Capítulo I: matrioska
—¡Nos vamos a Rusia!
El mes de mayo trajo consigo las fragancias frescas de las flores primaverales.
El cumpleaños de Avriel estaba cerca. Aunque ya había perdido la cuenta de cuántos habían pasado mientras estuvo dormido, Rafael insistía en festejarlo.
Los chicos se sobresaltaron al escuchar la voz entusiasta de Ángel, que venía desde la puerta de la tienda.
—¿Qué?, ¿quienes? —Gerard terminó de acomodar las pequeñas estatuillas egipcias sobre una de las repisas y se giró para enfrentar a Ángel.
—Bueno, hace unos meses le envié un correo a Miesha y por fin me contestó. En cuanto le dije que había conocido a Avriel, se entusiasmó tanto que quiere conocerlo lo antes posible. Dado que le comenté que yo justo estaba planeando un viaje de negocios, nos invitó a pasar unos días en su casa.
Los ojos del francés brillaron al escuchar aquella noticia.
—¡Genial!, ¿cuándo partimos? —Gerard intervino nuevamente, mostrando una enorme sonrisa que se borró en el instante en el que Ángel respondió su pregunta.
—Tú debes quedarte a cargo de la tienda, no se va a atender sola. En unos días tendrían que llegarme unos paquetes de Italia y no estaré para recibirlos. Rafa, me gustaría que tú nos acompañes, creo que Avriel estará más cómodo si vas con nosotros.
—¿¡Qué!? —chilló Gerard, molesto—. ¡No es justo que me dejen aquí! —Chasqueó la lengua—. ¡Nunca he visitado Rusia!
Ángel rió, divertido.
—Te prometo que en próximo viaje te llevo conmigo, ¿está bien?
—¡Te traeremos regalos! —intervino Rafael.
—Ángel... yo... gracias, es estupendo. Pero no tengo dinero suficiente para...
—Oh, no te preocupes, Avriel. Miesha se hace cargo de los gastos esta vez. Suele tener ese tipo de atenciones, además, estoy seguro de que realmente está muy interesado en conocerte. Partimos pasado mañana.
Se retiraron de la tienda a las siete de la tarde. Ángel los dejó a cargo cuando lo llamaron del correo, para avisarle que algunos de los paquetes que esperaba se habían traspapelado. Avriel y Rafael se despidieron de Gerard al llegar a su casa y siguieron caminando juntos en silencio, disfrutando de la compañía del otro en aquella hermosa noche calurosa. Pasarían juntos ya que a Bruno le había tocado trabajar hasta tarde.
—Ya casi es tu cumpleaños. El viaje es muy oportuno —comentó Rafael, mientras se preparaba algo de cenar.
Avriel se había acomodado en el sofá, y observaba cada movimiento del muchacho. Notaba que se ponía extremadamente nervioso al estar a solas; podía leer sus pensamientos y sentir la ansiedad del chico cuando se le acercaba. Se puso de pie, asomándose a la cocina para abrazarlo por la espalda. En ese momento, el corazón del rubio retumbó en sus oídos como si estuviera latiendo dentro de su propio pecho.
—Calmate un poco... —susurró, besándole el centro de la cabeza.
—¡No estoy nervioso!
El francés soltó una carcajada.
—Escucho tus latidos, tus pensamientos. Si te pones muy nervioso te sudan las manos, incluso sé que estás temblando. Rafael... deja de darle tantas vueltas al asunto.
—Lo sé —respondió rápidamente, girándose para encararlo.
Se perdió durante unos instantes en la mirada profunda y noble del francés. Lo cierto era que tenía miedo. Le aterraba la idea de hacer algo que no le agradara, de quedar como un tonto frente a Avriel. Su temor más grande era no estar a la altura de Sasha. Él mismo había sido testigo de sus encuentros, de la pasión que ambos compartían. Notó la incomodidad del hombre al recordarlo.
—Tú mismo me dijiste que no eras igual a Sasha, entonces deja de compararte. Cuando suceda será... único.
—¿Qué tal si no soy lo suficientemente bueno?, ¿si no lo hago como te gusta...?
Avriel acunó el rostro del chico con ambas manos y lo besó. Sus labios fríos acariciaron los pétalos tibios de Rafael mientras éste, sorprendido, se abrazó a su cintura. Las manos del francés se deslizaron hasta su cuello, regalándole una prolongada caricia que se extendió hasta la nuca, los hombros, para finalmente terminar en la parte baja de la espalda. La vergüenza ardía en sus mejillas, todavía no terminaba de acostumbrarse a la forma apasionada y pícara con la que solía abordarlo, pero no le desagradaba en lo absoluto. Avriel mordisqueó el labio inferior del chico, rozándolo con la punta de la lengua.
—Acabamos de hacer el amor ahora mismo... —susurró sobre su boca, aspirando el aliento cálido y pesado del chico—. Hacer el amor no solo significa tener sexo, es mucho más que eso, creo que tú y yo lo hemos hecho muchas veces, y si me lo preguntas... me encanta.
Rafael sintió que sus piernas se aflojaron. A sus dieciocho años no podía creer que con tan solo unas pocas palabras, Avriel moviera su mundo hasta dejarlo de cabeza.
Durante el resto de la noche, la tensión entre ambos no hizo más que crecer. Avriel disfrutaba de los nervios y la vergüenza de Rafael, quien no podía evitar sentirse un tonto cada vez que el francés lo pillaba poniéndose colorado.
El viaje a Rusia transcurrió tranquilo. Rafael estaba emocionado y Avriel casi acabó con un ataque al corazón. Jamás se había subido a un avión; todavía no terminaba de creerse que semejante armatoste pudiera elevarlos por los aires y llevarlos a otro sitio.
El aeropuerto de Moscú era inmenso. Al bajar, recogieron las maletas de la cinta y atravesaron los anchos pasillos, repletos de pasajeros que buscaban a sus familiares o luchaban con su equipaje. Avriel observó el lugar, maravillado con la estructura moderna y lujosa. Rafael tomaba fotos con su móvil, entusiasmado. Le había prometido a Gerard y a su padre enviárselas en cuanto pudiera conectarse a internet.
—Tenemos que buscar a Miesha, me dijo que nos estaría esperando —comentó Ángel, tirando de una pesada maleta con rueditas.
Entonces lo vieron.
—¡Ángel!
Su pelo castaño oscuro estaba cuidadosamente recortado en una melena hasta los hombros, recogida en una media cola trenzada. Un par de cejas gruesas, curvadas, enmarcaban sus ojos verde aceituna, delineados de forma natural por tupidas pestañas oscuras. Sonrió, enseñando unos inmaculados dientes blancos. Llevaba puesta una camisa celeste remangada y unos pantalones de vestir negros. Sus gestos eran elegantes, impecables, y su presencia tan imponente que resaltaba en la multitud.
Los dos hombres se estrecharon en un abrazo cálido. Miesha palmeaba la espalda de Ángel con suavidad.
—Siempre tan entusiasta, amigo mío.
—¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó el Ruso con un acento que a Rafael le pareció chistoso.
—Excelente, el clima nos ayudó bastante. Quiero presentarte a los chicos.
Ángel llamó a sus acompañantes. Avanzaron al mismo tiempo y de inmediato recibieron la mirada curiosa de Miesha, siempre acompañada de aquella hermosa sonrisa que marcaba un par de hoyuelos en sus mejillas.
—¡Mucho gusto! —Rafael fue el primero en saludar—. Soy Rafael. —Extendió la mano, pero el mayor estrechó su cuerpo con un abrazo tan caluroso como el que brindó a Ángel.
—¡Bienvenido a Rusia, Rafael! —exclamó entusiasta.
De pronto, todas las miradas se centraron en Avriel. El francés miraba toda la situación con sorpresa, como si hubiera visto un fantasma. Ángel abrió la boca pero Miesha se adelantó, parándose frente a él.
—Bienvenido, Avriel —dijo con suavidad —. Estoy feliz de poder conocerte, Ángel me habló mucho sobre ti.
El francés asintió, tratando de encontrar las palabras adecuadas. La mirada de Miesha se había clavado en la suya, y él sabía perfectamente lo que estaba haciendo, pero no se atrevía ni siquiera a reclamarle la forma tan descarada con la que hurgó en sus pensamientos. La calidez del ruso era abrumadora, toda su presencia lo era. Pestañeó, entreabriendo la boca y cuando quiso responder, los fuertes brazos de Miesha ya estaban rodeándolo en un abrazo tan estrecho que Avriel tuvo la sensación de que ya se conocían desde hace mucho tiempo.
—Merci... —respondió en voz baja, titubeando antes de corresponder el abrazo.
—Adoro tu acento francés. Eres encantador.
El coche de Miesha los condujo hasta la casona, a unos cuantos kilómetros del aeropuerto. Disfrutaron del paisaje verde; de las luces nocturnas que se encendieron cuando bajó el sol, para iluminar las calles; de la brisa fresca que les erizaba la piel. Miesha conversaba animadamente con todos, generando un ambiente ameno que acortó el viaje. En ocasiones, su mirada se cruzaba con la de Avriel a través del espejo retrovisor. Aquellos encuentros fugaces eran suficientes para conocer cada pensamiento del francés, que desviaba la mirada al conocer las intenciones del ruso.
El frente de la casona estaba adornado con un jardín donde resaltaban flores de varios colores; desde lirios del valle y rosales, hasta margaritas. En una de las esquinas, un abedul se erguía enseñando su tronco veteado, y sus hojas verdes sostenían restos de nieve que el sol no había logrado alcanzar.
—Sáquense los zapatos cuando entren —murmuró Ángel a los chicos, que asintieron rápidamente.
Miesha abrió la puerta y la calidez del interior los recibió de inmediato. Sobre la entrada, había un pequeño escalón donde descansaban varios pares de pantuflas y unos cuantos zapatos. El piso de madera brillaba con la luz de las arañas que colgaban del techo. La casa era más pequeña de lo que esperaban, pero no por eso menos acogedora. Miesha los condujo por un amplio pasillo que comunicaba con varias puertas. En la primera había una cocina pequeña que parecía no haber sido tocada nunca; en frente un tocador y luego la sala de estar, donde se encontraron con los demás. Un juego de sillones de cuero se presentaban frente a una chimenea, y bajo sus pies, una alfombra mullida de color blanco. Al centro, una mesa ratona pequeña con soporte de madera y un centro de vidrio, que sostenía un florero con algunas margaritas y tres mamushkas de distintos colores. La hospitalidad parecía ser algo común en todos ellos. Se levantaron de sus sitios, apresurándose para recibirlos con abrazos y apretones de manos. Avriel y Rafael se miraban, sonriendo ante el bullicio que se había generado con su llegada.
Mientras Ángel y Miesha conversaban en el pasillo, Avriel y Rafael aprovecharon para conocer un poco más a los demás. Ángel estaba en lo cierto cuando dijo que los hijos de Caín eran distintos de los seres humanos. Portaban la gracia y elegancia de un felino; eran astutos, curiosos, bellísimos. Avriel guardó cada nombre y cada rostro en su memoria a medida que iban presentándose.
—Además de Ángel, jamás habíamos recibido a otro mortal en nuestra casa —comentó una muchacha rubia de ojos marrones, que se había presentado como Inna.
—Miesha es muy celoso... —intervino otra chica con las mismas características que la primera, pero de apariencia más joven. Su nombre era Anya.
—No es que Miesha sea celoso —Interrumpió un muchacho fornido. Era rubio de ojos verdes. Su nombre era Andre—. Los mortales son demasiado curiosos y no saben disimularlo, eso es todo.
—Nosotros también somos curiosos, Andre. Vivimos en su mundo, nos metemos en su cabeza e indagamos cada pensamiento y cada sentimiento, los conocemos mejor de lo que se conocen ellos mismos, pero siempre queremos saber más. Los acechamos porque nos gustan, nos recuerdan lo que nosotros fuimos alguna vez.
Aquel muchacho todavía no se había presentado. Sus ojos eran tan azules que parecían estar reflejando un cielo completamente despejado. Unos cuantos rizos oscuros caían de forma desordenada hacia su rostro pálido.
Rafael se aclaró la garganta, aquel muchacho no le había quitado los ojos de encima desde que llegaron, y comenzaba a sentirse incómodo.
—Jenno, para ya con eso.
Inna intervino al darse cuenta de la situación, y Jenno desvió la mirada de inmediato, molesto.
—Lo lamento, Rafael, Jenno suele comportarse así con las personas que no conoce. Siente que debe saberlo todo de todos.
—Lo entiendo —respondió Rafael —, supongo que si yo pudiera meterme en la mente de los demás haría lo mismo. Es bueno conocer las intenciones de quienes entran en tu casa.
Jenno entrecerró los ojos, dedicándole una mirada de soslayo, con los labios apretados y el entrecejo fruncido. Durante el resto de la charla no volvió a abrir la boca, pero su mirada se encontró con la de Rafael en más de una ocasión.
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