Capítulo X
Eran cerca de las ocho de la noche cuando llegó a su casa. Se había quedado hasta tarde luego de cerrar la tienda para investigar un poco más. Una parte de él no dejaba de repetir que todo aquello era una locura inventada por el demente que Rafael se había encontrado. Pero había algo, quizás la curiosidad, que lo llevaba a dudar. Luego de quitarse el abrigo y dejar la mochila sobre el sofá, se quitó los zapatos, encendió la estufa y se preparó algo rápido de cenar. Había anotado un par de cosas en una pequeña libreta. A duras penas recordaría algo de todo lo que había leído. Revisó tres o cuatro libros, pero ninguno mencionaba mucho acerca de lo que Rafael le había contado. Sabía que Ángel tenía una habitación donde guardaba varios libros y algunos pergaminos muy antiguos, pero conocía el carácter de su jefe, y más de una vez se había llevado una reprimenda por meterse a curiosear. Seguramente toda la información que necesitaba se encontraba en aquella habitación, pero tenía que atreverse a romper las reglas y entrar.
Esa noche le costó conciliar el sueño. Dio varias vueltas en la cama, pensando en un montón de cosas. Estaba preocupado por Rafael, se sentía en la obligación de ayudarlo aunque eso significase tener que seguirle sus locuras; temía por su seguridad porque lo conocía lo suficiente como para saber que era capaz de ponerse él mismo en peligro con tal de ayudar a otros. Pero también era consciente de que no era ningún niño, faltaban apenas dos meses para que cumpliera su mayoría de edad, y todo lo que había vivido lo había hecho madurar demasiado rápido. Acomodó la cabeza sobre la almohada, cerrando los ojos. Necesitaba desconectarse y descansar, tendría un día bastante largo.
Esa mañana despertó antes de que el despertador sonase. Se levantó, y luego de una ducha y un buen desayuno, salió rumbo a su trabajo. Estaba decidido a escabullirse en la habitación de los libros, buscaría lo que necesitaba y saldría; lo tenía todo planeado. Ángel no tenía porqué enterarse y si lo hacía, ya se inventaría una excusa creíble para salir del apuro. Llegó a la tienda, y como todas las mañanas, rebuscó en los bolsillos de su abrigo un cigarrillo, que colocó en su boca para luego encender. Ya no llevaba la cuenta de las veces que le había prometido a su mejor amigo dejarlo.
Rafael llegó un rato después, justo cuando estaba disfrutando de la última calada. Lanzó la colilla lejos antes de que su amigo la viera, soltando el humo al disimulo hacia un costado.
—¿Es que me ves la cara de tonto? —le reprochó el chico, alzando una ceja.
Gerard se limitó a sonreír mientras hacía girar la llave dentro de la cerradura.
—Campeón, tengo una misión y tú serás mi ayudante. —Se quitó el abrigo mientras Rafael encendía la computadora y el aire acondicionado—. Anoche estuve buscando algo más de información, pero no hay nada muy interesante en estos libros. Sin embargo, hay algo que tú todavía no sabes. Debes prometerme que no comentarás nada a Ángel cuando te lo cuente.
—Vale. Dímelo ya, que todo ese misterio me tiene intrigado.
—Bien. —Buscó en el manojo de llaves, la perteneciente a la habitación. Rafael lo miraba expectante—. Ángel tiene una habitación donde guarda algunos libros más antiguos que estos; pergaminos, y algunas otras cosas que quizás puedan darnos algo de información. —Al encontrar la llave, se dirigió al fondo del local, seguido de su amigo—. El problema es que no le gusta que nadie se meta aquí, porque todo lo que hay dentro de esta habitación es muy valioso y bla, bla, bla. Se pondría como loco si supiera que estuvimos husmeando en su "museo privado".
La llave giró dentro de la cerradura, los ojos de Rafael se iluminaron. Frente a la puerta, había un estante que ocupaba toda la pared. En él se podían ver infinidad de tesoros antiquísimos enseñando sus lomos. Frente al mueble había un pequeño escritorio con una lámpara de pantalla blanca, un cuaderno, y sobre las otras paredes, otros dos estantes más pequeños con algunos pergaminos amarillentos enrollados, junto a varios libros; muchos de ellos sin título. La habitación no tenía más decoración que una alfombra roja debajo del escritorio. Aun así, cada mueble relucía; olía a barniz y a biblioteca.
—No jodas... ¡esto es una pasada!
—¿Verdad que sí? Será mejor que nos demos prisa y busquemos lo más rápido posible. A veces siento que Ángel puede encontrar huellas dactilares o algo así.
Gerard rebuscó en uno de los cajones del escritorio un cuaderno con algunas etiquetas que sobresalían del borde. Marcaba de la A a la Z la ubicación de cada libro según su contenido. Comenzó buscando «brujería» y para su sorpresa, había una cantidad importante de libros que trataban el tema.
Pasaron prácticamente toda la tarde revisando y tomando nota de lo que creyeron sería importante.
«Alquimia»
«Hechicería»
«Magia negra»
—Rafa, mira esto. Hay una historia que habla sobre la maldición de Caín.
—¿Caín?
—Sí, ya sabes, ¿nunca has leído la biblia?¹ —Sonrió de forma socarrona, regresando la vista al libro—. Caín fue el primer hijo de Adán y Eva, luego de ser desterrados del Edén por desobedecer la orden de Dios, de no comer del árbol de la ciencia del bien y el mal. Ahora, según lo que dice aquí, cuando Caín mató a su hermano Abel, Dios lo condenó a vivir vagando por la tierra, y le dejó una marca.
—¿Una marca?
—Sí, la marca de la inmortalidad. Además de eso, vivió condenado a esconderse de la luz del sol y vivir únicamente de sangre. ¿Se te hace eso familiar? Se dice que sus descendientes son llamados hijos de Caín. Según parece, existen seres capaces de convertir a un humano en un hijo de Caín mediante un hechizo de magia negra, pero para ello hacen falta muchos años de preparación, algunos mueren antes de lograrlo o durante el proceso.
—Joder, estaban más que dañados. ¿Entonces se supone que quien convirtió a Avriel es otro hijo de Caín?
—No necesariamente, aunque puede ser posible. Quizás conocía la manera de hacerlo, si no mal recuerdo dijo que se trataba de una bruja.
—Bueno, dudo que Avriel sepa algo de esto.
—¿Qué sabe él sobre esa mujer?
—Según me contó, ella era una viuda que se mudó a España cuando su marido murió. Tenían una amistad, pero ella estaba enamorada de él, y... bueno. —Se incomodó—. Es una historia larga, ¿por qué no vamos, le contamos lo que descubrimos y de paso le preguntas a él?
—Vale, señor misterios.
Salieron de la habitación luego de dejar cada cosa en su lugar. Rafael se había saltado las clases, por lo que solo le restaba regresar para contarle a Avriel todo lo que habían investigado. Esperó a Gerard en la puerta del local mientras este terminaba de colocarse el abrigo y pasaba llave, luego ambos emprendieron marcha hacia la casona.
—¿Todavía crees que esto es una locura?
—Lo creo y lo afirmo hasta que se me demuestre lo contrario. Estoy haciendo todo esto por ti, porque me preocupas y no quiero que te pase nada malo. Sé que no puedo obligarte a salir de ahí, pero al menos déjame estar pendiente de lo que sucede.
—Gracias.
El mayor asintió, serio.
El humo salía por la chimenea de la casona. Cuando llegaron, ya estaba anocheciendo. Entraron rápidamente, Avriel bajaba las escaleras con el cabello húmedo y la ropa que Rafael le había prestado: una camiseta gris y un pantalón de mezclilla. Se notaba la incomodidad del hombre al llevar prendas ajenas, aun así trató de disimularlo lo mejor que pudo.
—¡Miren esto! —Gerard se acercó, alzando una ceja—, bueno, al menos pareces más normal.
—Gerard... —Rafael intervino, dedicándole una mirada de reproche a su amigo—. Avriel, hay unas cuantas cosas que debes saber. Hemos estado investigando en base a lo que tú nos contaste.
Rafael comenzó a explicar paso a paso. Gerard se mantuvo en silencio con los brazos sobre el pecho, mientras Avriel escuchaba con atención, asintiendo.
—Hijos de Caín... —repitió cuando Rafael terminó de hablar—. Esto resulta extraño hasta para mí, no recuerdo nada, solo la maldición de Alessa y luego desperté en esta época. Pero de acuerdo a lo que me cuentas, ¿quiere decir que Alessa también está viva?
—Si resulta ser que toda esta locura de alguna forma es posible y esa Alessa es hija de Caín, entonces puede que sí.
—Sé que todavía no crees en nada de lo que digo y que para ti soy un loco. Pero puedo demostrarte que es cierto.
—¿Ah sí? Si estás tan seguro y crees saber lo que pienso, adelante, inténtalo.
Avriel suspiró, como si de pronto se sintiera agotado.
—Sé que piensas que puedo hacerle daño a Rafael, porque puedo ser un loco. Es por eso que estás investigando, trataste de demostrarle que esto era una locura, pero encontraste demasiada información y ahora estás dudando. Sé que tienes miedo de que Ángel te regañe por meterte a la habitación secreta, y estás buscando una excusa. Sé que tu madre se llama Anne, y tu padre Anthony, no se llevan bien y por eso viven separados.
Gerard lo miró atónito.
—¿Cómo es que tú...?
Avriel se acercó al muchacho, buscando su mirada.
—Para mí también es una locura. Todo lo que yo conocía quedó en el pasado. No sé cómo lo hago, y si fuera tú estaría pensando lo mismo, pero no soy un demente y... mon Dieu, no le haré daño a Rafael, jamás.
—Bueno —Rafael, quién se había mantenido al margen hasta ese momento, intervino, apoyando una mano en el hombro de su amigo, que parecía no salir de su asombro—. Creo que ya te ha demostrado bastante.
Gerard acabó por chasquear la lengua.
¹ Caín y Abel aparecen en el Génesis, el primer libro de La Biblia.
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