Capítulo XVI

Gerard llevaba más de una hora esperando que Rafael regresara. No había tenido la necesidad de contarle lo sucedido a Avriel; su mente era un torbellino de pensamientos que llegaron como un griterío hasta sus oídos. Él logró comprender lo que había sucedido sin tener que mediar palabras.

-Salgamos a buscarlo, Gerard.

-¿Y si regresa y no estamos? -Se pasó la mano por el pelo, dejando al descubierto su frente, adornada por algunas pecas-. Esto es mi culpa...

Avriel se mantuvo en silencio durante unos momentos, tratando de agudizar sus nuevos sentidos para percibir a Rafael, pero aquel silencio abrumador no hacía más que ponerle los pelos de punta. No quería imaginar lo peor, sin embargo, algo en su interior le decía que debía salir a buscarlo inmediatamente.

-Tú quédate aquí, yo iré a recorrer los alrededores. Lo buscaré durante toda la noche si es necesario. No te culpes... hiciste lo que creíste correcto.

El suelo frío tensaba los músculos de su espalda, los codos raspaban contra la tierra haciendo arder las pequeñas heridas provocadas por la caída. Entreabrió los ojos cuando el dolor de cabeza comenzaba a ser insoportable, hallándose en un sitio oscuro y húmedo; el olor fuerte de los musgos le revolvió el estómago. Su cuerpo parecía pesar una tonelada cuando intentó levantarse.

-¡Déjame salir de aquí! -chilló.

De inmediato sintió el crujir de las maderas, y los tacones de la mujer acercándose. Alessa bajó la pequeña escalera con un farol en la mano y una sonrisa macabra dibujada en el rostro.

-¡Mira quién despertó! -canturreó-, es el pequeño Rafael. ¿Cómo te sientes? Parece que eres más débil de lo que creía, caíste rendido cuando pronuncié una simple palabra.

-¿Qué quieres? -interrumpió Rafael, molesto-, ¿cuál es tu problema?, ¡estás demente!, yo no tengo nada que ver contigo.

-No entiendes nada, ¿cierto? -Alessa se colocó en cuclillas, dejando el farol en el suelo-. Eres tan tonto como el otro chiquillo... No sé qué es lo que les vió Avriel. Ah... mi querido Avriel... -Suspiró-. ¿Sabes qué es lo que trae ese estúpido camafeo? No, ¡claro que no lo sabes! Solo basta un objeto muy preciado -recitó-, algo obsequiado por el ser amado, y ese regalo servirá como contenedor para el alma del sacrificado.

-¿Qué...?

-Tú eres el siguiente. No te necesito aquí, Avriel no te necesita. Nadie va a llorar por tí, niño. Ni tu amigo, ni tu padre, ni siquiera Avriel. Te olvidará así como olvidó al otro pobre tonto. Él no te ama, y morirás con el sabor amargo de la verdad raspando tu garganta.

Se levantó bruscamente, tomando el farol, y subió las escaleras, cerrando la pequeña puerta de un golpe.

Todo volvió a quedar en tinieblas. Rafael se acurrucó en un rincón, apretando el camafeo contra su pecho.

"Solo guíalo hasta donde estás. Llámalo. Él te siente, te está buscando; está preocupado por tí. Enséñale el camino".

Eran cerca de las doce de la noche. Avriel se detuvo al final de una calle, luego de buscar hasta en el último rincón. Aquella desagradable sensación seguía creciendo dentro de su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, volvía a sentir miedo. Decidió seguir sus instintos y emprendió marcha hacia el bosque que se encontraba en las afueras de la ciudad. Sabía bien quién era la culpable de la desaparición de Rafael, y sabía que era momento de enfrentarla y dejar de huir de sus propios fantasmas. No permitiría que la historia volviera a repetirse.

El estrecho sendero seguía tal y cómo lo recordaba. El lugar se encontraba delimitado por una cerca, donde varios carteles advertían que estaba prohibido el paso. Los imponentes árboles se tragaron su silueta cuando se adentró en el bosque. A lo lejos, en lo más profundo, se encontraba la pequeña y destartalada cabaña de Alessa. Una luz tenue le mostró el camino y al llegar, escuchó la voz de la bruja murmurando.

-En el frondoso lecho de la luna... -recitaba la mujer, estirando los brazos como si estuviera bailando con alguien-, las bestias descansan mientras las brujas... -Se detuvo, mirando hacia la puerta-. Sé que estás ahí, puedo sentirte.

Avriel salió de las sombras, entrando a la casa. Sus ojos grises, afilados, se clavaron en los orbes oscuros de la bruja, que lo miraba embelesada.

-¿Dónde lo tienes?

-¿A quién? No seas grosero conmigo, Mon amour... ¿hace cuánto tiempo no te veo?

-Alessa, respóndeme ahora mismo, sé que lo tienes, ¿dónde está? -La mujer se acercó, rodeando el cuello del francés con los brazos. Avriel se quedó inmóvil, sin quitarle los ojos de encima.

-¿Por qué me haces esto?, tú lo sabías... sabías que estaba enamorada de tí, ¿por qué no te quedaste conmigo? Ibas a dejarme sola a mi suerte, siendo consciente de que eras lo único que me quedaba.

-No me toques -gruñó el francés, arrastrando las palabras-. Yo no sentía nada por tí, fuiste egoísta y preferiste arruinar mi vida antes de aceptar que amaba a Sasha.

-¡No digas su nombre!

Avriel tomó las muñecas de la bruja, apartándola con un brusco empujón que la obligó a retroceder unos cuantos pasos.

-Quiero que me digas dónde tienes a Rafael ahora mismo. No permitiré que sigas haciendo daño. Él no tiene nada que ver en esto.

-Tú lo quieres... ¿no es así? sientes lo mismo que sentías por ese chiquillo... Lo quieres porque tienen la misma mirada, la misma esencia. ¡Eres un pobre diablo que busca refugio en los brazos de un niño que jamás te dará nada! Él morirá algún día. Lo verás envejecer y morir mientras tú sigues vagando por este mundo. Somos iguales, Avriel, los dos estamos condenados a vivir eternamente.

-¡Tú me condenaste!

-¡Yo me condené a mí misma! -gritó, soltando una risa nerviosa.

«Avriel...»

De repente, un sonido suave llegó hasta Avriel, algo que de a poco fue comenzando a ser más entendible, una voz demasiado conocida que lo llamaba muy débilmente y parecía perderse en el aire. El francés caminó hasta una pequeña habitación y la voz se hizo cada vez más fuerte. Alessa sIguió sus pasos, parándose detrás de él. El francés se agachó para asir el pesado aro de metal sobre el suelo. Alessa observaba cada movimiento con los dientes apretados y una mueca de disgusto dibujada en el rostro. Al abrir la puerta, sintió un golpe seco en su nuca y escuchó la voz de Rafael gritando su nombre.

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