tuviera ante sus ojos la carta que C le diera año y medio atrás. Y de pronto sólo podía ser consciente de cuánto deseaba que esa mujer fuera ella, allí, esa noche, tan cerca.
"Aquí tienes, Stu," tuvo que decirle Junior para que se enterara de que su vaso volvía a estar lleno.
"Gracias," murmuró él, tomándolo a tientas porque sus ojos seguían fijos en la desconocida.
En vez de volver con sus amigos, se acercó a ella con lentitud. Y a medida que lo hacía, comprobaba sobrecogido lo parecida que era a C. No le importaba quién era, ni qué hacía allí. Sólo sabía que esa noche en que la echaba tanto de menos, encontraba su viva imagen en el bar, sola, como si estuviera esperándolo.
"¿Te molesta si me siento aquí?" le preguntó con suavidad.
La mujer lo miró un instante a los ojos, asintió con una breve sonrisa de rigor y volvió a bajar la vista. De cerca el parecido disminuía, así que Stu ocupó la banqueta a su derecha sentándose de frente a la barra, no a ella.
Permaneció ahí, inmóvil y silencioso, dos largos minutos. Esperando a cada momento que la mujer rompiera la ilusión. Pero ella no dijo nada, no hizo nada, como si él no estuviera allí. La observó con disimulo en el espejo frente a él. La vio ahogar un suspiro. A juzgar por su expresión, sus pensamientos no eran demasiado alegres. Apartó la vista. Si seguía mirándola, las diferencias acabarían por imponerse a las similitudes, y él no quería que eso ocurriera.
O tal vez simplemente compartimos un trago en silencio, sin siquiera mirarnos en la penumbra del bar.
Stu vio por el rabillo del ojo que la mujer sacaba un cigarrillo, y le dio fuego antes de detenerse a pensarlo. Ella agradeció con un cabeceo. Esta vez su suspiro fue casi audible. Él miró de reojo sus manos: uñas cortas, sin pintar. Tampoco usaba perfume. Hundió la cara en su vaso, los ojos cerrados con fuerza.
Junior se acercó con otro trago para la desconocida y se fue.
Y Stu seguía allí, clavado a su asiento, incapaz de sustraerse a la sugestión.
Entonces la mujer habló, una voz un poco grave, de fumadora, que le provocó un escalofrío.
"Los sábados por la noche apestan."
El pulso de Stu era legendario porque no vacilaba jamás, en ninguna circunstancia. Sin embargo, en ese momento advirtió que sus manos temblaban levemente. Respiró hondo, recordando aquel primer chat con C en febrero del año anterior. Asintió sonriendo de costado.
"Sí, apestan. Para los solitarios como nosotros."
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