Capítulo XIV

Sentía la brisa fresca golpeando en su rostro, el olor a hierba húmeda y humo se colaba por sus fosas nasales. Trató de levantarse, y fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía mover sus extremidades. Miró a su alrededor, tratando de reconocer el lugar. Podía ver la silueta de una mujer, murmurando algo que poco a poco fue haciéndose más claro.

En el frondoso lecho de la luna, las bestias descansan mientras las brujas danzan.

Se giró, poniéndose en cuclillas frente a él. Llevaba un velo negro sobre el rostro.

—Suéltame, ¿quién eres?

—El alma de un inocente unida por un lazo, el intercambio equivalente entre dos elementos...

Algo brilló en su mano, oculta bajo una capa oscura.

Las cuerdas le quemaron los tobillos y las muñecas cuando luchó por liberarse. Intentó gritar, pero su voz salía apenas en un susurro. De pronto sentía la garganta demasiado seca.

—Tú dormirás para que él renazca, como el fénix renace de las cenizas.

Apretó los ojos al sentir una punzada en el pecho. Escuchaba el sonido lento de su corazón que de a poco iba deteniéndose, provocándole un intenso dolor cada vez que latía. Escuchó la risa de la bruja, y su voz cantándole algo similar a una canción de cuna. Sintió los dedos largos acariciando su mejilla, y el sonido de algo desgarrándose; aquello era su piel abriéndose bajo el filo de una daga.

—Él no te ama, nunca te amó y nunca lo hará —susurró en su oído.

—¡NO!

—¡Rafael! Estás teniendo una pesadilla, ¡despierta!

Escuchó la voz de Gerard, sintió sus manos sosteniéndolo de la nuca. Abrió los ojos de golpe, encontrándose con su amigo y Avriel, sentado a los pies de la cama.

—Mon Dieu... me diste un susto de muerte, niño. —El francés se pasó la mano por el pelo, suspirando como si hubiera contenido la respiración por un largo rato.

—Gerard, ¿qué...?

—Hombre, no fuiste a trabajar hoy y me preocupé, fui a ver si estaba todo en orden y cuando llegué, Avriel me dijo que te habías desmayado.

—¡El trabajo! —Trató de levantarse de golpe, pero su amigo lo detuvo al notar que comenzaba a marearse de nuevo. En ese momento se dio cuenta de que aquel era el cuarto de su amigo.

—Relájate, ya le avisé a Ángel que te encontrabas mal y todo está bien. Hoy te quedas aquí, voy a prepararte algo de cenar.

—Pero estoy bien...

—No, no lo estás, y estoy de acuerdo con Gerard en que tienes que quedarte —Avriel intervino, poniéndose de pie—. No seas terco.

El muchacho se masajeó el puente de la nariz, rendido. Sabía que no podía discutir con Gerard, menos si Avriel se ponía de su lado. Recostó la espalda contra el respaldo de la cama, bufando. Gerard salió de la habitación, dejándolo solo con el francés, que no le quitaba la vista de encima.

—¿Qué fue lo que soñaste, Rafael? —preguntó, sentándose nuevamente a los pies de la cama.

El muchacho titubeó. Todavía sentía la horrible sensación de la daga cortando su cuello. La voz de la mujer seguía resonando en su cabeza una y otra vez. Sentía que ya había escuchado aquella canción antes.

—Fue un poco... confuso. Había una mujer que cantaba una canción. Yo estaba atado de pies y manos en un lugar extraño, y ella llevaba un velo que le cubría el rostro.

Avriel se acercó, buscando la mirada del muchacho.

—¿Cómo era la canción?

—En el frondoso lecho de la luna... —Frunció el entrecejo, tratando de hacer memoria—. No..., no recuerdo como sigue.

—Está bien, tranquilo.

Extendió la mano, moviendo los dedos en una caricia sutil sobre la frente del chico, que se dejó hacer, entrecerrando los ojos. En ese momento, Gerard ingresó a la habitación con una bandeja que contenía un tazón con un líquido humeante. A pesar de la rapidez con la que Avriel retiró la mano, el muchacho logró ver el gesto.

—Acomódate, no quiero que tires comida encima de mi cama.

Avriel se puso de pie, acomodándose la ropa. Rafael lo miraba de reojo en tanto sostenía la bandeja que su amigo había dejado sobre su regazo.

—Creo que es hora de retirarme. Supongo que después de cenar vas a descansar.

—Quédate —dijo Gerard a secas—. Hay lugar para tí. Además, sé que este crío no estará tranquilo si te vas.

Rafael esbozó una sonrisa, fijando la vista en el tazón de sopa. Su amigo lo conocía demasiado bien.

Avriel salió de la habitación cuando Rafael se quedó profundamente dormido. Bajó las escaleras, y como esperaba, se encontró con Gerard sentado en el sofá, frente a la chimenea. A diferencia de Rafael, sus pensamientos eran muy claros para él. Estaba inquieto, celoso; quizá un poco molesto, pero más que nada, preocupado por el bienestar de su amigo.

—Conozco a Rafa desde que tiene cuatro años, tal vez menos. Estudiamos juntos, él se quedaba a dormir en mi casa y yo en la suya. Mis padres lo tienen como un hijo más. Cuando Rachel murió... todo a su alrededor pareció derrumbarse. Su padre se volvió loco y de repente, yo era lo único que él tenía, hasta que llegaste.

El hombre guardó silencio sin moverse de su sitio. Escuchó con atención cada palabra sin interrumpir.

—De pronto parece que su mundo gira en torno a tí. Veo el brillo en sus ojos cuando te ve, pero sé que a pesar de su edad, todavía es un niño que no sabe bien lo que quiere. —Se puso de pie, caminando hasta quedar parado frente a Avriel. El francés le sacaba casi una cabeza de altura—. No sé qué fue lo que sucedió entre ustedes, pero no quiero que le hagas daño.

—Es lo último que haría —contestó finalmente, mirándolo directamente a los ojos—. Estoy de acuerdo contigo en que quizás esté un poco confundido, pero él ya no es un niño. Doy fe de que tu preocupación es genuina, pero puedes estar tranquilo, lo que menos quiero es dañarlo de alguna forma. Por eso intento mantener distancia. No quiero que mi pasado lo lastime.

—Mantener distancia es justo lo que no tienes que hacer, ojos grises. —Se alejó, sentándose de nuevo en el sofá, e invitando al hombre a sentarse junto a él—. Actualízate. Rafael está enamorado de ti. Tú eres quien debe elegir entre superar el pasado o quedarte en él y seguir viviendo como un caballero del mil setecientos. Dudo que puedas volver atrás. Hay cosas que no se olvidan, pero tampoco debería ser una carga para ti.

El francés se sentó junto a Gerard, y guardó silencio durante unos momentos. No solo era el hecho de que Rafael tenía sentimientos fuertes hacia él; cada cosa que Gerard le había dicho fue un golpe certero directo al corazón. Era cierto, no podía seguir prendado del pasado, su vida y todo lo que conocía, incluso su familia había quedado atrás. Pero ahora, ¿qué tenía para ofrecer?

—No tengo nada... —soltó, como si estuviera respondiendo a sus propias incógnitas—. ¿Qué tengo para darle a Rafael? Soy un monstruo que ni siquiera puede ver la luz del sol, ¿crees que soy un buen partido para él? No soy nadie, no tengo a nadie más que a él.

—Bueno, tienes mucho más de lo que crees entonces. Rafael sabe lo que eres y aún así te acepta y se preocupa por ti. Y no eres un monstruo, ojos grises. Eres un hijo de Caín. —Se encongió de hombros, esbozando una sonrisa—. Uno no elige de quién enamorarse, ¿sabes?, simplemente sucede, pero te repito: si lo que quieres es no hacerle daño, no te alejes de él. Jamás lo había visto tan pendiente de alguien, ni siquiera de mí —dijo esto último en un tono de reproche—. Los amigos de Rafa son mis amigos. Estoy dispuesto a echarte una mano, solo si aceptas dejar tu pasado atrás de una vez por todas y afrontar lo que sientes como un hombre.

—¿Y qué pasa si todavía no sé lo que siento?

—Creo que la respuesta a esa pregunta la tienes tú mismo. ¿Qué sientes por Rafael?, ¿en algún momento te lo preguntaste?

Se formó otro silencio incómodo que Gerard rompió al cabo de unos momentos.

—Piénsalo detenidamente. Debes estar seguro de tus sentimientos si quieres que todo salga bien.

Las palabras de Gerard seguían dando vueltas en su cabeza. Lo cierto es que había estado tan pendiente de su pasado, y temía tanto lastimar a Rafael, que no se había permitido sentir nada más. Sentía que traicionaría a Sasha si se atrevía a darle rienda suelta a sus sentimientos, si le abría su corazón a otra persona. Pero Sasha no volvería y tenía que afrontarlo de una vez por todas si pretendía avanzar. Regresó a la habitación, cerrando la puerta con sumo cuidado. Rafael dormía plácidamente abrazando una almohada. Su expresión era tranquila, casi angelical. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en el borde de la cama, con los antebrazos recargados sobre las rodillas y las manos entrelazadas. Escuchaba la respiración calmada de Rafael; sus latidos lentos, el siseo de las sábanas cada vez que se movía. En ocasiones sentía que el mundo iba demasiado lento, o quizá él iba demasiado rápido.

Se giró, apoyando los codos sobre el colchón. Estiró la mano, corriendo los mechones rubios que caían desordenados sobre el rostro del chico. ¿Qué sentía por él?, lo cierto es que eran demasiadas cosas, pero todavía no era capaz de descifrarlas. Se sentía en paz cuando Rafael estaba cerca, le agradaba su compañía y lo echaba de menos cuando no estaba. Pero había más. Algo más fuerte que trataba de reprimir a toda costa, algo que tenía miedo de sentir. Observó al muchacho durante unos momentos antes de inclinarse y depositar un beso en sus labios entreabiertos. Un beso casto y tan sutil que apenas le permitió sentir su calor.

El suelo de madera crujía bajo sus botas de cuero gastadas. Arrastraba el ruedo del viejo vestido, barriendo las hojas secas y amarillentas que se habían metido por los vidrios rotos de las ventanas. Se colocó en cuclillas, y asió un aro de metal herrumbrado, abriendo una pequeña puerta que daba a un sótano. Se levantó el vestido, bajando por las escaleras de madera, que se quejaban con el peso de su cuerpo. Tenía malos recuerdos de aquel lugar. Era oscuro, estrecho, húmedo. El olor a encierro se metía en su nariz, remontándola a sus días de niñez, cuando su madre todavía vivía.

Recordaba su propia voz suplicándole que no la dejara allí, y el llanto de la mujer mientras subía las escaleras a toda prisa.

—Pase lo que pase, no salgas de aquí hasta que no estés segura de que no hay nadie. Cuando salgas, huye. Vete lo más lejos que puedas.

Fue lo último que escuchó antes de que su madre desapareciera por la pequeña puerta cuadrada.

Escuchó un golpe fuerte, la voz de varios hombres y el crujir del suelo. Sentía el llanto de su madre, hasta que cesó. Oyó otro golpe y los pasos se alejaron. No se atrevió a salir hasta que estuvo segura de que se habían ido. Al empujar la puerta, lo primero que vio fue el cuerpo de su madre sin vida, tendido en el suelo.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Estarás conmigo, Avriel. Seremos felices juntos, ya lo verás... si no estás conmigo, acabaré contigo. Arruinaré tu vida como ellos arruinaron la mía.    

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