Capítulo XI

Caminaba a paso apresurado por la calzada, esquivando a los transeúntes que se ocultaban bajo las capuchas de sus abrigos, o los paraguas. Dobló la esquina, apresurando el paso cuando algunos destellos en el cielo amenazaron con desatar una nueva tormenta; no quería volver a sentir ni por un minuto esa sensación de amenaza que se alborotaba en su estómago cuando los truenos rugían sobre su cabeza.

Llegó cerca de las nueve y cuarto de la mañana.

—Llegas tarde.

Gerard se encontraba parado frente a una pila de cajas de todos los tamaños. Llevaba una planilla en la mano con la que, al parecer, estaba controlando el contenido.

—Lo siento, tuve una muy mala noche y me quedé dormido. Es la primera vez que llego tarde.

—Esperemos que sea la última. —Le dedicó una mirada seria, que no mantuvo por mucho tiempo al ver la expresión de tristeza dibujada en el rostro de su amigo—. Que es broma, tonto. Ven, ayúdame con esto. Ángel llegó cargado de su viaje; debemos hacer inventario de todo lo nuevo y acomodarlo en la nueva repisa. —Señaló con el bolígrafo una estantería de madera ubicada contra la pared—. Ten mucho cuidado, algunas estatuas son muy frágiles. Hay muchas que tienen bastante polvo, así que cuando acabemos esto debemos limpiarlas a todas.

Gerard le extendió otra planilla y un bolígrafo. Las cajas eran diez en total, así que separaron cinco para cada uno.

Rafael decidió quedarse hasta la una de la tarde para ayudar a su amigo, ya que su primer clase comenzaba a las dos. Lograron terminar el trabajo antes de que Ángel regresara a la tienda. Al final, solo quedó una caja sin abrir, de la cual Gerard insistió en hacerse cargo. Una de sus tareas favoritas era clasificar los objetos recién llegados; era como un niño recibiendo su regalo de navidad.

Las clases parecieron ser mucho más largas que de costumbre. Bostezó varias veces, recibiendo una reprimenda por parte del profesor. Estaba exhausto, nunca se había sentido tan aliviado cuando el timbre tocó. Se colgó la mochila al hombro y esperó a que los demás salieran para abandonar el salón. Gerard le había pedido que pasara por la tienda después de clases. Se colocó la capucha y guardó las manos en los bolsillos delanteros de su abrigo color beige. Extrañaba su móvil, su lista de canciones preferidas, las cuales solía escuchar para relajarse. Debía ir por él cuando su padre no estuviera.

—¡Jovencito, espera!

Se detuvo, levantando la vista. Una mujer se presentó frente a él. Llevaba puesta una pollera larga, un sacón de lana gruesa y un pañuelo cubriéndole la mata de pelo, donde sobresalían unas cuantas canas. No parecía tener más de cuarenta, pero las marcadas ojeras bajo sus ojos colorados, y aquella sonrisa macabra, le ponían encima un montón de años más.

—¿Qué sucede?

Se quitó la capucha observando a la mujer, que revolvía con frenesí dentro de una pequeña cartera tejida.

Al levantar el rostro, su expresión pareció cambiar por una fracción de segundo. Se puso seria mientras miraba con los ojos bien abiertos a Rafael. Este enarcó una ceja esperando a que la mujer dijera algo, de lo contrario seguiría su camino.

—Tengo algo para ti —dijo con una voz fina, alzando un collar con un camafeo—. Te lo vendo por lo que tengas.

Rafael lo observó detenidamente. La base labrada del camafeo contenía en el centro una piedra ámbar con una libélula dibujada. La cadena estaba algo gastada y oscurecida, y la piedra presentaba una pequeña grieta en una de las esquinas ovaladas.

—Disculpe, pero no llevo nada de dinero encima.

—Oh, por favor, es una pieza muy antigua; vale mucho dinero, más de lo que yo te estoy pidiendo.

—De verdad, no tengo dinero, pero si quiere... —Rebuscó dentro de su mochila, sacando un sándwich envuelto en papel film—. Le regalo mi almuerzo, y puede quedarse con la cadena si gusta.

—Eres tan amable, noto en tu corazón mucha luz. —La mujer se acercó, rodeando el cuello del chico con la cadena, enganchándola en su nuca—. Quédatela. Te dará suerte, y la piedra combina con tus bellísimos ojos. ¿Quieres que adivine tu fortuna? —sin esperar respuesta, tomó su mano y observó la palma, delineando las líneas de la misma con la uña puntiaguda—. Tu alma es añeja, muchacho, guardas algo más en ese corazón y no debe salir; ¡no tiene que salir! —Apretó la uña sobre la palma de Rafael, haciendo un pequeño corte del que salió un delgado hilo de sangre. El muchacho la apartó, retrocediendo bajo la mirada burlona de la mujer, que dibujó una macabra sonrisa en su rostro. Estrujó el camafeo contra el pecho de Rafael, murmurando algo que poco a poco comenzó a ser más entendible—... no vas a regresar. Llevas la marca de la muerte en tus palmas; tu destino está marcado. ¡Maldito seas, maldito seas!

Sus piernas parecieron moverse solas; quizás debido a la adrenalina, quizás el miedo al escuchar aquellas palabras. No supo en qué momento llegó a la tienda, pero cuando volvió a sus cabales, ya estaba parado en la puerta. Golpeteó un par de veces, ansioso, mirando detrás de su hombro. Gerard apareció unos minutos más tarde, haciendo girar la llave para abrirle.

—¿Qué te pasó?, estás pálido. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sólo... me topé con una gitana loca a la salida del instituto.

—¿Te hizo algo?, ¿qué te dijo?

—No lo sé, algo de que mi alma era añeja y... no sé qué más —mintió—. Voy un momento al baño.

Se quitó la mochila, dejándola contra el mostrador y caminó a paso apresurado hacia el cuarto de baño. Una vez allí, abrió el grifo y metió la palma abierta debajo, dejando que el agua enjuagara la sangre. Tomó un poco de jabón líquido, frotándose la herida; sentía ardor y un poco de comezón, como si se hubiera cortado la piel con papel. Dejó que el chorro de agua enjuagara la herida, y se secó con papel absorbente. Al salir, Gerard lo esperaba con los brazos sobre el pecho, y la preocupación dibujada en el rostro.

—¿En serio estás bien?

—Sí, tranquilo. Solo me tomó por sorpresa. En fin, ¿qué querías decirme?

Su amigo sacó dos bolsas de atrás del mostrador, entregándoselas.

—Compré algunas cosas para ti, y en la otra bolsa hay algo de ropa para tu amigo, el viajero del tiempo. Menos mal hiciste que se sacara esos trapos, aunque no lo vi muy cómodo con tu ropa, tampoco le queda muy bien; es mucho más alto que tú.

—Oh, gracias. —Le dedicó una sonrisa—. No tienes que hacer esto, ahora trabajo y puedo cubrir mis gastos.

—Cállate, quiero hacerlo y lo haré hasta que vea que realmente puedes mantenerte. No seas tan arisco, deja que te de una mano.

Salió de la tienda un poco más calmado. Le agradaban las atenciones de Gerard, aunque no quería ser una carga para él. Aun así, sabía que su amigo era más testarudo que él mismo.

Avriel no estaba en la casona cuando llegó, así que subió directamente a su habitación, dejó las bolsas sobre la cama, y cuando fue a quitarse el abrigo notó el peso del collar sobre su pecho. Miró la piedra durante unos momentos, los detalles del camafeo. Sin dudas, era una pieza antiquísima.

—Rafael...

El muchacho se giró encontrándose con Avriel, que lo observaba apoyado en el marco de la puerta.

—Avriel... no te vi en la sala, y como no estaba la chimenea encendida, pensé que no estabas. Gerard te ha enviado algo de ropa, creo que estarás más cómodo que con la mía; ambos tienen la misma estatura.

—Agradécele de mi parte cuando vuelvas a verlo. —Guardó silencio unos instantes, sin quitarle los ojos de encima. Abrió la boca cuando notó la incomodidad del chico—. A veces no logro comprender tus pensamientos. Sé que hay algo que te inquieta, sin embargo, tu cabeza es un bullicio; como si muchas personas estuvieran hablando al mismo tiempo.

Se acercó al chico, sentándose a los pies de la cama.

—No me metí en tu cabeza, lo escuché desde antes de que llegaras.

—Lo siento...

—No debes disculparte. Te escucho desde que saliste de la tienda, pero no logro descifrar qué sucede y estoy preocupado por tí.

Rafael no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa. Avriel solía provocar sentimientos extraños en él con cada una de sus atenciones. Remolinos que ni él mismo podía detener, aún así trataba de ignorarlos. Agradecía infinitamente que el hombre no fuera capaz de leer sus pensamientos todo el tiempo.

—Me topé con una gitana cuando salí del instituto. Mi madre solía decirme que me alejara de ellos porque algunos no eran buenos. Siempre les tuve miedo. Ella me dijo cosas extrañas y me dio algo. —Metió la mano dentro de su camiseta, buscando el camafeo—. Me dijo que me daría fortuna y luego de eso...

Se detuvo al notar que Avriel había cambiado su expresión. Se tomó unos momentos para mirar detenidamente el objeto antes de abrir la boca.

—¿De dónde ha salido eso?, quítatelo.

—¿Qué?

—¡Quítatelo de inmediato!, ¿cómo te atreves?

Rafael apenas atinó a reaccionar cuando Avriel lo tenía acorralado contra la pared. Enredó la cadena en sus dedos y tiró de ella, arrancándosela. El muchacho se quejó, sin terminar de entender lo que estaba sucediendo.

—Quiero que me digas de dónde la sacaste, ahora mismo.

—Te lo he dicho... —tartamudeó, mirando fijamente aquellas tormentas furiosas que lo escrutaban—, una gitana...

—No me mientas. Esto no estaba en la casa, ¿de dónde lo has sacado?

—¡No te estoy mintiendo! —exclamó, pegando la cabeza contra la pared cuando Avriel continuó acercándose.

—¡No pudo habértelo dado nadie!

—¿Por qué no? —se atrevió a preguntar.

—Porque es algo que yo mismo mandé a hacer para... —titubeó.

—¿Sasha?

La mirada furibunda del hombre volvió a posarse sobre sus ámbares. Por un momento hubo un silencio que para Rafael pareció eterno; entonces, la voz ronca del hombre se volvió a escuchar, con el acento francés más marcado que de costumbre; arrastraba cada palabra sumido en cólera.

—Rafael, dime quién te ha dado esto —exigió—. ¿Cómo era la mujer?, ¿qué te dijo?

El muchacho entreabrió la boca, pero pasaron unos instantes antes de que las palabras salieran.

—Era... era una gitana, intentó vendérmelo, pero yo no tenía dinero, entonces me lo obsequió. Dijo que era de la fortuna y... que combinaba con mis ojos. Luego...

—¿Luego qué? —inquirió, golpeando la palma abierta contra la pared.

Rafael dio un respingo, entrecerrando los ojos.

—Luego... dijo que me leería la fortuna y tomó mi mano... —extendió la mano, enseñando el corte sobre la palma.

Avriel tomó la mano del muchacho, tocando la herida con el dedo pulgar. Entonces, los pensamientos de Rafael comenzaron a ser más claros. Incluso fue capaz de escuchar sus latidos apresurados; estaba aterrado, avergonzado.

—Vete.

—¿Qué?

—Tienes que irte de aquí. Gerard tiene razón, no es bueno que estés cerca de mí, yo soy un peligro para tí. Vete con él.

—¿Pero por qué?, ¡no quiero irme!

—¿No lo comprendes? —Su mano abrazó la muñeca del chico, en un movimiento un tanto brusco—. Alessa está aquí y me está buscando; no era una gitana, era ella. De seguro sabe que tú estás conmigo y tratará de sacarte del camino.

—Pues no me iré, no voy a dejarte aquí. Prometí ayudarte y eso es lo que haré.

—¿No lo entiendes? Alessa es capaz de matarte con tal de conseguir lo que quiere, y yo no voy a permitir que te haga daño, no quiero perderte a tí también.

Y ahí estaban, sus latidos retumbando dentro de su pecho, martillando contra sus costillas. ¿Qué era lo que sentía exactamente? Una avalancha de emociones, un cosquilleo en el estómago que correteaba por su espina dorsal, erizándole la piel. No lo entendía, o quizás no quería entenderlo. Él mismo se sentía embotellado en un murmullo continuo y de pronto solo conseguía escuchar la voz de Avriel, diciéndole aquellas cosas que lo alteraban, que lo confundían cada día un poquito más. Se sentía tan nervioso como cuando estaba bajo una tormenta; aunque esta vez no era miedo, se trataba de algo más fuerte, algo más intenso.

—Ese camafeo fue un regalo que yo mismo mandé a hacer para Sasha, en su cumpleaños número dieciocho. A él le gustaban muchísimo las libélulas, y a mí me gustaban muchísimo sus ojos, por eso elegí esa piedra. No sé cómo esa mujer lo consiguió, ni cómo llegó hasta tí, pero no quiero que te haga daño, no dejaré que se te acerque. Necesito que me cuentes qué más te dijo.

—Sólo que... mi alma era añeja, y que tenía algo que no debía salir, luego se volvió loca y yo solo... huí. Ella me tocó, y por un momento sentí como si estuviera quitándome algo, me sentí vacío y angustiado.

Avriel extendió los brazos, rodeando los hombros del chico, que se mantuvo estático, dejándose hacer.

—Si vuelves a verla, quiero que me prometas que te mantendrás alejado de ella. Me quiere a mí, tú no tienes nada que ver en esto. 

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